El Chueco en el Chaco IV
Ahora eres patria, Chaco,
de los muertos sumidos en tu vientre
en busca del alma que no existe en el fondo de tus pozos.
Enciende tu cigarro, hermano muerto
en las pálidas llamas de este infierno.
“Terciana muda”, Augusto Céspedes
Lluvia de cañonazos en Nanawa
Es la mañana del 8 de marzo de 1933.
El corresponsal de El Universal llegó a las líneas bolivianas frente al fortín paraguayo de Nanawa algunos días antes, el 3 del mismo mes.
Se encuentra en el campamento del ya destacado Regimiento Lanza de Caballería. El Lanza ha participado activamente desde el inicio de la guerra, enviando destacamentos a distintas e importantes batallas. Tropas que precisamente destacaron por la fiereza de los combatientes y la valentía y astucia de los jefes, además de haber participado en la cacería de “Los macheteros de Jara”, un grupo de cuatreros paraguayos con más criterio criminal que militar. La admiración que Céspedes sentía por algunos hombres del Lanza se hará manifiesta crónicas más adelante.
El reporteo se ha demorado en los afanes propios del esfuerzo bélico: casi toda la atención del ejército boliviano se encuentra en el sector de Nanawa, lugar en el que, en enero, algunos meses atrás, se libraron combates intensos y que pararon para un perfeccionamiento de la técnica asesina. Mientras, Kundt va congregando al grueso de sus efectivos frente al cerro de Nanawa, que se levanta imponente en medio del pajonal: una llanura similar a un mar de hierba, rodeada por islas de bosque. Un paisaje casi surreal en la descripción, como la hermosa pesadilla que aparenta ser el Chaco.
Céspedes empieza a recolectar información sobre el fortín, observando el funcionamiento de su cotidianidad y documentándose con antecedentes para poder escribir una especie de introducción histórica. Un prólogo retardado, porque el tiempo de la guerra se impone al tiempo del relato y acaba siendo redactado entre el 28 y 29 de marzo, una veintena de días después de su llegada al fortín. Por lo mismo, la “introducción” carga también la experiencia que necesita aprenderse rápidamente para sobrevivir tan cerca del enemigo. La veremos en su debido tiempo.
La proximidad de “los pilas” le resulta inquietante. Si Villamontes fue su ingreso oficial al infierno verde y pudo atestiguar ahí la evidencia de la locura y la violencia, aún estaba lejos de la amenaza real de las balas paraguayas. Luego, en su paso por los fortines Ballivián y Muñoz, pudo vivir en carne propia la primera gran dificultad de la guerra: el transporte y su eterna guerra con el enemigo principal de este conflicto: el terreno.
Ahora, estando en las trincheras bolivianas frente al monte de Nanawa, siente un poco la respiración de la muerte a sus espaldas, manifiesta en la presencia fantasmal del paraguayo. En algunos puntos de la línea, la cercanía es tal que se puede ver y escuchar al enemigo. En muchos casos, los combatientes intercambian insultos y bromas, como se reporteará más adelante.
La cercanía del enemigo se siente no solo en lo que se ve o escucha de él, sino también en el constante tableteo de las ametralladoras hacia las posiciones bolivianas, y la lluvia de granadas y bombas, a las que el reportero se va acostumbrando paulatinamente.
La cercanía del enemigo se manifiesta también en el efecto sonoro de las detonaciones y disparos que tienen absorto al periodista. Tanto que su reportería no puede obviar un descubrimiento casi filológico:
La vida de campaña ha creado en el Chaco maneras de vivir –también de morir– gestos, modos, estilos y palabras que componen un folclore lleno de interés y a través del que se manifiesta a veces un humorismo extraño. Entre las palabras, una de las más usuales es la “tostificación” mediante la cual se expresa el conjunto de efectos sonoros y mecánicos que producen los disparos de los fusiles, ametralladoras o cañones.
–Ayer hubo una tostificación bárbara en el sector del 16 –se oye decir, al llegar a Nanawa.
–Vaya con cuidado porque este lugar es uno de los más tostificados.
–Esto no es nada, donde ha habido tostificación fue en Campo Jordán.
El término resulta agradable y según investigaciones filológicas que he hecho es invención del capitán Pol.
