Mariposas, escorpiones y ciempiés
Era la primera vez que mi corazón latía al son de insectos revoloteando mi estómago, esos que casi siempre son mariposas, según dicen. Pero en la mía parecían habitar ciempiés y escorpiones, causando un cosquilleo que era emoción mezclada con miedo recorriendo mi ser y mi cuerpo.

Su nombre era Natalia, estaba en el séptimo B, yo en el A. Era argentina, de mayor edad, alta, sus ojos eran de color negro ébano, su piel pálida, más aún por su cabello oscuro y corto que hacía resaltar sus cachetes, semejando el tamaño de los míos. Usaba la falda corta y me hipnotizaba su “sha she shi sho shu” cuando hablaba.
Quería hablarle, pero me intimidaba que pasara todo el tiempo con sus dos amigas. Una era Andrea, morena, bogotana quien terminó seducida por los encantos metaleros de mi amigo Geoffrey, quien la enloqueció con la pañoleta al estilo Axel Rose que usaba en su cabeza, sus chistes y por la chamarra de cuero que casi nunca se quitaba. Él nos hizo virar el gusto musical, de Soda Stereo, Los Toreros Muertos y Maná, a Guns and Roses, Metallica y La Pestilencia.
Su otra amiga, Pía, era la hija de un compañero del trabajo de su papá, gauchos también. Era flaquita, rubia, de ojos saltones azules, un tanto antipática conmigo y mi amigo, pero porque alcahueteaba a Natalia en su noviazgo con el musculoso, creído y bebedor empedernido de Edwin Tenorio, ese del que casi todas las chicas estaban enamoradas. Mi amigo y su novia eran felices, el par de tórtolos encendían las velas del primer amor y yo siempre era aquel candelabro que los acompañaba sin brillo alguno. El pianista que abriga con sus melodías las melosidades de la pareja, el que solo mira y nunca goza.
La cosa es que siempre trataba de estar con ellos y las gauchas a la hora del recreo, aún si sufría, especialmente cuando la sentía ignorándome mientras coqueteaba con su gigoló millonario y musculoso. Los escorpiones y los ciempiés dolían más por mi falta de voluntad para decirle lo que sentía, por no conocer las artes del galanteo. Lo peor, Tenorio apenas se inmutaba conmigo. Creo se daba cuenta que babeaba por Natalia, pero yo no era un rival para él, tan solo el amiguito insignificante de su novia.
La vida en la fría Bogotá del principio de la década de los años noventa era una zozobra constante, como en todo el país. Cundían los atentados a la población civil, explotaban carros bomba, aviones y centros comerciales; había tomas guerrilleras en diversos municipios, se expandía el paramilitarismo; policías, militares, políticos, activistas, militantes y candidatos presidenciales eran asesinados día tras día, aumentaban los desplazados y los desaparecidos en aquel río de sangre de la guerra eterna de Colombia.
Y por eso era común escuchar a las gauchas hablar de que sus familias estaban muy asustadas —como lo estuvieron en la dictadura de su país— y que probablemente volverían a Buenos Aires. Que se fuera Pía, pensaba yo, más no ella, no quería que escapara de mí país, no hasta poder darle siquiera un beso, el primero de mi vida.
Pero solo éramos buenos amigos que disfrutaban escuchar la música que nos pasaba Geoffrey, que chismeaban y estudiaban juntos cuando lo requeríamos. Poco a poco me convertía en el receptor confidente, el que escuchaba sus penas cuando lloraba por los constantes desplantes y engaños que padecía del susodicho galán. A la vez, mi confidente era Geoffrey, paciente y consejero amigo que me ayudaba a sobrellevar mis emociones y sentimientos, cuando me quejaba, por ejemplo, de esa vez que Natalia, en uno de esos despechos, fijó su bello rostro cachetón en mi hombro para largar un llanto y yo no podía dejar de agradecer a la vida ese impulso natural suyo que me permitió consentir su cabello con mis manos, haciéndome sentir que se abría un sendero de esperanza.
