El tren detenido
Es junio del 2016. Un amigo me invita a dar una serie de conferencias en la Universidad de Bielefeld, estoy en un congreso en Lovaina, no dudo en aceptar. Aunque la distancia no es muy grande, el desplazamiento implica invertir precioso tiempo que podría dedicar a visitar otras ciudades: cinco horas y cuatro transbordos. Acepto, sé que no hay nada más agradable que desplazarse en tren por Europa.
El viaje comienza en las primeras horas de la tarde. En el camino, como siempre, procedo con mi agenda de viajes: leer, escribir mi diario de observaciones cotidianas, tomar fotos, escuchar música, mirar el paisaje. Todo sucede según lo previsto, la puntualidad caracteriza a esta parte del mundo; solo faltan diez minutos para llegar a Bielefeld, cuando repentinamente la enorme máquina se detiene bruscamente en medio de la nada. No entiendo qué sucede. Escucho instrucciones en alemán, imposible de decodificar para mí. Pregunto a un pasajero que habla francés y me comenta que hay un problema serio de electricidad y por lo tanto esto da para largo. Cierto, todo el sistema eléctrico va cediendo paulatinamente: primero las pantallas, luego las luces, por último los motores. Solo quedan los tímidos ventiladores. La gente se para, da vueltas, reniega, pero nadie hace un berrinche mayor, reina un clima de resignación pasiva.

Unos minutos más tarde llegan trabajadores con chamarras de color naranja fosforescente atravesando el campo, nos miran, se fijan con detenimiento en el techo de nuestro vagón. Luego policías con similar chaleco se acercan y nos toman fotos desde afuera, me siento observado, como en vitrina. Los pasillos los recorren más uniformados fuertemente armados. Corre el tiempo, intento distraerme, escribo más, leo más, no entiendo nada, solo me queda claro que esto es serio. A las dos horas de vacío, anuncian que todos los baños están bloqueados, fueron usados de tal manera que ya no aguantan más, están sucios. No hay cómo impedir el ingreso de los pasajeros, así que improvisan una cinta con servilletas de papel que indican prohibido el ingreso. Empiezo un diálogo con otro pasajero que habla un inglés tan malo como el mío, que me confirma que los cables transmisores de corriente en el techo se quebraron. Me acerco a la ventana para corroborar y los veo tirados, hechos trizas. Una voz indescifrable vuelve a tomar la palabra, otra vez en alemán, solo entiendo “26 minutos…”.
A las tres horas de espera se agota la fuente de energía: no hay luz y los últimos ventiladores que todavía daban un poco de aire, dejan de funcionar. El silencio en un lugar cerrado me permite escuchar todo, desde las respiraciones de los demás hasta cómo alguien arruga un pedazo de papel. La gente bate las revistas cual abanicos. Un pasajero pregunta, en inglés con acento francés, al policía en tono irónico: “¿qué están esperando para abrir la puerta? ¿o alguien se tiene que desmayar?”. La autoridad demudada apenas atina a decir que en poco tiempo se resolverá. Ante la insistencia, el policía explica que no pueden abrir la puerta porque está encima del cable roto, pero si alguien se siente mal puede desplazarse al vagón del frente que sí tiene una entrada de aire. Rápidamente pasa una señora con rostro de angustia.
Empiezo a sentirme como en el cuento de Cortázar “La autopista del sur”, cuando el tráfico se detiene y se forma una comunidad efímera entre los conductores. Ahí, encerrados en el vagón, se crea una complicidad colectiva, cada uno asume un rol y aparecen nuevos personajes: el que habla fuerte, el que se enoja, el que hace chistes, el tímido, el que se clava en su lectura. Afloran los grupos lingüísticos, como la mayoría son alemanes, hacen chistes e intercambian entre ellos; los de otras lenguas establecemos diálogos más operativos, compartiendo información práctica.
Entre que intentan resolver el tema, vienen a mi mente muchas imágenes, desde aquella más jocosa contada por Cortázar que acabo de evocar, hasta el filme –también alemán El experimento (Oliver Hirschbiegel, 2001)–, en el cual se invita a un grupo de personas a una cárcel para vivir los roles de policía y prisionero con resultados sorprendentes. Además, recuerdo alguna inquietante película de la que olvidé el nombre, en la cual el personaje queda atrapado en una cabina telefónica de donde no puede salir y al final se da cuenta de que era una trampa mortal. Sí, empiezo a divagar sin rumbo, entre lo lúdico y lo siniestro. Las preguntas más absurdas y disparatadas recorren mi mente: ¿y si se tratara de un atentado terrorista? ¿y si hubiera algún virus en el tren y nos deben dejar en cuarentena? ¿y si hubiera alguna razón oculta que no quieren revelar para no generar pánico?
Cuando pasan tres horas, en un clima de total improvisación, las autoridades deciden que podemos salir del tren, enviaron finalmente otro. Las cuestiones más básicas son un problema, reina la incompetencia: un funcionario intenta sacar una escalera para poder descender del elevado convoy, pero no sabe cómo hacerlo, se hace ayudar por un pasajero. Dicen que solo reciben entrenamiento para este tipo de casos una vez al año y lo olvidan con facilidad por la falta de práctica.

Al final nos suben a otro convoy en una operación relativamente complicada y lenta. Cuando me puedo sentar de nuevo y arrancamos, me pongo a pensar en la incapacidad de improvisación de una cultura tan establecida y protocolar como la alemana. Imagino que frente a un incidente como ese, en Bolivia se hubiera resuelto de muchas otras maneras; en Alemania tuvieron que seguir rigurosa y rígidamente un procedimiento que imagino fue estudiado con minuciosidad y que es imposible de transgredir. Cero iniciativa fuera de la norma, ninguna opción de innovar para resolver lo inesperado. El resultado: la ineficacia absoluta, estábamos a 10 minutos de la estación, llegábamos caminando en menos de tres horas de encierro.
Y entre que las ideas y razonamientos fluyen, llego a Bielefeld a las once de la noche, cuando el plan era hacerlo a las seis de la tarde. Por suerte, mi paciente y educado colega receptor no desesperó y todavía me está esperando.