Pues bien, acaso exageraban quienes manifestaban que la tostificación en Campo Jordán alcanzó proporciones comparables a las de la guerra europea. Esto fue en noviembre. Actualmente la zona más tostificada es Nanawa, a donde el enviado de UNIVERSAL se trasladó de Muñoz el día 2 de marzo, llegando a las líneas bolivianas el 3.
La cercanía del enemigo fascina al cronista. La idea de estar a algunos metros de los soldados paraguayos, prestos a llenarle el cuerpo de plomo, lo mantiene en un estado que mezcla la alerta con la curiosidad, el miedo con la valentía:
Todo es misterioso dentro del monte. Hay una presencia angustiosa que no sabe si está próxima o lejana, pero está, enredada en la maleza y oculta dentro la misma arboleda por donde caminamos.
Recién caigo en cuenta por qué me impresiona esta circunstancia: En el pajonal estamos diferenciados de los pilas. Aquí estamos dentro de una misma unidad, sin separación, cerrados en el mismo monte como dos enemigos en una habitación oscura.
Es la mañana del 8 de marzo, el cronista lleva cinco días en los predios que ocupa el regimiento Lanza en las cercanías de Nanawa. Realiza el reporteo respectivo conversando con oficiales del regimiento. La actividad política de Céspedes permite que sea reconocido por muchos oficiales jóvenes, que serán importantes en el devenir histórico del país y que lo incorporan a su cotidianidad guerrera. Mientras se encuentra conversando con ellos, siente por primera vez la hoz segadora de la muerte pasar muy cerca de su cabeza:
En algunos sitios estos caminos están a la vista del enemigo, especialmente en la zona oeste de Nanawa. Allá, la tarde del 9 de marzo, en momentos que corríamos en el camión los doctores Araníbar, Arce, Eduardo Guzmán y el suscrito, una mina “stoke” estalló sobre el camino a unos 30 metros del camión. El chofer no tuvo más que aumentar la velocidad, para buscar el refugio de la arboleda próxima, en dirección al camino de Agua Rica.
Más adelante, el mismo día, el autor refiere otro encuentro cercano con otro proyectil stoke, granadas explosivas disparadas por morteros desde las trincheras enemigas:
Estos recuerdos los obtenía yo la mañana del 8 de marzo, en el campamento del “Lanza” que no poseía trincheras, sino que vivía en medio de los árboles.
Allí estaban el Chivo Pantoja, feísimo, ingenioso y con la barba rubia y descuidada. Reyes Peñaranda, alto, atlético, mostrando los músculos pectorales a través de la camisa, pulcramente afeitado y tan “poseur” como un oficial de la Legión Extranjera. Estaban también el teniente coronel Suárez que ostentaba una enorme barba rubia y jesucristiana, el mayor Eduardo, sin anteojos, el capitán Busch, Conrado Angulo preocupado en pulir una boquilla de guayacán, Rafael Arze y Antonio Zegarra, desnudo de medio cuerpo y bullicioso como una ametralladora. Estaba también aquel Villanueva que mató a Figari, chaqueño experto, fornido y rubio, mirándome con sus pequeños ojos azules.
En ese momento estalló sobre los árboles próximos el estruendo de un “stoke”. Luego otro. No había otro refugio que la posición horizontal, y con unanimidad nunca vista, jefes, oficiales y soldados se tendieron de cara, al suelo. Después se erguían, se miraban unos a otros, me miraban y a un nuevo disparo se tendían de nuevo. Dos o tres granadas no estallaron. Se oyó cómo rasgaba el proyectil las ramas, pero no la explosión. Nos pusimos de pie.
–Es la primera vez que bombardean a este lado –dijo Suárez.
–Es en honor de nuestro amigo –añadió Pantoja.
–Un recuerdo de esta mañana –dijeron Busch y Reyes Peñaranda apareciendo detrás de los árboles y poniendo en mis manos una granada 75 que había caído a 30 metros de nosotros sin estallar.
Si bien el cronista aún no ha atestiguado una batalla propiamente dicha, los nervios van templándose de a poco con aquel constante intercambio de fuego entre las trincheras. Esa misma noche, y como si se tratara de una travesura, una excursión o un bautismo, Céspedes atravesaría un campo de tiro de artillería paraguaya, bajo una lluvia de proyectiles, con el único objetivo de atender a un festejo en las trincheras bolivianas.
