Cochabamba como horizonte narrativo

Se acerca el aniversario de Cochabamba y con tan alegre motivo nuestro autor Christian Jiménez Kanahuaty reflexiona sobre tres autores (dos cochabambinos y un tarijeño) en cuya literatura la Llajta se pinta como un horizonte interesante para la literatura boliviana.
Editado por : Adrián Nieve

Para Steve Camargo. 
Por lo de antes y después. 

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Es común que la gente piense en ciertos lugares famosos de Cochabamba al pensar en la ciudad, pero la ciudad como espacio también existe en la literatura. / Foto: Unifranz

Apertura 
Pensar en la literatura específica de una región, implica reconstruirla. No cómo sucedió, sino del modo en que se nos presenta en la vida y se relaciona con nuestra existencia a lo largo del tiempo. Y por ello formularla de manera articulada es un proceso tanto de lectura como de interpretación. 

En el espacio que surge entre ambas instancias, lo que existe es tiempo. Al final, el tiempo es el que organiza el modo en que la obra adquiere coherencia propia o se relaciona con sus contemporáneos o precedentes. Así, toda literatura surge de la misma literatura en franco diálogo, debate, disputa y reconciliación. Manifestando de esa manera que la literatura no es sino la suma de los procesos de reescritura temática: la apropiación y búsqueda de un estilo y la manera en que es recibida esa búsqueda y ese estilo. 

Los autores que se presentan a continuación son representativos de una etapa en la historia de la literatura boliviana, particularmente la referida a Cochabamba. Son autores que siguen en activo, aunque uno de ellos no haya publicado una nueva novela en los últimos ocho años. Igual, su trayectoria está presente en este ensayo porque durante la década de los noventa su obra gozó de cierta popularidad y el beneficio de la crítica. Un rasgo interesante que comparten los tres es que ganaron el Premio Nacional de Novela auspiciado por Alfaguara y dos de ellos, además, fueron ganadores del prestigioso Premio de Novela Erich Guttentag. 

Finalmente, les une el interés por la novela con historia, la reconstrucción de los mitos fundacionales de la juventud y el descubrimiento de la política como motor aglutinante en la ficción. Quizá por ello, los tres, a su modo, se han preocupado por el periodismo y la crónica, siendo así que dos de ellos han practicado también el ensayo como mecanismo de interpretación de la realidad social tanto regional como nacional. 

El carácter de este texto no desea ser exhaustivo, sino exploratorio. Que funcione como antesala de futuras investigaciones, pesquisas y relecturas, porque también en términos sociales, el fin de todo ordenamiento no es sentar un argumento definitivo, sino esgrimir posibilidades que puedan o no validarse según los análisis y los materiales trabajados. Siendo así, cabe recordar que todo acto de lectura es también un acto de memoria, que se sustenta tanto en el orden de lo individual como en la esfera de lo colectivo y esto se realiza con el fin de que no engendre el olvido el tachado sobre estos nombres ni sus publicaciones ni el aporte sustantivo que hicieron a la formación de una literatura regional, en primera instancia y nacional a la larga. 

Dicho esto, se inicia el recorrido.

La narrativa de Gonzalo Lema
Establecer un proyecto narrativo como el de Gonzalo Lema no es tarea fácil. No solo por la cantidad de novelas acumuladas a lo largo de distintas décadas de trabajo, sino porque se establecen diferentes líneas argumentales en todas ellas, que implican pensarlas a veces por separado y, en otras ocasiones, como parte de un gran mosaico que se conforma a través de la suma total y que logra comunicarse entre sí. 

Son novelas que piensan al país. En principio desde una mirada risueña, melancólica y literaria como en el caso de El país de la alegría, quizá la novela más literaria de Lema, porque ahí rinde homenaje a sus influencias y debates internos, para luego argumentar en procura de un mundo que no debe ser entendido ni vivido sin las reglas del arte. Después se hace presente una forma de la novela histórica en clave biográfica, como si todo lo que el narrador pusiera frente al lector funcionará de forma visual y también como testimonio de un tiempo que no se repetirá, pero que sus esquirlas estarán presentes de forma definitiva en el futuro. Lo que quiere decir que es biografía, pero también fabulación emocional. Así, La huella es el olvido, se constituye en un ejercicio narrativo de gran valor por la voz que Lema construye y que no se limita a contar los hechos como sucedieron, sino que hay un momento en la novela en el que se abordan las dudas y las interrogantes desde una dimensión más humana y menos heroica. Y por ello, aquí, realidad y fantasía, verdad y ficción, se enlazan para hacer de la historia un relato más profundo y crítico con la realidad histórica. 

