Succession: cómo deletrear 1 %

Succession es una serie bastante exitosa. En un mundo en el que el consumo de productos audiovisuales cada vez es más rápido y olvidable, es el tipo de serie que mantiene cierta cantidad de público a lo largo de los años. ¿A qué se debe esto? ¿Son los personajes, los conflictos y cómo se desenvuelven estos, los recursos audiovisuales empleados? ¿El armonioso diálogo entre todos sus elementos? En este texto, Adrián Nieve se lanza a hablar de ella, a propósito de la reciente bomba del Barbenheimer, vinculándola también (porque ¿por qué no?) con algo que para muchos resulta un proceso casi traumático: la tesis.

Al principio no lo veía, lo admito, no sabía qué era eso que todo el mundo amaba de Succession, el show sobre las comedias y tragedias de la familia Roy, gringos multimillonarios a la cabeza de un conglomerado de medios conservador y tradicionalista. Me sonaban al tipo de gente que no perdería un segundo leyendo un libro o acariciando un perrito, por lo que mi —no tan firme— decisión fue ignorarlos. 

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La gramática cinematográfica de Sucession permite proponer diálogos intertextuales con otros productos audiovisuales a partir de su profundidad. / Fuente: The bug enjoyer.

Pero es HBO, esos no suelen sacar malos shows; además, la gente de mi entorno simplemente no quería callarse al respecto, así que cedí un poco y decidí verla mientras trabajaba en la tesis que procrastiné por más de diez años. Succession (Jesse Armstrong, creador, 2018) era mi ruido de fondo, la serie a la que ponía play y apenas veía cada episodio, absorbiéndola más como si fuera una radionovela porque, después de pagar más de diez mil bolivianos para poder al fin presentar mi tesis, toda mi atención tenía que estar abocada a mi investigación y no a una serie sobre las peleas de poder de un grupo de gente horrible que se secan las lágrimas con el rostro de Benjamín Franklin. 

Mala idea. Para la tercera temporada estaba tan enganchado que el ruido de fondo era mi tesis, la cual tecleaba sin apenas mirar la pantalla, mientras no me perdía detalle alguno del show en otra. Estaba seducido, pero seguía sin poder identificar qué es lo que hace a Succession una serie tan atrapante. 

Y es que este sí es un show sobre gente horrible, sobre un padre abusador y sus hijos traumados, todos desconectados del mundo, y cuyas preocupaciones superfluas tienen consecuencias reales. Es la clase de ficción que se siente tan real que duele. Y no porque sea difícil conectar con los dramas de gente que almuerza con más dinero del que podrás recaudar en dos años —si eres de la clase media para abajo—, o porque no entiendas nada de los tecnicismos que lanzan en la serie a menos que seas uno de esos mamones aspirantes a empresario; si Succession es una ficción que duele por realista es porque retrata la clase de miserias a las que la gente se rebaja en la búsqueda de poder. O, dicho de otra manera, se siente como cuando se muere la abuela y te enteras que tus familiares habían sido unos cretinos cuando comienzan a pelear por quién heredará sus terrenos. 

Y al principio, porque la serie era más una radionovela para mí, estaba convencido de que ese era el gancho: los personajes, pues son uno de los puntos más fuertes de la serie creada por Jesse Armstrong. Un montón de niñatos mimados y cretinos que, de algún modo, te terminan importando. No sé si es porque no queda otra más que apoyar a alguien en las peleas de poder que retrata el show o porque vivimos con un síndrome de Estocolmo tan grande que estamos dispuestos a amar a versiones ficcionalizadas del muy real 1 % que vive a costa de vernos como carne de cañón.