Durante el día la llanura pajosa está despuntada por las balas. Por la noche se la puede atravesar para llegar a las posiciones ubicadas en el pajonal, frente al monte de Nanawa.
Había una luna clarísima. La batería Seleme disparó seis cañonazos a las 9 de la noche, sobre objetivos calculados en el día. “Tomen pilas”, dijo Seleme y luego él, los tenientes Winners y Rodríguez y yo salimos en dirección a las trincheras del batallón de Bernardo Murillo.
Había que atravesar un kilómetro de pajonal en campo abierto. A los veinte minutos de marcha, cuando yo hacía elogios de la atmósfera chaqueña para la plenitud lunar, retumbó el cañón a la derecha. Nos detuvimos.
–¿Un stoke? –preguntó Seleme.
–Muy fuerte ha sonado.
–¡Cuidado! –oí decir.
En un instante el cielo apareció preñado de inquietud. Pareció cargarse de un peso lejano y terrible. De pronto se rasgó en un punto y se abrió con un silbido que se aproximaba perforando la noche.
–¡Tenderse!
Estalló la bomba. Al echarme al suelo tuve tiempo de ver un fogonazo rojo, como la boca de una fragua cuando la sopla el fuelle.
–Ha caído lejos –comentó Seleme.
A mí no me pareció tan lejos, pero los artilleros tienen una medida de la distancia distante a la de los periodistas.
Nuevamente retumbó el cañón.
–¡Tenderse!
Tuvimos que arrojarnos de bruces diez y seis veces. Habíamos entrado a una zona batida por la artillería paraguaya para impedir el aprovisionamiento de la línea boliviana.
La serie de diez y seis bastaba para descomponer en su desarrollo las sensaciones que produce un cañonazo, sus efectos psíquicos de intensidad progresiva. Primero la sensación es auditiva y surge con el brote profundo del disparo de salida.
Luego de algunos segundos nace un estado de expectativa e inhibición durante el cual se densifica el tiempo y toda la esfera del espacio se convierte en una amenaza invisible y callada. El tiempo se acumula y el individuo adquiere una perceptibilidad general, una cenestesia en todas sus células que le hace sentir el peso atmosférico gravitante en alguna parte del cielo. Ese punto entonces se rasga y viene de ahí la angustia acelerada. “Se ve” en décimos de segundo y con todo el organismo la aparición de la granada. Y al meter en ese momento la cabeza entre las pajas y la tierra vuelve a detenerse el tiempo mientras aumenta el zumbido hasta que estalla en pedazos.
Calló la artillería. Recobré la consciencia. Pasó un soldado con un bulto en dirección a la trinchera. La luz de la luna acariciaba el pajonal. Las estrellas limpias, impertérritas.
Reventó nuevamente el horizonte, pero ahora la serpiente silbadora se derrumbó más cerca, levantando una nube de polvo. De en medio del polvo salió el soldadito que había avanzado momentos antes.
–Por milagro no me ha hecho volar, mi teniente.
–¿A qué distancia ha caído?
–Como de aquí, allacito.
Decía esto el soldado cuando se volvió a rajar la bóveda. Algunas esquirlas pasaron zumbando encima de nosotros.
Después vino la calma. Seguimos andando bajo la luna intacta. El polvo desapareció. El cristal del cielo tampoco había perdido ni una estrella.
Frente a Nanawa, 9 marzo.
Estas experiencias quedarán para siempre en los nervios de Céspedes, quien sabrá dosificarlas y utilizarlas para los delirios postraumáticos del sargento Cruz Vargas, en el cuento Seis muertos en campaña:
¡Ah! Yo he oído mucha ametralladora. Confieso que me aterrorizaba hasta morder el suelo para no gritar. Pero después, ya en Campo Jordán, en mi zanja del “Campero”, cubierta de troncos y ramas, me acostumbré tanto que ya no oía los cochinos ladridos. Dentro de mi agujero retumbaban los picotazos de las ametralladoras, los cabezazos del 105 y los ¡plam! de los stokes, pero yo no los oía, sino cuando estaba atento. Pero después, en la enfermería de Puesto Moreno, lejos de la guerra, todos los ruidos depositados en mis nervios despertaban en medio de la noche, me seguían en mi delirio, como si me acompañase el ruido del tren. Oía sin cesar: ta-tá, ta-tá, tatatatá… Ahora ya no. Alguna noche, si tengo mucha fiebre...