La preocupación que desencadena toda la trama de La huella es el olvido, tiene que ver con la guerra y sus consecuencias. La guerra de independencia constituye un telón de fondo en una exploración en la que el autor se preguntará sobre el rumbo de la libertad y las acciones que día a día, prefiguran el mañana sobre los restos del presente. 

Es sobre este mismo tema que, en una variable contemporánea, se narra Ahora que es entonces. Una novela que también explora las consecuencias de la guerra, pero que, en este caso, piensa y coloca las relaciones afectivas y emocionales en primer plano, y ya no como resultado de una acción, sino más bien como unidas a cualquier tipo de acción, como si cada una de las acciones que hiciera el hombre en su paso por el mundo, fuera el resultado de la unión entre una emoción y una necesidad. 

Lema escribe sobre un país en permanente descomposición. Como si sobre sus escombros pudiera emerger una realidad nueva que no siempre es la que se buscó construir. Vive esa nueva realidad en permanente contradicción y, quizá, en ese espacio radica su belleza. Es por ello un gesto de desaliento que se convierte, a través de la ficción, en una manera de entender y adentrarse en un mundo que se presupone desconocido. 

Y este rasgo del punto de vista narrativo es el que lleva a Lema a escribir La vida me duele sin vos. Una novela en la que las preguntas abundan porque el autor no desea bajar línea ni sentar las bases para un análisis sociológico del país. Lo que hace es, más bien, obtener un gusto por la narración, por el humor, la ironía, por cierta mirada descreída del mundo; y no es que haya estado escrita bajo el influjo de El fin de la historia y el último hombre de Fukuyama, sino que, en su intento por comprender un país, la narrativa de Lema en esta novela, se acerca demasiado a la coyuntura de un cambio de época para desmontar los mitos y las narraciones de origen que construyen una razón de estado y un espacio democrático.

Porque, como otros escritores de su generación, Lema piensa Bolivia como un laboratorio de ficciones verdaderas. Esto quiere decir que todo cuanto se hace desde la narrativa tiene un reflejo en lo real y todo lo que sucede en el terreno de lo real se refleja y repercute en la narrativa. Todo esto significa que la lectura de la realidad implica una interpretación y una selección de los materiales con los cuales se narrará el destino de un personaje que no tiene sino sobre sí la labor de seguir sus propios impulsos porque la historia de la ficción al interior de la novela así lo demanda. Pero esa resolución nos presenta una lectura de la realidad que acompaña los debates que los lectores sostienen a diario consigo mimos y con otras personas. 

Y esto es importante porque la renovación de la literatura boliviana pasa por ese gesto en el que la historia nacional sigue siendo importante, pero no se trata de hacer una crónica de ella, como fue la pretensión de la generación anterior a Lema, y que se profundiza en escritores como G. Rivero, Paz Soldán, Rocha Monroy y W. Montes, entre otros. Esta ruptura hace que la narrativa de estos escritores transite por un proceso de cuestionamiento de la realidad, pero limpiando la herramienta del lenguaje y su modo de tratar y entender la ficción. 

Es así que Lema llega a Yo, su última novela, en la que la historia y las dualidades de la personalidad de sus personajes se hace más radical. Las historias cruzadas, las miradas desconfiadas sobre la identidad del otro, la lectura de la realidad política del país y los sueños de transformación social, cambio y ascenso económico, se subliman para entender unas vidas que se cruzan y se imaginan, pero que no necesariamente se conocen ni conviven. 

Esto habla de la fragmentación del país, habla de la difícil convivencia y de la nutrida capa de miedos, prejuicios y rencores que se guardan en cada persona. La prosa de Lema en esta novela convierte la narración en algo ágil, pero meditado. Es un tratamiento del tiempo narrativo distinto al de sus anteriores novelas, porque aquí todo va más lento en el momento en que se describen, explican y muestran acciones, pensamientos y condiciones de vida; pero no por ello la novela pasa por ser un manifiesto etnográfico, más al contrario, es como una historia oral y coral que se va descubriendo conforme pasan los capítulos. 

