Mi primer beso
Me enamoré rápidamente de N hacia el final del colegio. Ella tenía una sonrisa delicada y cálida, como si tuviera toda su vida en completo control; yo, por el contrario, era inseguro, pero orgulloso. Nada de eso evitó que nos acercáramos y, poco a poco, nos fuéramos conociendo y saliendo más a menudo. Salidas como compañeros o amigos solamente, que involucraban ir al parque, a caminar o a representar a nuestra promoción en la toma de nombre de algún colegio vecino, entre otras situaciones similares donde disfrutábamos de la cercanía del otro.

Una mañana soleada, durante uno de nuestros paseos habituales por las largas calles que llevaban hasta su casa, hablábamos de no sé qué, y yo sentía que conectábamos tan bien, que quise avanzar un paso más en la tunkuña de nuestra amistad. Al llegar a su puerta, tocó su timbre y yo aproveché para preguntarle: “¿Te enojarías si alguien te robara un beso?”. N respondió que “sí”, entonces descarté esa idea, pues quería mantener vivas mis chances con ella. Así que me despedí con un choque de mejillas, como era nuestra costumbre.
De pronto lo sentí: sus labios, suaves y cálidos como el sol, contra los míos, fríos y p’asposos como la luna. ¿Por qué no me dio pistas? Hubiese estado mejor preparado, la hubiera aferrado a mí, pero no, todo pasó tan rápido y la conmoción fue tan grande, que no supe qué hacer mientras el beso me transportaba hacia otras estrellas, otras galaxias. Se despidió de forma abrupta con un “chau” y, cuando volví a la Tierra, noté que su hermanita nos estaba mirando desde la puerta abierta de su casa. “Te has pasado”, le dijo a N, mientras ella reía y entraba a su casa empujando a su hermana juguetonamente.

Después de acompañar a N, generalmente tomaba un minibús hasta mi casa, pero esta vez no, me fui corriendo como el viento en el Altiplano, sin que nada pudiese detenerme bajo el sol abrasador que quemaría la Tierra entera si tan solo se acercara un poco más a las calles interminables de El Alto.
Desde aquel momento intenté confirmar lo nuestro, pero la actitud de N fue cada vez más evasiva y yo no la entendía. Mi orgullo me indicó que me alejara de ella, no obstante, siempre volvía a pensarla y buscarla sin respuesta. Nunca supe lo que ella sintió por mí, ni si sus padres o hermana influyeron en algo. Mantuvimos un contacto ocasional por varios años, escribiéndonos a las redes sociales o al celular. Quise ser su novio y no funcionó; quise ser su amigo y tampoco funcionó; hasta que, sin darme cuenta, tras nuevas amistades y algunos amores superficiales, me rendí. El tiempo curó esa herida del amor nonato, de ese coitus interruptus que sobrevino a mi primer beso.

Hace unos días, después de dos décadas de aquel beso, me escribió al WhatsApp. “Hola, soy N”, me dijo y estos recuerdos se agolparon en mi mente: el recuerdo del rechazo implícito, de las noches en vela y del día que me fui a casa corriendo como un perro recién atropellado. Al final, le respondí con una evasiva ‘políticamente correcta’, y creo que ambos entendimos que ya no era nuestro tiempo, que habíamos navegado diferentes ríos, hacia diferentes mares. En el fondo, N, espero que estés bien.