¿A dónde iba?... Ya no puedo retener mis ideas. Como si tuviese muchos paquetes en las manos, por coger una dejo caer otras. Son muchas marmitas de agua que hierven rebalsando al mismo tiempo. Es evidente que estoy mal de las ideas de la cabeza. Aquella granada de 105 que estalló a cinco metros de mí en el Siete, me dejó para siempre los sesos cubiertos de tierra. Desde entonces, casi ya no siento mi pensamiento debajo de la frente, como lo sentía antes. Ni en ninguna parte. Mi cabeza es una caja llena de tierra árida, de arena sacudida. Es como el Chaco.
Augusto Céspedes aún lo sabe, pero tendrá que acostumbrar su psique a los sonidos de la guerra y la presencia de la muerte. En unos días reporteará desde la línea, narrando combates en Campo Jordán, como su personaje Cruz Vargas. Aún no lo sabe, pero en unos meses volverá al Chaco, esta vez a matar o morir.
Europa en el Chaco
En sus despachos, Céspedes no puede evitar comparar el desplazamiento de fuego con el de la guerra europea. Es imposible que el cronista lo sepa en ese momento, pero el conflicto chaqueño tomó lugar entre ambas guerras mundiales. La obstinación de Kundt con los modos de la Primera Guerra Mundial, frente a Estigarribia, el comandante paraguayo, y su entendimiento de conceptos que se perfeccionarían y utilizarían en la Segunda Guerra Mundial, serían fundamentales para los resultados en el Chaco.
Tal vez tiene que ver el hecho de que Kundt había luchado y ascendido a general en el curso de la Primera Guerra, combatiendo en el frente occidental, contra Francia e Inglaterra, como se expuso algunas páginas atrás. Un frente en el que los ejércitos se atrincheraron cara a cara y murieron por miles en ataques frontales masivos; solo logrando un mínimo e insignificante movimiento de las posiciones a lo largo de los años del conflicto.
Uno de los más infames episodios de la Gran Guerra es el de la batalla de Verdún, en la que el obstinado general Erich von Falkenhayn concibió como estrategia concentrar la furia y potencia de los ataques a un sector que sería defendido a toda costa, pretendiendo con ello desgastar al enemigo, agotando a sus combatientes y sus recursos. Y eso fue lo que ocurrió en Verdún, convirtiendo en una carnicería el asedio e intento de asalto del ejército alemán a la fortaleza francesa.
La heroica resistencia se sostuvo en la eficiente gestión logística del comandante francés Philippe Petáin. Muy grosso modo la batalla de Nanawa, en los recónditos pajonales del Chaco americano, guarda algunos símiles con la absurdamente sofisticada masacre en la europea Verdún. Muchos autores afirman que mientras Kundt concentraba obstinadamente sus fuerzas en el sector de Nanawa, el jefe paraguayo José Félix Estigarribia atendía eficientemente la red de aprovisionamientos necesarios para una sólida resistencia. De manera aún más grosera puede que este gesto sintetice también la naturaleza del enfrentamiento entre estos dos jefes militares.
También es pertinente el apunte que señala oportunamente que Estigarribia recibió formación de estado mayor en Francia. Con ello, el enfrentamiento en Nanawa –y el Chaco– devendría como una batalla heredera de una enemistad que desangró fuertemente al viejo continente.
Los combates en el sector comenzaron en enero de 1933, cuando el ejercito llevó a cabo un primer intento de asalto, después de una campaña de avances exitosos en el sudoeste del Chaco. Ante la inexpugnabilidad de la fortaleza paraguaya, los nacionales establecieron sus posiciones y se concentraron y distribuyeron frente al monte de Nanawa. Ahí se prepararon para un nuevo asalto, que para los planes del comandante boliviano sería el definitivo. El segundo ataque se llevaría a cabo del 4 al 7 de julio, resultando en la mayor carnicería de la guerra, y uno de los grandes fracasos estratégicos del ejército boliviano.
El paso de Céspedes por las posiciones bolivianas frente al fortín paraguayo se da entre ambos combates. A su llegada –para que el lector entienda la importancia de la presencia del corresponsal en esas trincheras, y el esfuerzo de la masa combatiente nacional– realiza épicas narraciones de aquellos primeros combates. Pero de todas, que no tienen desperdicio alguno, la más relevante para este relato es aquella que da cuenta del esfuerzo de los soldados obligados a cavar sus trincheras bajo las ráfagas incesantes de las ametralladoras.