Mi primera teoría fue que, si los personajes son tan geniales, además de la forma en que están escritos, es por las brillantes actuaciones de un elenco que sabe que el poder de esta serie no está en la trama shakesperiana, ni en los diálogos de negocios que solo entienden los mamones, sino en el subtexto. Está en cada una de las decisiones que toman los personajes, en la forma de hablar, de moverse, en cómo reaccionan, de qué cosas se ríen y, encima de todo, en qué momentos se quiebran y cómo lo hacen; el poder de la serie está en los diálogos, los monólogos, en la mera trama. 

Por eso tuve que volver a ver la serie. Esta vez con la tesis ya terminada y lista para ser defendida, sin otra preocupación que, de no aprobar esa defensa, estaría tirando al caño dinero que me tuve que prestar (y que todavía no sé cómo voy a devolver). Igual me senté feliz para, pacientemente, mirar todo de principio a fin, esta vez fijándome en las sutilezas de las actuaciones, pero también con el final en mente, como para ver si todos los giros de trama eran coherentes con lo que vimos desde el episodio uno. 

Y, para qué mentir, esa es otra gran fortaleza de Succession: siempre nos dijo lo que iba a pasar. En ningún momento se nos mostró a los niños Roy como algo más que idiotas malignos que han crecido con tantos privilegios monetarios que desarrollaron un tremendo potencial para causar destrucción, cosa que numerosas veces hacen. Kendall (Jeremy Strong), Shiv (Sarah Snook), Roman (Kieran Culkin) y hasta Connor (Alan Ruck), todos siguen siendo niños que juegan a ser adultos, ciegos porque no quieren ver qué tan hundidos están en sus traumas por ser los hijos de Logan Roy (Brian Cox), un hombre distante, cruel, que también es una víctima de un abuso peor, cuyas cicatrices nunca muestra a sus hijos porque no quiere ser débil, porque para él lo glorioso de ser un dios para su prole, esos parásitos, es que sigan bailando alrededor suyo solo para recordarle lo grande que es.

Desde el primer episodio se hace obvio que todos los niños Roy quieren ser maltratados, pero no por cualquiera, solamente por su papá. Y que su papá los maltrataba porque nunca estuvieron a su altura, porque nunca fueron capaces de demostrarle que no son más que un grupo de mocosos mimados con delirios de grandeza. Y esto se nota incluso en el resto de sus relaciones, particularmente las que tienen entre ellos. Los niños Roy eligen repetir el ciclo de violencia que los traumó originalmente y es por eso que nunca están satisfechos, es por eso que al final de la serie todos terminan, de una manera u otra, total y completamente solos. 

Fue entonces que, mientras preparaba las diapositivas para la temida defensa de mi tesis, solo podía pensar que la trama de una serie así ya ha sido vista mil veces en la ficción y la no ficción, incluso los dramas y motivaciones de los personajes han sido utilizados hasta el hartazgo por todos los y las fans dogmáticos de Shakespeare desde que este se hizo popular, allá por el siglo XVII. Obviamente trama y personajes son parte importante de lo que obsesionó a la audiencia que vivió en carne propia las desventuras de los niños Roy, pero no es lo que hace a Succession buena. 

“¿Entonces qué es?”, me pregunté.

La respuesta recién me llegaría mucho tiempo después, con la tesis ya defendida y bien aprobada, al final de aquel julio loco en que la gente halló una nueva obsesión en Barbenheimer, es decir la experiencia de ver los filmes Oppenheimer (2023) de Christopher Nolan y Barbie (2023) de Greta Gerwig. El primero, una muy buena biopic que retrata a un hombre controversial y cómo los intereses políticos pueden valerse de lo que sea para crear caos y destrucción que nos acercan, minuto a minuto, al omnicidio, es decir el fin del hombre a manos del hombre; mientras que la segunda es una película del estilo “los dolores de crecer” que, con chistes caricaturescos y crítica social, retrata la experiencia de ser mujer en la sociedad moderna, deletreando lo que significa para ellas vivir en el patriarcado.