Por tanto, los libros de Lema conforman una topografía que construye un discurso y un modo de ver el país, pero dentro del país. Los habitantes tienen un lugar protagónico porque cada uno de ellos logra conformar en sí mismo una patria y un modo de estar en el mundo que disputa su lugar a los demás. Y mientras lo hace se encuentra con que la vida misma lo arroja al descubrimiento de su verdadera identidad y necesidad. Es por ello que Yo, de Lema, es una síntesis de sus programas narrativos hasta el momento, porque la violencia social también impregna estas páginas, pero hay un doblez que se da cuando los diálogos se convierten en reflexivos y empieza a dibujarse la otredad en su dimensión más concreta. Lo cual implica que el lector adquiere un compromiso renovado con la prosa del autor pues se ve partícipe de lo que se cuenta. 
 
La narrativa de Ramón Rocha Monroy
Una narrativa como la de Ramón Rocha Monroy se compone en el tiempo que queda entre la vida de la celebración y la meditación de la desdicha. Entre ambos escenarios: el lenguaje o, mejor dicho, la palabra escrita que intenta representar la oralidad y recurre al humor para no morirse de pena. 

Ciertamente el humor es un tema y un motivo poco explorado en la narrativa boliviana. Sin embargo, en la prosa que despliega Rocha Monroy hay ecos de la celebración que tienen que ver con los mitos de la carne, la noche y el alcohol. Como si se tratase de sacarse el cuerpo de otra manera, en las novelas del autor de El run run de la calavera existe un sacarse el cuerpo por medio del humor y la amistad. Quizá, como en pocos otros proyectos narrativos, el tema de la amistad se convierte en un eje casi central que configura la soledad y la espesura de los personajes de Monroy. 

No es que sus personajes estén solos frente al mundo, sino, que se sienten abandonados por la suerte y están a solas incluso rodeados de gente. Poco importa que hayan mujeres semidesnudas bailando danzas calientes frente a uno (Ladies night), o las reuniones subversivas en plena dictadura (La casilla vacía), o las dudas existenciales de no encontrar un lugar bajo el sol, incluso cuando el territorio se transforma (Ando volando bajo), ni cuando la historia pasa a ser un telón de fondo para desplegar un lenguaje rico en matices, pero anclado en un espacio narrativo que es difícil de hacer que progrese (Potosí 1600). Porque de entre todas estas posibilidades, lo que hay de común es un esfuerzo por hacer de la novela un espacio para la creación que desmienta la realidad y contradiga las especulaciones de lo normal y lo sentimental. 

Por eso en La casilla vacía, si bien hay un problema de fondo, también se perfila en la acción de los personajes el ansia por la necesidad de encontrar un lugar en el mundo, y quizá por eso la militancia y la revolución se ven como espacios en los que se logrará obtener un nombre y un futuro para que la vida misma valga la pena. Y eso está conectado con las mismas dudas sentimentales, existenciales y vitales del personaje de Ando volando bajo, porque si bien el humor empaña sus reflexiones, no es imposible notar que es un ser que se ha recubierto de una mirada sardónica sobre la realidad para no enfrentarse con la terrible verdad que implica verse como un perdedor. 

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Edmundo Paz Soldán, Gonzalo Lema y Ramón Rocha Monroy, tres autores importantes dentro la literatura boliviana y, más en específico, la literatura cochabambina. / Imagen: Adrián Nieve

Ladies night es quizá la novela más festiva, pero no por eso deja de ser una radiografía de la política desde dentro. No se trata de una novela más de la dictadura ni sobe el dictador, pero sí es una de las pocas novelas que aborda el tema de la demagogia y del mercantilismo de la razón. Esta intuición es importante de recalcar pues Monroy se da cuenta que el demagogo es el nuevo tirano. Y como tirano incluye en su versión de la realidad la burocracia y el desahogo de fin de semana con la intención, un poco insana de matar los miedos, demonios y prejuicios internos que son detonados por la propia mediocridad del funcionario público promedio. 