Las posiciones bolivianas son distintas en forma y estilo, según se arraiguen en el monte o en el pajonal. Pero en esta parte del sud de Nanawa son mucho más duras, tanto por la naturaleza del terreno como por la escasa altura del pajonal y la completa planicie del suelo que tiene el borde de la trinchera continuamente batido por el fuego de las ametralladoras pilas.
“Al tomar estas posiciones el 20 de enero –me dice el capitán Benedicto Valverde– el suelo no ofrecía otra protección que la paja, que las ametralladoras de allá (señalando a Nanawa) cortaban como una hoz. El 21, en pleno combate, se abrieron hoyos capaces de resguardar un cuerpo en posición horizontal. El 21 en la noche se ahondaron un poco más los agujeros. El 22, siempre bajo la cortina de fuego, los fosos daban lugar para que el soldado pudiese permanecer arrodillado y con el tronco inclinado dentro de ellos. Se trabajaba intensamente de noche y a medida que se ahondaban los agujeros y se los unía mediante la zanja, el soldado boliviano iba irguiéndose. Ahora, como ve usted, ya está de pie y puede andar, moverse y dormir en las cuevas subterráneas que cada soldado ha abierto en la pared de la zanja.
(…)
Bajo el sol del fuego que evaporaba el agua de la lluvia caída la noche anterior, tendidos los soldados sobre el pajonal, arañaban la tierra. Al atardecer, cuando se trató de proveerles de agua y comida, se aproximaban hasta ellos los rancheros arrastrándose, pero a cualquier movimiento en el pajonal, la metralla pila concentraba sus fuegos, matando a los proveedores.
Sin agua, sin provisiones, calcinados por el sol, buscando con la cara pegada al suelo algún pequeño charco en que hubiese quedado agua, estos soldados abrieron las trincheras a cuyo amparo viven ahora.
(…)
Pues bien, haber abierto estas zanjas que se extienden varios kilómetros constituye una de las experiencias de fuerza más evidente del soldado boliviano. En su demostración de fuerza, de tenacidad y de audacia esta larga hendidura abierta bajo la sombra de las balas es una penetración de mineros en el suelo tropical, una obra subterránea muy estrecha porque el trabajo es duro y lento, ya que durante el día ni el sol ni la vigilancia de los ojos tuertos de las ametralladoras de Nanawa permiten desarrollar un trabajo activo.
Los soldados me cuentan que, cuando se levantaba la pala para arrojar la tierra por encima de la trinchera, a la cuarta o quinta vez ya se apercibían los pilas y batían esa zona con sus disparos. Me muestran una pala encarrujada de un balazo.
Pero no fue antes con la pala, no fue con el pico. Los soldados bolivianos se encajaron a lo largo del suelo de Nanawa empleando, como pico el cuchillo bayoneta, como pala el plato de aluminio. Con estas dos herramientas han abierto una zanja de tres kilómetros y de un término medio de 1.50 a 2 metros de profundidad.
La habilidad narrativa de Céspedes no escatima recursos en sus despachos, y dosifica de manera magistral los tiempos y sucesos del hecho narrado, que él no ha atestiguado, pero puede imaginarlo tan bien como para describirlo. Lo puede imaginar solo porque ya ha empezado a conocer los horrores de la guerra.
El pozo
Céspedes señala que el trabajo en las trincheras bolivianas es “de mineros”, y no puede dejar de notar con curiosidad una galería subterránea y horizontal que construyen, cual topos, algunos soldados bolivianos. Se trata de un plan que tiene al comandante Hans Kundt emocionado como un niño ansioso por hacerse delatar en un juego de oculta-oculta.
El jefe alemán ha decidido que el movimiento con el que iniciará el asalto a Nanawa será una gran detonación en las líneas paraguayas. Para ello lleva meses construyendo un túnel que llegará hasta la base de las trincheras paraguayas, en la llamada “Isla Fortificada”, extremo que llenará de explosivos que hará explotar antes de su ataque fulminante. O, por lo menos, así lo imagina.
