El toque (in)humano
Son las 08:34 de un jueves de invierno. Es una mañana particularmente fría. No hay muchas almas vagando por las calles, ni siquiera en el kilómetro cero de La Hoyada. Estoy parada en la puerta de la Catedral, en las gradas. A mi lado izquierdo, están sentadas un grupo de mujeres con sus awayos, mascando coca y escuchando música. Su pegadiza chicha de fondo ameniza mi aburrida espera. Nada parece romper la rutina: los Colorados de Bolivia y algunos infortunados cabos están parados en la puerta del Ex Palacio de Gobierno, congelándose; las caseras de la plaza Murillo abren lentamente sus pequeños kioskos; hombres y mujeres con maletines caminan apresuradamente por las aceras empedradas; hasta las palomas, que ya se encuentran despiertas, recorren el cielo, salpicando la ciudad de blanco. En medio de esa imagen cotidiana −en un recodo, en realidad− salta a la vista un mendigo.
Recuerdo que cuando era niña algunas veces me detenía al escuchar las súplicas de estas personas y pedía a mi madre unas cuantas monedas para regalárselas. No puedo precisar el porqué de la caridad tan espontánea, quizás por la empatía que acompañaba mi inocencia o por la recompensa moral que otorgaba el “dar” a los que nada tenían, no lo sé. Mas, con el transcurrir de los años, la empatía se esfuma y la mendicidad se normaliza; aquellos desgraciados se convierten en un ornamento más de nuestras caóticas calles. Así, en calidad de ornatos no deseados, son deshumanizados hasta reducirse a meros rostros anónimos demacrados; rostros que nadie recuerda, que muchos ignoran y que no pocos desprecian.
Esa misma mañana, en mi trayecto hacia la plaza Murillo, había observado a otras personas que podrían incluirse bajo el apelativo de mendigos: una anciana de pollera, dos músicos ciegos tocando el bombo y la quena, una pareja de venezolanos intentando cambiar sus inservibles billetes por algo de comida e incluso una wawa bailando al ritmo de su charango. No había nada de especial en aquellos adornos vivientes. Preocupada por el hecho de que iba a llegar tarde a mi cita, rebasé rápidamente a aquellos “no-humanos”, mirándolos de soslayo.
Sin embargo, el mendigo que observo supera −en mi mente− la condición de mero ornamento. Después de algunos segundos de duda, decido confiar en mi instinto y me acerco discretamente hacia el hombre. Con cierto temor de que él descubra mi afán por comprenderlo, me agazapo detrás de un auto estacionado para observarlo mejor.
El hombre se encuentra parado en la esquina entre la Comercio y Junín, extendiendo la mano. Hay como unos siete metros de distancia entre nuestros cuerpos. Tengo deseos de estar más cerca, pero no me atrevo a aventurarme algunos metros más. Olvido mi cita pendiente y concentro toda mi atención en él. Lo primero que salta a la vista es su edad; con base en las arrugas de su cara, que son visibles a la distancia, calculo que debe rozar los setenta años. Su piel color bronce, clásico denominativo arguediano, se encuentra p’aspada por el sol y el frío. No es muy alto, pero tampoco es bajito, a pesar de encontrarse ligeramente encorvado. Un gorro con estampado de camuflado verde protege su cabeza del frío. Está vestido con una chompa de lana, llevando encima un viejo saco café. Un pantalón de tela negro cubre sus piernas y unas abarcas adornan sus pies. Sostiene una muleta con la mano izquierda.
Primera observación: el sujeto está de pie. La mayoría de los mendigos suelen pedir limosna estando sentados o arrodillados; el estar de pie es un acto de osadía, a mi parecer. Segunda observación: el sujeto no se sirve más que de su sola mano para realizar su oficio. En vez de utilizar un sombrero o una taza de metal, como suelen hacer los de su “gremio”, extiende su huesuda mano desnuda para implorar por algunas monedas. Tercera observación: la pierna que debería estar lesionada, en realidad no lo parece. No veo caminar al mendigo, pero me da la impresión de que no necesita la muleta para sostenerse en pie. Por supuesto, esta última observación es solamente una suposición que no puedo desmentir o afirmar.
Algunos minutos después, me doy cuenta de que el mendigar no solamente consiste en extender la mano, sino que es toda una combinación de palabras, gestos y sentimientos. Me encuentro muy lejos para poder escuchar las palabras que salen de su boca, pero puedo descifrar en sus labios un “por favor, waway, rigalame” que profiere cada vez que alguien pasa por su lado. Además de jugar con las palabras, también lo hace con el gesto. Su mano derecha, que extiende en actitud supinadora, se mueve al compás de sus labios; cada frase termina con una sacudida del brazo y un ligero temblor en sus dedos. El mendigo no solo se vale de su labia y mano, todo su cuerpo es el que implora por una moneda. Aunque con algunas variaciones, el gesto es siempre el mismo: da un paso al frente y se tambalea ligeramente, después profiere una súplica lastimera, que está sincronizada con el subir y bajar de su brazo, el temblor de sus dedos y el ligero derrumbe de su cuerpo. Para coronar el acto, dispara una mirada vidriosa que persigue –y perturba− a la presa mientras se encuentra en el radio de acción del hombre. La combinación de palabra, gesto y sentimiento, a pesar de no ser efectiva el cien por ciento de las veces, es un espectáculo maravilloso. Mendigar es un arte. Ese mendigo, en particular, es un talentoso artista.