Un escritor es la suma de sus defectos que, a la larga, se convierten en virtudes. Y este rasgo en el caso del autor de Potosí 1600, pasa a ser, por un lado, el humor y la amistad, y por el otro la escritura misma que plasma una realidad por escrito, con el objetivo de poner en el texto una nueva realidad en la cual las cosas, por una vez en la vida, pudieran salir bien; y, sin embargo, eso no es posible, porque la escritura no permite traición alguna. Uno es mejor por escrito porque es incapaz de mentir ni mentirse y, en ese sentido, las novelas son el testimonio de un fracaso. Resulta imposible para Monroy construirse una vida maravillosa porque la real no es así. Se inventa sobre una base de realidad, no se inventa por completo. Y por más que desee multiplicarse y desdoblarse en sus personajes, éstos jamás tendrán la vida que el autor pudo tener si otras hubieran sido sus decisiones. 

De entre los narradores de su generación, Rocha Monroy es el que más celebra la vida y, quizá por ello, sus novelas se vuelven contra él, mostrándole que no importa cuánta celebración exista, la vida siempre será minúscula y miserable frente a las expectativas que se gestaron. 

Su programa narrativo, al igual que el de Gonzalo Lema o Edmundo Paz Soldán, tiene el fundamento de la preocupación por la historia boliviana. Intenta rastrear el momento en que todo empezó a salir mal para, a través de la ficción, interrogar tanto a la historia como a los hechos narrados con puntos de vista políticamente claros y determinados, y para cuestionar el funcionamiento del sentimiento humano en los momentos en que se forma la idea de una consciencia nacional o la idea de una frontera territorial. Quizá no sea casual esta preocupación porque al ser escritores nacidos en la segunda mitad del siglo XX, tienen en su espesor narrativo problemas que la generación anterior tampoco había resuelto. Es una escritura que siempre vuelve a comenzar, visitando los viejos problemas para abordarlos una vez más. 

Y es por ello que una forma de hacerlo es a través de la parodia: el humor o lo cínico, pero cruzado con los afectos, la noche como espacio vital y el alcohol como motor y catalizador de toda ensoñación. Así, esta narrativa establece, en el caso de Rocha Monroy, una manera de estar en mundo que no se siente cómoda con el triunfo ni con la amistad verdadera. Halla su lugar caminando la vereda oscura de la vida porque ahí entiende que el verdadero oxigeno está en un sitio intermedio. No el blanco, no en el negro, sino en el gris. 

Por ello es probable que su narrativa sea la que menos juicios presenta a la hora de presentar a sus personajes, porque los entiende multidimensionales y contradictorios. No son grises por falta de contenido, son grises porque están más allá de Dios y del Diablo, son verdaderos y nunca terminan de decir lo que de verdad desean decir. Ramón Rocha Monroy —probablemente sin proponérselo— ha escrito una narrativa de la espera, de la derrota y, sobre todo, de la ambigüedad y la incertidumbre. 

Ésa es su poética.  

La narrativa de Edmundo Paz Soldán
Quizás sea el escritor boliviano que más cambió de estilo en la narrativa desde que publicara la novela Días de papel a través de la editorial Los Amigos del Libro, tras ganar el Premio de Novela Erick Guttentag y que, ahora que la obra está más o menos definida, se pueden establecer algunos rasgos en ella, sobre todo, tres tendencias. 

La primera tiene que ver con la juventud y la ciudad, la segunda con la historia política del país y la tercera con los escenarios distópicos y apocalípticos que se centran en la construcción de un mundo con pretensiones de autonomía frente al mundo en el que vivimos. 

En el primer espacio de trabajo están las novelas Días de papel, Río fugitivo y Los vivos y los muertos

En el segundo se encontrarían las novelas, Alrededor de la torre, La materia del deseo, Sueños digitales, El delirio de Turing y Palacio quemado

En la tercera coordenada, Iris, Los días de la peste, Hay monstruos allá fuera y La mirada de las plantas.  

Por razones prácticas se dejan de lado los libros de cuentos y relatos que también configuran una exploración temática y técnica en la narrativa de Paz Soldán, siendo el cuento Dochera el de más prestigio desde que, en 1997, ganara el Premio de cuento Juan Rulfo, organizado por Radio Francia Internacional.  Sin embargo, el trabajo con los cuentos reclama otro tratamiento en la argumentación y el despliegue de un abanico mayor de interpretaciones, sugerencias y relaciones que exceden por mucho la intención de este escrito. 