En la revisión del material para publicarlo en 1975, Céspedes adhiere una explicación introductoria antes del texto en sí mismo. A continuación, compartimos partes de la introducción y el texto sobre los soldados mineros en Nanawa:
La presente crónica fue redactada en La Paz, con notas tomadas en el terreno y solamente publicada, con autorización de la censura militar, después que estalló la mina colocada en el túnel que describe, al iniciarse el segundo ataque a Nanawa el 4 de julio de 1933. El empeño del general Kundt de hacer de Nanawa un Verdún le hizo confundir las elásticas posiciones paraguayas en el monte con una fortaleza amurallada a la que podía penetrar por debajo.
(…)
En Nanawa se hacían obras de esta ingeniaría de hormigas. El comandante Reque Terán me autorizó a visitar, en el sector norte, un túnel que se estaba construyendo en dirección a uno de los puntos clave de las posiciones paraguayas. Fui allí con el capitán Illanes.
(…)
En un ángulo de la trinchera se abría una boca de lobo, cuadrangular y misteriosa.
Había que descender un poco y luego avanzar a gatas por el agujero que se extendía horizontalmente. Emanaba de sus paredes la refracción del aire caliente, y era esa la única sensación a percibir: el aire tenebroso, denso y pesado.
Más adentro una lamparilla de gasolina crepitaba en la soledad. Sentí la angustia del hombre no habituado a las minas, el presentimiento del desplome inminente dentro de un calor opresivo, tan apretado como una camisa de fuerza, y la pesadez de la atmósfera que, si pensara, habría comparado con los gases de una asfixiante solfatara dantesca. La oscuridad se iba compactando, se desdoblaba hacia adentro, bajo la bóveda que parecía aplastarme, cerrándome el paso.
Fenómenos de una vida extraña y ciega operaban ahí adentro. El sentido del espacio se reducía a una noción de negrura, de calentura y de amenaza rodeándome. El calor envolvía los movimientos del cuerpo al arrastrarme como con fajas de arena salitrosa y yo sentía el sudor que como serpientes minúsculas me corría por el vientre.
(…)
Tomé una fotografía de los soldados mineros. Sus nombres Feliciano Zeballos e Hilarión Márquez, obreros de Monte Blanco; Juan Rodríguez y Jerónimo Velasco de Uncía y Santiago Vilahajua de Cerro Rico.
Augusto Céspedes
13 de julio de 1932
Es innegable que existe una relación notoria entre la experiencia de atravesar esta galería y el cuento El Pozo, probablemente el relato más conocido de los que forman parte de la llamada “narrativa del Chaco”. En este cuento el suboficial Miguel Navajas recuerda la dimensión casi presencial que llega a tomar un pozo abandonado. Navajas recibe la misión de continuar excavando un buraco en busca de agua, elemento que nunca aparece a medida que el tiempo y los esfuerzos se convierten en una pesadilla, conforme los zapadores se adentran más a las entrañas de la tierra. Finalmente, los paraguayos se enteran que soldados bolivianos están cavando un pozo, y atormentados por la sed deciden tomarlo al asalto. Por su parte los soldados bolivianos defienden la excavación como si tuviera agua. Al final, ese gran hueco en la tierra chaqueña termina fungiendo de tumba para ambos ejércitos. Sin duda la mayor metáfora del absurdo de la guerra.
Céspedes es consciente de esta relación, y en la introducción antes mencionada anota:
El señor Knudson me dice en su carta que hay una referencia en una crónica que trata de un pozo en el Chaco y que tendría gran interés en razón de que podía haberme inspirado “su cuento más famoso”, “El pozo”, de Sangre de Mestizos. No encuentro esta referencia, pero en cambio descubro ahora que esta crónica sobre los “soldados mineros en el subsuelo de Nanawa” fue la que sembró en mi subconsciente el relato de “El Pozo”. La galería abierta horizontalmente no hice más que colocarla verticalmente, después de recoger en mi ser la experiencia de ese trabajo de gnomos.
La reconstrucción del recuerdo del trabajo de gnomos se nutre de la prosa impositiva del autor, y en El Pozo encontramos estos pasajes que guardan relación con las sensaciones descritas por Céspedes en sus Crónicas heroicas, expuestas ya:
12 de abril.
