Ducha de otro tiempo

A veces una ducha es una ducha, pero otras es empaparse del pasado. Así le sucede a Max Vino en este texto sobre el agua, los locales de ducha y la nostalgia, con el que se estrena en la revista.
Editado por : Adrián Nieve

Cuando has vivido en un conventillo —con patio, una lavandería en el centro y gradas de piedra y madera vieja que conducen al piso de arriba—, sabes que tener una ducha es un lujo. Lo recordé durante mi última mudanza, cuando me entró la nostalgia de visitar las duchas de la Isaac Tamayo.

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Sin grandes letreros, los locales de duchas se esconden en diferentes rincones de la ciudad de La Paz y la ciudad de El Alto. / Foto: Max Vino

Cualquiera pensaría que vivir en la calle Goyzueta, a diez minutos del Kilómetro 0, representa comodidad. Pero, dentro de las casas antiguas, de tumbados altos y paredes empapeladas, no suele haber una ducha que funcione. En la mía, por ejemplo, el baño solo tenía una tina blanca e inútil, salvo para acumular baldes y bañadores. Recuerdo que solo una vez me bañé ahí, la única pues el agua no calentaba y en casa no había “mano de hombre” para buscar una solución.

Ante mis numerosas quejas, una vecina recomendó que había duchas públicas en la calle Isaac Tamayo, entre la Graneros y la Tumusla, sector conocido por atraer a los gustosos de la pasankalla, los fideos dulces y el tostado de haba. El viaje era realizado en micro, uno verde cuyo número no recuerdo, que tomábamos de la calle Pando.

Como el agua, mi recuerdo de esa casa de patio amplio está fresco. Sus duchas eran numeradas, como si desde un principio hubieran sido construidas para ese propósito, incluso por el detalle de los asientos en el centro del patio para esperar tu turno o terminar de secarse bajo la plenitud del sol.

Primero había que comprar una ficha, que llevaba el número de cada ducha, de diez minutos como mínimo, hasta un máximo de treinta. A veces entraba primero, a veces después de mi familia, pero siempre solo, aunque fuera un niño. Las instrucciones eran precisas: debía gritar “agua”, cuando ya estaba desnudo, a partir de ahí recién corría el tiempo, incluso si gran parte de él se perdía en pedir que regulen la temperatura con un “ahí está bien”.

Para mí, quince minutos eran suficientes. Entraba sin aceptar los champús, de esos que parecían unidos como tripas, y los peines, espejos y piedras, que servían para frotar las rodillas y los codos que ofrecían los dueños del local. Yo tenía mi propia piedra, traída de Copacabana, originaria de aquel tiempo en el que los visitantes de la Virgen Candelaria volvían con sus piedritas del tamaño de jaboncillos para ayudarse en el aseo. Hace años que en una de las mudanzas perdí mi piedra, pero fue hasta que vi la película Todo en todas partes al mismo tiempo que me acordé de ella.

Por el trajín del traslado me animé a volver a las duchas de la Isaac Tamayo, pero cuando llegué me di cuenta de que esa casa enorme quedó desfigurada e irreconocible por fuera. Ahora solo hay tiendas de ropa.

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“Las instrucciones eran precisas: debía gritar ‘agua’, cuando ya estaba desnudo, a partir de ahí recién corría el tiempo, incluso si gran parte de él se perdía en pedir que regulen la temperatura con un ‘ahí está bien’”. / Foto: Max Vino

Entonces, recordé que en mi infancia también visité Duchas Viacha, en la calle del mismo nombre, que ofrecía este servicio a los vecinos de la Manco Capac y la Muñecas. Era una casa que recibía a los visitantes con un pasaje corto y gradas que conducían hacia las duchas en el piso de arriba.

El procedimiento era el mismo, al igual que los bancos, los percheros y las infaltables tablitas de madera: una para pisar mientras te cambias y la otra para pararte mientras te duchas.
Como hace 30 años, la bienvenida es cálida. Con rigor y libertad, el agua transgrede cada rincón de mi cuerpo, uno que le resulta familiar, más alto, sí, pero no importa. El agua no olvida un rostro.

Cuando era niño, Duchas Viacha funcionaba con 12 duchas, número que ha bajado a seis en esta visita. Todo lo demás sigue intacto: la imagen de una virgen en las gradas, la loza blanca, las puertas rojas, el anuncio de “PROHIBIDO ORINAR”, los espejos… 

—Hora… —dice alguien mientras golpea la puerta. Salgo del trance del recuerdo y el agua se despide hasta una próxima vez.

Una vez fuera, terminé de peinarme y me quedé viendo por la ventana los edificios de la Manco Capac. Desde mi posición podía ver el ingreso del hotel Italia, esa infraestructura vieja de la que no queda nada y que en su superficie se construyó un centro comercial, uno que contrasta con sus vecinos de la cuadra.

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Este texto forma parte del especial El culto de mi barrio