A pesar de ello, bien vale la pena encarar el trabajo hacia un ordenamiento de Paz Soldán en cuanto a narrador que juega con las formas de la prosa para dar cuenta de realidades cada vez más complejas. Y en ese sentido, el tono de las novelas también va cambiando porque acompañan los temas y se trabaja desde ellos con la resolución de eliminar los sentidos comunes que sobre él se han desarrollado, generando de esa manera, una literatura que es dueña de su oficio, pero nunca está conforme con lo explorado. 

Se podría pensar que hay un mapa en blanco sobre el cual trabaja Paz Soldán y dicho mapa se va rellenando a través de cada libro. Cada espacio está siendo trabajado desde la arquitextura visual del escenario (la ciudad, la selva, un planeta extraño) desde el lenguaje (el juvenil de Cochabamba, el político burocrático del discurso presidencial, el científico y el extractivista) y desde el tono (desde el júbilo, la ironía, la frialdad descriptiva, la enumeración prescriptiva y la reflexión bajo el aliento del monologo interior libre): todas ellas son formas y maneras de construir un mundo, pero también de rendir un tributo (quizá hasta un homenaje) a ciertas literaturas. Porque en ese sentido, quizá Paz Soldán sea quien mejor entiende que la literatura proviene de la literatura. Por tanto, lo que se trata de hacer es un juego de ensamble entre la investigación, las lecturas precedentes y la imaginación. Aunque cabe decir que aquí la imaginación también elabora un proceso de reconstrucción de la historia a partir de la propia interpretación que sobre ella esgrime el autor. 

Y es quizá por ello que, desde la distancia, el proyecto narrativo que tiene que ver con el mundo de la política pueda parecerse tanto al que en su momento elaboró Mario Vargas Llosa. Y aquí no se trata de fijar como negativa una influencia, sino de marcar la inflexión que, sobre ese territorio, establece Paz Soldán. 

Allá donde Vargas Llosa tiene fascinación por el poder, Paz Soldán en cambio se preocupa por lo que sucede con los subordinados, los subalternos o los que no necesariamente pasan a la historia como actores fundamentales. Sus personajes están guiados por el deseo, el miedo, la baja autoestima, la antipatía y las ganas psicópatas de ver el orden destrozarse. Recuerda entonces su punto de vista a aquella biografía de Freud en la que, en lugar de entrevistarse con el gran psicólogo, arma todo el relato a través de la mujer que le planchaba las camisas y le preparaba las comidas. 

Esa mirada desde lo lateral enriquece la prosa porque la ajusta a lo cotidiano y lo vuelve concreta. El poder es abstracto hasta que no se manifiesta por medio de acciones y relaciones sociales. Pero no sucede en el vacío. Se trabaja el poder desde escenarios concretos y es por ello que el otro signo del trabajo de Paz Soldán es su relación con las instituciones. Ya sea un ministerio, un colegio, una familia, un culto religioso, la cárcel o un concurso de belleza que se alterna con un centro de investigaciones científicas o la empresa extractivista, lo que él mira son relaciones corporativas. Porque entiende que es al interior de esas instituciones que los sujetos adquieren identidad y generan procesos —valga la reiteración— de intersubjetividad. 

No es casual que sus historias parecieran no terminar, pues no hay un arco de redención en la trama. Los personajes no terminan en el mismo lugar en el que empezaron la historia. Se mueven en el tiempo y en el espacio, ganando experiencia y comprendiendo la lógica interna del poder que se cristaliza en esas instituciones, pero su vida no ha cambiado sustancialmente. Sus existencias están fijadas por una razón de época: la dictadura, la democracia, la crisis de la democracia, el pachamamismo new age. Todas ellas embarcadas en ese doble flujo que es el capitalismo en sociedades con una alta formación abigarrada. 

La diversidad de las formas en que se presenta el capitalismo, tiene que ver con la manifestación expresa de sus personajes de no ser por completo engullidos por él y, sobre todo, resquebrajarlo desde sus cimientos, ya sea por medio de las dudas existenciales, sentimentales y políticas del que redacta los discursos para un presidente o las pretensiones de notoriedad de un concurso de belleza, incluso los sinsabores de la crisis de la primera juventud en una ciudad que parece no ofrecer salidas. Al mismo tiempo, son personas conectadas y solas, porque les cuesta revelarse a sí mismos lo que son y lo que desean. Están en permanente tención con respecto a sus propios deseos. Incluso cuando el deseo está manifiesto en la carne, no pueden entregarse simplemente a él. Necesitan dar un rodeo. Justificarse por otros medios su involucramiento con las pasiones. 