Me emociono al descubrir algunos aspectos referentes a la forma de ejercer ese oficio y continúo mirándolo. El mendigo es selectivo, no implora piedad a cualquier transeúnte. Me cuesta un poco descubrir los filtros que utiliza, pero creo descifrar algunos parámetros. Las señoras y las jóvenes son sujetos de sus súplicas, aunque a veces los jóvenes que no van vestidos tan formalmente también lo son. En síntesis, a cualquiera capaz de sentir compasión. El mendigo es capaz de percibir el grado de prisa que irradia cada transeúnte. Por tal razón, nunca pide monedas a aquellas personas que caminan muy rápido o cargan muchos bultos. No puedo estimar cuánto tiempo lo he observado, pero en ese lapso, tres personas se detienen para darle monedas o algo de comida.
Sigo al acecho y veo transitar a una señora de mediana edad, acompañada por un anciano que podría ser su padre. Ambos conversan, tomados del brazo y sin prisa. El mendigo los identifica como posibles dadivosos. Antes de que el espectáculo comience, la señora, después de mirar por una fracción de segundo a su supuesto padre, suelta el agarre y se separa de él. Una mirada bastó para que ambos decidieran qué hacer: rodear al “obstáculo”. El acto comienza. Mientras el mendigo realiza su brillante rutina, ella va por delante y su padre por detrás; rodeando al hombre cual río a una piedra. El paso de la dama es constante; su rostro, inmutable. A la mitad del camino, la señora posa suavemente su mano sobre el hombro del mendigo mientras continúa andando. La mano, en vez de apartarse rápidamente, se queda ahí hasta que le es físicamente imposible permanecer debido a su ritmo firme. Ni una mirada de pena, ni una palabra de consuelo, ni una mísera moneda.
El mendigo y yo estamos perplejos. Han pescado desprevenido al artista y al ojo curioso que todo intenta ver. La señora se aleja como si nada hubiera pasado, pero el mendigo y yo seguimos su rastro. Tal es su grado de sorpresa y confusión que el mendigo gira su torso entero para observar mejor. Durante mucho tiempo permanecemos en la misma situación: él mirando a la señora que ya no se encuentra ahí y yo mirándolo a él mirando. Posiblemente alguna de las personas que se encuentra sentada en las gradas de la Catedral me mira mirando al mendigo, como un teatro dentro de otro teatro. El toque de la señora nos confunde de sobremanera; demasiado seco para ser un consuelo, demasiado largo para ser un error, demasiado tacaño para ser piedad. Por más que continuamos observando su estela, no encontramos el motivo de su accionar. Al darse cuenta de que había perdido a otros potenciales samaritanos, el artista se recompone y reanuda su labor. La turbación producida por ese toque se percibe en sus movimientos; es más torpe que antes al pedir limosna. Sin embargo, este letargo desaparece entre rutina y rutina.
Muchas preguntas rondan por mi cabeza ¿Qué significado tenía aquel toque en el hombro? Fue un toque seco, sin duda, sin asco, sin afecto. ¿Había sido un signo de empatía? La actitud, el paso constante y la mirada, siempre hacia adelante, de la señora decía todo lo contrario. ¿Fue por inercia, por compasión o por confusión? ¿Cuál fue el motivo que la llevó a tocar al triste mendigo? No encuentro respuestas, aún no las encuentro. Mientras miro al mendigo, me pierdo en mis cavilaciones y medito sobre lo sucedido.
Mis reflexiones dan un giro súbito y se enfocan en la otra cara de la moneda. Algunos transeúntes aceleran el paso al advertir a un mendigo cerca suyo, quizás porque aún poseen un poco de sensibilidad humana y les incomoda la ceguera que están a punto de fingir. Pero son muchos, somos muchos, los que, con semblante de piedra, pasamos de largo sin inmutarnos. La indiferencia de la mujer cala en mi mente. A pesar de que haya tocado un hombro humano, el gesto fue el mismo que el realizado cuando se toca un objeto. Si es que existe el arte de mendigar, también existe el arte de no-dar o de ignorar.
Creo que he mirado al mendigo por demasiado tiempo, tanto que he arrojado por la borda mi sigilo. De pronto, nuestras miradas se cruzan. Me ha descubierto, sabe que lo observo. No aparto la mirada; él no baja la cabeza. Después de algunos profundos segundos, el mendigo se ajusta la gorra y vuelve a fungir su papel de artista desgraciado.