Justo antes de verlas comencé mi tercera vuelta a todo Succession, porque las obsesiones son así: se apoderan de tu mente, son como una tonadita molesta y pegajosa que no puedes olvidar, son una manera masculina —casi tóxica— de amar, como si el doctor te dijera que tienes diabetes y lo primero que hicieras fuera zamparte una caja entera de tus donas favoritas.

Fue ahí que me golpeó. Con todo lo buena que es, Oppenheimer sigue siendo un poco obvia, un poco suave, nada morbosa y hasta justificadora de lo injustificable, mientras que Barbie, con todo lo divertida y útil que es, a ratos se siente forzada y a otros demasiado deletreada en sus diálogos. Ambas son películas increíbles que todos deberíamos ver, pero fue gracias a ellas que me di cuenta que la ganadora del Barbenheimer debería ser Succession

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“Desde el primer episodio se hace obvio que todos los niños Roy quieren ser maltratados, pero no por cualquiera, solamente por su papá.” / Fuente: HBO.

Porque (casi) todo lo que intentan hacer estos dos productos cinematográficos en sus muy diferentes estilos y temáticas, Succession lo hace de forma más sublime a lo largo de sus cuatro temporadas. Ese análisis a la historia norteamericana y sus estructuras, así como la crítica al juego político por cómo este tuerce la humanidad que vemos en Oppenheimer, está en Succession. O la crítica al patriarcado, al corporativismo y el rol de los poderosos para que el papel de la mujer en la sociedad actual se mantenga en un sitio deplorable que propone Barbie, todo eso es representado de una manera más descorazonadora en la historia de los cándidos niños Roy y su padre desalmado.   

La gran diferencia está en cómo cada producción maneja su gramática cinematográfica, es decir, todos los detalles técnicos y visuales de los que se vale un producto audiovisual para narrar sin palabras, o sin que un personaje tenga que hacerlo explícito en uno de sus diálogos. Toda película o serie tiene una, pero se ha hecho muy raro encontrar producciones pipoqueras —léase que buscan audiencias masivas— que se animen a apostar por un lenguaje netamente audiovisual. El resultado: producciones caras y masivas, llenas de efectos especiales, filmadas de la manera más rápida y eficaz posible, sin mucho juego visual y más bien con demasiados planos y transiciones obvias, siempre retratando historias predecibles o con giros de trama sosos.

Un ejemplo perfecto de ello es el Universo Cinematográfico Marvel o la saga de Rápidos y Furiosos. Pueden ser películas y series muy entretenidas, pero visualmente ninguna tiene mucho para dar. Y, en cierto modo, a no ser que estés muy compenetrado con los personajes, la gran mayoría son olvidables. 

Oppenheimer y Barbie tienen muy buena gramática cinematográfica. Con Gerwig y Nolan al mando de cada una, era muy difícil que fueran productos mediocres, como la mayoría de las producciones pipoqueras. Ambos son cineastas que han trabajado duro para llegar a donde están y que han encontrado sus respectivas voces y temáticas. Entonces, ambas películas no exploran nada nuevo, al menos nada que no hayan explorado en sus anteriores producciones, solo que ahora lo hacen a través de un científico torturado moralmente y una muñeca con crisis existencial. Pero, por ser blockbusters pipoqueros, tenían que mantener su gramática cinematográfica simple.  

La de Succession, en cambio, es una de las gramáticas cinematográficas más sorprendentes de años recientes, no porque revolucione nada, sino porque se anima a invitarnos a leerla, sin deletreárnosla. Y es que no estaba loco al pensar que el subtexto es lo que hace de Succession una serie valiosa, pero faltaba aclarar que no es precisamente por su trama y su desarrollo de personajes solamente, sino por atreverse a crear una producción donde los detalles más importantes de la historia son presentados a través de la gramática cinematográfica.  Quizás no está al nivel de Breathless (1960), Arrival (2016), Mad Max Fury Road (2015) o Citizen Kane (1941) en ese apartado, pero igual es bastante sorprendente para una serie popular en estos tiempos. 