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El horizonte cochabambino tiene una belleza peculiar y más todavía, como propone el autor del texto, si pensamos en conocer mejor el horizonte literario de esta ciudad. /Foto: Viajes Fantásticos

Tal vez esa sea la razón de que los personajes de Paz Soldán, para algunos críticos, parezcan tibios e incapaces de tomar resoluciones, cuando en realidad ser tibio ya es un rasgo de carácter. Y ser ambiguo también significa algo para ellos. Sus personajes lo son porque la estructura social los impulsa a tomar partido, pero ellos desean o no hacer nada o mantenerse al margen. Muy pocas veces se rebelan. Esa acción ya denota un sentido práctico del mundo, en el que no importan las acciones, importa la presencia. Porque saben que al final la estructura funcionará con o sin ellos. 

Y esto se entiende mejor cuando sus personajes componen una misma interpretación del mundo: los que organizan el poder, no están dispuestos a incluir a personas sin poder en su esquema de dominación. El poder los interpela. Pero ellos lo rechazan y, al hacerlo, también rechazan cualquier posibilidad de ser manifiestamente sujetos. Su presencia al interior de las instituciones es en definitiva una contingencia más en sus vidas. 

Por ello, cuando las novelas se articulan entre sí, lo que se tiene es una disposición a entender el poder no solo como correlación de fuerzas y estructuras de dominación de largo aliento en la historia de un país, sino que el poder está inculcado en el modo de pensar, de hablar, de actuar; y, por tanto, lo que son, solo lo pueden lograr desde el derrocamiento de su propio ser. 

Matar al poder es matarse también. No hay punto intermedio, no hay retorno después de aquello. Así que lo que intentan hacer es solo vivir sus vidas como si el poder no existiera. O como si el poder que anida en ellos fuese como un deseo que puede ser no satisfecho a costa de la tibieza de carácter. 

Finalmente, el programa narrativo de Paz Soldán se conjuga con su proyecto que se desplaza, por un lado, hacia la indagación de lo humano y su relación con las tecnologías de entretenimiento y de destrucción sistemática del ecosistema y, por el otro, se engarza en una profunda reflexión sobre el sentido de la historia política cuando se mira a los que no detentan el poder político, sino a los que justamente, lo padecen. 

En ese tenor, el programa narrativo es demostrativo: ejemplificar el estilo de luchas que el poder propone y el modo en que los sujetos o ciudadanos responden a él. Y con ello, organizan el mundo desde lugares no privilegiados y desde lugares que están ya cubiertos por sentidos comunes que han naturalizado su conocimiento. Así, cuando Paz Soldán desnaturaliza el sentido común no lo hace para desbaratar todo como si fuese un anarquista en vacaciones de verano, lo hace con la finalidad de desnaturalizar lo que sabemos de las instituciones que nos preceden. El resultado es el juego ya no entre polos opuestos, sino el reconocimiento de la multiplicidad de polos, en los que el matiz es su rasgo definitorio. No tanto la oposición binaria entre buenos y malos, ricos y pobres, progreso y tradición, desarrollo y quietud, sino la consecuencia práctica de una temporada política en la que las ideologías se han perdido y lo cotidiano está arrasado por el mercado: no hay tal división binaria del mundo. Todo está mezclado y funciona al mismo tiempo. Las partes conforman el todo y el todo vive en las partes. 

Y es probable que, debido a este fenómeno, las novelas de Paz Soldán sean más arriesgadas que las de Vargas Llosa, porque no se concentra en el poder ni sus manifestaciones burocráticas ni sobre el cuerpo del deseo, sino que las novelas arman un entramado de razones y justificaciones que tienen que ver tanto, con un mismo tiempo histórico de largo aliento, como con un territorio que se va poblando, diseñando y conociendo a medida que avanza la prosa y el tipo de novelas que fabrica Paz Soldán. 