La segunda vez que pude consolarla con mis caricias fue cuando pensó que jamás podría aprender matemáticas. Pía y Andrea estaban en las mismas, no entendían aritmética, álgebra, ni las operaciones con números enteros, nada de nada. Con Geoffrey decidimos ayudarles, pero pronto descubrimos que era una pérdida de tiempo.
Sin embargo, los escorpiones y ciempiés me obligaron a decidirme por un acto de amor: no volver a entregar tareas, realizar mal los exámenes conociendo cómo resolverlos, con el fin de perder la materia y estar con ella un poco más de tiempo en las clases recuperatorias de fin de año.
Así fue avanzando el año, mis notas bajaban tanto como subía la cantidad de muertos y desaparecidos en Colombia, nada parecía cambiar. Al menos hasta que un día pasó algo estupendo: Tenorio terminó con Natalia abruptamente para estar con otra chica. Esa no solo fue la tercera vez que acaricié su cabello, también fue la primera que pude tocar su rostro. Pero no me detuve ahí, porque era esa la ocasión, eso me decían los escorpiones y los ciempiés, esa era la gran oportunidad para intentar enamorarla.
Entonces empecé a regalarle chocolates, a escribirle notas, luego cartas. La hacía reír y, renunciando al transporte del colegio a mi casa, después de clase la acompañaba caminando unas cuantas cuadras hasta donde vivía.
A dos semanas de que terminara el período escolar y comenzarán los cursos de recuperación, frente a su casa, tomé el valor suficiente y salieron las palabras más importantes que había pronunciado alguna vez en mi corta vida. Me le declaré, le dije que estaba enamorado de ella, hasta le pedí que fuera mi novia. Ella se quedó callada por un momento, mirándome fijamente a los ojos, luego sonrió, acercó su rostro al mío, extendió sus labios y antes de lanzarme al encuentro de su boca, se dirigió primero a uno, luego al otro de mis cachetes regordetes, regalándome dos besitos. Pero mi boca quedó plantada, esperando.
Abrazándome, me dijo al oído que si le ayudaba a aprobar matemáticas prometía ser mi novia. Y yo le devolví el abrazo con fuerza. Todo en mí sonreía y le aseguré que le ayudaría con más intensidad a estudiar.
En el último día del curso, a quince días de cumplir mis trece años, aquel dos de diciembre de 1993, sobre el techo de una vivienda en Medellín, impactado por las balas de la policía yacía el cadáver del capo de la mafia más buscado en Colombia. Pablo Escobar había muerto, no así el narcotráfico y, por un tiempo más, entre los espacios comerciales de la programación de la televisión pública, siguieron apareciendo los rostros de los más temidos y buscados delincuentes. En la parte inferior de la foto estaba el número de teléfono para llamar a denunciar o dar información y, más abajo, el monto de la recompensa que subía dependiendo del estatus criminal del fugitivo.

Nos enteramos de la muerte de Escobar por la transmisión de radio que escuchamos en la biblioteca del colegio y, todavía impactados, salimos rumbo al salón donde daríamos el examen final. Entré con muchos nervios, no pensando en mi examen, o en la muerte del hombre que sumió y acribilló a la nación con el narcotráfico, sino, en el resultado de ella, puesto que, al terminar de contestar las preguntas, los estudiantes entregábamos la hoja de examen al profesor, y él, ahí mismo las calificaba, nos daba la nota y debíamos salir del aula.
No fue difícil, lo terminé rápido, pero me quedé viendo a Natalia desde afuera. Se le notaba preocupada, movía sus piernas, parecía impaciente inflando sus cachetes y en mi estómago los escorpiones y ciempiés me decían que al parecer la promesa no podría ser cumplida. La primera en salir fue Pía, luego Andrea. Geoffrey había llegado para acompañarnos, todo feliz y presumiendo unos parches de AC/DC y de Sepultura que le había colocado a su chamarra de cuero. Nos quedamos esperando ansiosos hasta que apareció Natalia con los brazos en alto y la nota de aprobación en una de sus manos. Pía y Andrea corrieron para abrazarla y por un rato me quedé viéndolas girar felices. Luego vino y me abrazó, me dio par besos en cada cachete y, por último, me dio un pico, un piquito tímido, rápido, sin sustancia, casi ni percibí el calor de la carne de sus labios.