No solo hay que ver Succession, también hay que mirarla, hay que leer los detalles, los de los personajes, sus actuaciones, pero también de cada pequeña cosa que pasa. Todo significa algo, hasta la frase más casual emitida por el extra menos vistoso, hasta los desenfoques de la cámara, los movimientos de la misma o la quietud, los silencios, los gestos, la música, las duraciones, todo es parte de un chiste muy oscuro del cual solo se ríen quienes logran leer entre líneas y aprenden a burlarse de lo trágico.

Cuando pasan todas estas cosas, la cámara elige mostrar a los personajes principales y secundarios, sea con desenfoques, o movimientos torpes, o incluso con el pulso más perfecto, estable y lentamente acercándose al rostro de un ser horrible que acaba de meter la pata y que ya está pensando en cómo disimular que todo está bien. Este caótico estilo de la cámara, tipo documental, que adopta la serie, obliga a los actores y actrices a trabajar no esperando el corte y la edición, sino como en una obra teatral, como si todas las miradas pudieran estar puestas en él o ella en cualquier momento. Absoluta inmersión, control total de sus expresiones y movimientos, un profundo conocimiento de quiénes son sus personajes y quiénes creen ser sus personajes para que cada escena revele algo de las motivaciones que los mueven.

Entonces dejó de parecerme raro que tantas personas estemos obsesionadas con este grupo de gente perteneciente al 1 %, ese grupo que es élite solo porque supieron amasar y mantener ridículas cantidades de dinero. Dejó de parecerme raro que tanta gente empatice con lo patético que es Kendall, lo perverso que es Roman —ese bufón shakesperiano, ese trickster de la literatura gringa—, lo machista que es Shiv, o lo pisable que es Tom, porque más allá de que todos los humanos somos así, Succession lo expresa bien. Logra comunicar algo complejo de forma sutil. 

Se suele creer que la comunicación nos une, pero eso no es del todo cierto. O, bueno, lo es hasta cierto punto. Como dijo Stephen Fry, una verdad mal expresada se vuelve mentira y, por lo mismo, lo más común es que la comunicación, el lenguaje, nos divida. Que, en los malentendidos, en lo mal expresado, nazcan desencuentros y rencores. Y eso es precisamente lo que les pasa a todos los personajes de Succession: son gente egoísta o traumada que no sabe cómo comunicarse, están constantemente a la defensiva, intentando prevalecer por encima del Otro, mintiéndose entre ellos y a ellos mismos, ocultándose de las miradas, pero buscándolas de todas formas. Constantemente arrancándose lo ojos para no enfrentar la realidad. Pero, su historia está narrada visualmente y de tal manera que todos, si prestamos atención, podemos ver lo transparentes que son.  

Y eso nos gusta. Quizás porque es difícil encontrar tanta claridad en nuestras propias vidas, nuestras realidades en las que sacas tu tesis con la promesa de que, una vez puesta la notita de la defensa, toda ha terminado, pero no. No es así. No solo la universidad te sale con que tienes que hacer no sé qué pagos más para sacar tu título, sino que después se asienta lo real: somos el 99 %, la minoría, los que nunca seremos multimillonarios, los que se van dando cuenta que heredar un terreno ya no es lo que era antes, los que vemos Succession para empatizar/odiar/conocer/reírnos del enemigo, del 1 %, ese grupo de gente que con un chasquido pueden despedir a cientos, a miles, solo para perpetuar su hambre de poder. Esos que no nos mirarían dos veces si se toparan con nosotros o, de verse obligados a reconocernos, no nos considerarían gente de importancia.

En Succession los vemos sufrir como a cualquier otro ser humano y hasta nos damos el lujo de tenerles pena. No hay mejor definición de lo sublime, excepto quizás esa breve alegría, llena de huecas esperanzas, que viene con una buena nota al aprobar tu tesis. 

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