Todas ellas son la memoria y el testimonio del despojo, del desaliento y de la creación de una identidad que es compleja y contradictoria. Las novelas, entonces, en tanto narrativa, proponen un acercamiento que periodiza la vida y genera una crónica consecutiva sobre el destino de los hombres al interior del cambio social, político, económico y tecnológico. Por ello, si tuviéramos que englobar en una pregunta el objetivo de Paz Soldán, sería resolver qué características tiene el cambio al interior del cambio. Derivado de eso, las esferas concéntricas sería las figuras que, como ondas, unas a otras, marcan de manera figurada la mejor manera de entender las novelas de Paz Soldán, su naturaleza y el modo en que interactúan entre ellas. Ondas que se comunican y expanden y cuya presencia oscila en el tiempo, pero jamás se pierde.         

Cierre
Toda literatura, en realidad, se parece mucho a una cadena y se puede reforzar o romper en el eslabón más frágil o delgado. A veces ese eslabón es el descuido editorial, o la poca repercusión mediática, o la escasa lectura y la recepción crítica escasa, incluso el desorden de la lectura o, en definitiva, el prejuicio y la baja valoración de lo propio. 

Toda literatura es una indagación, a su vez, sobre el destino de una consciencia colectiva, es la manera en que una sociedad se puede pensar a sí misma, sin las armas de la razón o de la política, acuñando imágenes, sueños e invocaciones que no siempre se parecen a lo real, pero que lo identifican de todas maneras. 

En otro orden, la literatura se rompe y cruje cuando sobre ella cae el olvido y empieza a parecer difuminada y poco articulada, como si los propios libros fuesen solo rocas aisladas en un páramo desolado. No están ni cubiertas de musgo ni sirven para que los caminantes se sienten a tomar aliento. Tampoco pueden ser removidas del camino. Perjudican, más que ayudar. Interfieren, más que embellecer el lugar. Y de esa manera, una serie de libros más que todo brillan por su diferencia antes que por su capacidad de evocación y creación de un mundo propio. 

Y a veces, lo que hace que todo carezca de sentido es que el lenguaje de las novelas y de los libros publicados simplifica la realidad. No goza de un contenido ni estético ni distinto al modo en que se habla cotidianamente en las calles de la ciudad. No se presume, entonces, que haya que pensar en esos momentos, que la literatura es otra forma de arte. Más bien, lo contrario, parecería como si la literatura estuviera más emparejada con el periodismo de farándula que con la hechura de una historia capaz de iluminar las zonas oscuras del corazón humano. 

Por ellas y otras razones, la literatura cultivada por escritores nacidos en Cochabamba o en Tarija (como Gonzalo Lema) han tratado la ciudad como propia y como única. La construyen calle a calle, y lugar a lugar, marcando referencias, fechas y personajes. Algunos extraídos de la propia historia del valle cochabambino, otras que surgen de la mezcla de historias y personajes, pero la mayor parte, responden a la imaginación. No son simples novelas que reproducen el estado de situación. Son más bien novelas que intentan cuestionarlo. Y al hacerlo, configurar las contradicciones con las que toda ciudad se encuentra sumergida desde su fundación. 

No podría ser casual que estos tres autores hayan generado una cierta poética derivada del calor, la luz y el río. Los espacios abiertos y el día como protagonistas. Es cuando en sus novelas aparece la noche cuando también en ellas existen nuevas ciudades. Pero parecería que Cochabamba es el sitio de la luz. Una ciudad solar no se canta, se deambula, se recorre, se asimila. Lo que invita no es al a poesía, ni a la reflexión, sino al disfrute, a la contemplación del paisaje y la vida hecha de instantes de gloria manifiestos en los viajes a provincias en fines de semana. La ciudad se construye sobre las ruinas de la anterior y cada una se comunica a través de los espacios abiertos.

Los escenarios de las novelas son paisajes abiertos, instantes luminosos, en los que los diálogos están medidos por la cantidad de cuadras que se caminan o el número de cervezas que se consumen. Los amores que se pierden y las guerras sociales que se despliegan suceden en el centro de la ciudad, en el radio que incluye el campus de la universidad. Y el mercado es siempre retratado como esa zona en la que la ciudad se termina o empieza su otra cara, más popular, más abigarrada y más beligerante. 

De ese modo, una literatura como la que se practica en Cochabamba, podría servir de muestra y contracara de la que se realiza desde La Paz. Ambas forman parte de un entramado nacional, pero cada una, a su modo, representa una faceta de esa identidad. Se podrán complementar en el momento en que esas dos literaturas se articulen y se lean como una sola.

Y quizá, al hacerlo, nuevos nombres, títulos y estilos sean revelados.

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