Laurence Debray contra la sopa
Hace unos meses dio mucho de qué hablar la cuidadosa lectura que hizo Alfonso Gumucio Dragón sobre Hija de revolucionarios, un libro escrito a los cuarenta años por la hija de Régis Debray, Laurence.
Como yo misma soy hija de revolucionarios, y nuera de revolucionarios exiliados, los recuerdos de Débray padre andan un poco entremezclados con el entramado familiar. Gracias al cielo a mí no me mandaron a hacer un campamento con los pioneros de la revolución en Varadero, como le pasó a Laurence, ni me sometieron a otras indignidades en nombre de la revolución.

Lo que más me llamó la atención (“y seguro no era para tanto”, dirán algunos) es la aversión que le tuvo en el recuerdo Laurence a la comida boliviana. La llamó “espesa, aburrida y en base a tubérculos” y ahí me ofendí profundamente porque, sin la sopa, ¿qué somos los bolivianos?
Comer sopa era una tortura de chicos porque era obligatoria. Una llegaba a la casa de la abuela de turno y sabía que el olor a caldo en olla y perejil picado le golpearía la nariz, y se irritaba porque tenía hambre y no le iban a dar nada hasta el almuerzo, empezando ceremoniosamente con un caldo y un pedazo de pan antes de llegar al “segundo”. En nuestro imaginario nacional, la sopa estaba siempre primero.
No fue hasta la universidad y sus tristes sopas de pensión que me di cuenta cuánto habían influido en mi estómago el brebaje familiar. Comía ensaladas del buffet para llenarme y aun así vivía con hambre, porque simplemente no las hacían como en mi casa. Recordaba con nostalgia la sopa de ch’anka, el chankao de pollo con ají amarillo, la de papalisa, la sopa de maní amarilla y finita que se servía con papas fritas y también la blanca y espesa que se servía con macarrón. Hasta extrañaba la crema de verduras con queso rallado encima.
Luego, para mi desgracia culinaria, me fui a la Argentina, donde tampoco hay sopas. Extrañaba la comida y las sopas de mi tía, y le escribía cartas llenas de nostalgia y de recetas. Tuve que ingresar a la escuela gastronómica casi en defensa propia, para de una vez aprender a preparar lo que quisiese sin depender de pensiones ajenas ni otros azares de la suerte.
Y aprendí de fondos claros, consomés y otras berenjenas, pero de las sopas de mi infancia, nada de nada. Cuando me casé, volví a Cochabamba gracias a mi suegra, y también gracias a su familia, reconocí por fin en los almuerzos a las verdaderas sopas: la de papapica, -con papa rallada-, la variación de chankao con habas y cebolla de verdeo, las sopas nacionales como el tradicional chairo con hierba buena fresca picada, la qala phurk’a con una piedra hirviendo dentro del plato; comimos infinitas lawas de maíz y, ya viviendo en La Paz, probé además sopas de quinua y de wallake.
En Santa Cruz y en los Yungas, aunque haga calor, también hay sopas. De plátano verde, de arroz, de piraña. Hay platos espesos y ensopados que no son sopas propiamente por la enorme cantidad de carne que tiene en el plato (como el fricasé o el menudito), pero que comparten con ellas las largas horas de cocción y sus gestas volcánicas en ollas enormes.

Laurence, ¿cómo no te van a gustar las sopas? ¿Quién te habrá invitado a almorzar, qué sopa desangelada te habrá dejado un recuerdo tan nefasto? Cada familia tiene su sopa tradicional, su forma de presentarla, sus acompañamientos pues la llajua es para un capítulo aparte. Cada almuerzo es una gesta épica y, a veces, por las prisas, no se cocinan excepto los fines de semana. Hay sopas claras para comer cuando se está enfermo y sopas con locotos chamuscados para despertar el apetito. Hay sopas elegantes para recepciones y sopas tan famosas (como la de maní hecha a la leña en olla de barro, de doña Barbarita en Tarija) que se acaban antes de las 11 de la mañana. Tomar sopa es tomarle el pulso a la gastronomía nacional, cada tazón es un viaje, y no tomarlas implica estar picoteando cualquier cosa a las cuatro de la tarde.
Las sopas nos unifican, se sirven en los agachaditos con cuchara de latón, en los restaurantes finos envueltas en servilleta de tela, resuenan en todos los platos a medio día. Imagínense, por favor, que los recuerdos de Laurence impliquen solamente mala comida y el asesinato del Che Guevara… ¡es terrible! Ojalá tengamos la oportunidad, alguna vez, de tomar una buena sopa de trigo y conversar al respecto las dos, hijas como somos de revolucionarios.
La Paz, 29 de junio de 2023