Eso ni de aquí a Pekín era un beso, era un simple piquito. De todas maneras, disfruté de ese segundo de contacto.
La aparté por un momento de nuestros amigos y le pregunté si ya era mi novia, me agarró de la mano y me dijo que aún tenía que hacer algo. Nos pidió que lo acompañaramos a la casa de Edwin Tenorio para recoger unas cosas que había dejado allá. Mientras a mí me dio pavor, Pía dijo ¨sí¨ inmediatamente, luego los demás accedimos.
La casa del gigoló era gigante. Ni bien llegamos, Natalia soltó mi mano y timbró, abrió la puerta Tenorio quien, sin inmutarse nos invitó a entrar. No fue en la sala que nos atendió, sino en su fastuosa habitación más grande que la sala de mi casa. Tenía una tele gigante, en MTV pasaban el video de Rarotonga de los Café Tacuba. Nos sentamos en un sofá de cuero, frente a la TV, mientras Tenorio fue hasta la cocina y trajo una bandeja con manzanas rojas y verdes, duraznos, uvas y frutillas. Luego sacó una botella de aguardiente y nos dijo: ¨vamos a beber y a ver una película¨.
El muy simpático y romántico puso una película porno de la que no recuerdo mucho más que, casi como en los anuncios de recompensas, en la presentación de la porno aparecían los protagonistas desnudos con su nombre abajo, luego todo fue sexo rudo.
Cuarenta minutos después, veía como Natalia saboreaba un jugoso durazno mientras observaba a Tenorio morder una manzana roja. Rápidamente se acabó la botella, el dueño de casa pausó la peli y fue en busca de más licor. Estaba mareado, nunca había bebido ni visto una triple equis.
Estábamos un tanto ebrios cuando terminó la faena en el VHS. Tenorio nos convidó a sentarnos sobre el tapete, en círculo. Propuso jugar “¿la verdad o se atreve?”. El juego consiste en acostar una botella vacía y hacerla girar y, cuando deja de hacerlo, el que queda del lado del fondo de la botella le hace la pregunta al que queda en la parte del pico de la botella. Si responde “la verdad”, significa una pregunta ácida, personal, algo que no quieres que se sepa, tus secretos o intimidades. Por lo general los que preguntan solo tratan de hacerte quedar mal, pero si no te atreves a decir la verdad, eliges una penitencia, así que debes hacer lo que te pidan, es decir, acciones indudablemente bochornosas. El truco está en que puedes responder ¨verdad¨ hasta tres veces, luego te toca inevitablemente la penitencia.
No quería jugar, tenía un mal presentimiento, sin embargo, ya formaba parte del círculo. En los primeros giros la botella dio respuestas muy tranquilas hasta que la suerte me marcó a la novia de mi amigo. Ebria, confesó estar enamorada de mí y se puso a llorar. Nunca olvidaré como Geoffrey le soltó la mano y se transfiguró. Me miró y yo lo miré a él, mientras Pía abrazaba a la —ahora— ex de Geoffrey. El silencio sepulcral solo se interrumpió cuando Tenorio volvió a girar la botella y le tocó a él con Natalia. Ella confesó seguir enamorada del gigoló y se besaron delante de mí, sin necesidad de que llegarán a la penitencia. Ahora, el transfigurado era yo.
Decepcionado, borracho, triste y perplejo, la botella nos juntó con Pía, la penitencia era besarnos. Vi sus ojos azules y saltones algo desorbitados acercándose con la boca abierta a mi cara, sentí sus labios y lengua por toda mi boca en lo que fue un beso rabioso, baboso, desordenado y doloroso, sin experiencia ni vergüenza y sin cerrar los ojos. Así la besé, mientras los escorpiones y ciempiés guardaban un espantoso silencio. Nunca besé a Natalia.
Las tres chicas se quedaron en la casa de Tenorio, quien antes de irnos muy amablemente y sonriente nos regaló una botella de vino. Nos fuimos con Geoffrey despechados. Encontramos un parque y nos sentamos a beber. Desde ese día nos convertimos en los mejores amigos, en una amistad que lamentablemente trascendió del plano terrenal.
Pero esa es historia para otro día.