Después de una semana el fondo del pozo seguía seco. Entonces se ha continuado la excavación y hoy he bajado hasta los 24 metros. Todo es obscuro allá y solo se presiente con el tacto nictálope las formas del vientre subterráneo. Tierra, tierra, espesa tierra que aprieta los puños con la muda cohesión de la asfixia. La tierra extraída ha dejado en el hueco el fantasma de su peso y al golpear el muro con el pico me responde con un toc-toc sin eco que más bien me golpea el pecho.
Sumido en la obscuridad he resucitado una pretérita sensación de soledad que me poseía de niño, anegándome de miedosa fantasía cuando atravesaba el túnel que perforaba un cerro próximo a las lomas de Capinota, donde vivía mi madre. Entraba cautelosamente, asombrado ante la presencia casi sexual del secreto terrestre, mirando a contraluz moverse sobre las grietas de la tierra los élitros de los insectos cristalinos. Me atemorizaba llegar a la mitad del túnel en que la gama de sombra era más densa pero cuando pasaba y me hallaba en rumbo acelerado hacia la claridad abierta del otro extremo, me invadía una gran alegría. Esa alegría nunca llegaba a mis manos, cuya epidermis padecía siempre la repugnancia de tocar las paredes del túnel.
Ahora la claridad ya no la veo de frente, sino arriba, elevada e imposible como una estrella. ¡Oh!... La carne de mis manos se ha habituado a todo, es casi solidaria con la materia terráquea y no conoce repugnancia…
(…)
9 de mayo.
Sigue el trabajo. El pozo va adquiriendo entre nosotros una personalidad pavorosa, substancial y devoradora, constituyéndose en el amo, en el desconocido señor de los zapadores. Conforme pasa el tiempo, cada vez más les penetra la tierra mientras más la penetran, incorporándose como por el peso de la gravedad al pasivo elemento, denso e inacabable. Avanzan por aquel camino nocturno, por esa caverna vertical, obedeciendo a una lóbrega atracción, a un mandato inexorable que les condena a desligarse de la luz, invirtiendo el sentido de sus existencias de seres humanos. Cada vez que los veo me dan la sensación de no estar formados por células, sino por moléculas de polvo, con tierra en las orejas, en los párpados, en las cejas, en las aletas de la nariz, con los cabellos blancos, con tierra en los ojos, con el alma llena de la tierra del Chaco.
(…)
5 de junio.
Estamos cerca de los 40 metros. Para estimular a mis soldados he entrado al pozo a trabajar también yo. Me he sentido descendiendo en un sueño de caída infinita. Allá adentro estoy separado para siempre del resto de los hombres, lejos de la guerra, transportado por la soledad a un destino de aniquilación que me estrangula con las manos impalpables de la nada. No se ve la luz, y la densidad atmosférica presiona todos los planos del cuerpo. La columna de obscuridad cae verticalmente sobre mí y me entierra, lejos de los oídos de los hombres.
(…)
He procurado trabajar dando furiosos golpes con el pico, en la esperanza de acelerar con la actividad veloz el transcurso del tiempo. Pero el tiempo es fijo e invariable en ese recinto. Al no revelarse el cambio de las horas con la luz, el tiempo se estanca en el subsuelo con la negra uniformidad de una cámara obscura. Esta es la muerte de la luz, la raíz de ese árbol enorme que crece en las noches y apaga el cielo enlutando la tierra.
(…)
24 de junio.
El comandante de la División ha hecho detener su auto al pasar por aquí. Me ha hablado, resistiéndose a creer que hayamos alcanzado cerca de los 45 metros, sacando la tierra balde por balde con una correa.
−Hay que gritar, mi Coronel, para que el soldado salga cuando ha pasado su turno −le he dicho.
Más tarde, con algunos paquetes de coca y cigarrillos, el Coronel me ha enviado un clarín.
Estamos, pues, atados al pozo. Seguimos adelante. Más bien, retrocedemos al fondo del planeta, a una época geológica donde anida la sombra. Es una persecución del agua a través de la masa impasible. Más solitarios cada vez, más sombríos, obscuros como sus pensamientos y su destino, cavan mis hombres, cavan, cavan atmósfera, tierra y vida con lento y átono cavar de gnomos.
El detalle con el plan maestro del general Kundt era, precisamente como lo advirtió Céspedes, que las posiciones paraguayas eran elásticas, por un lado; y que el plan del comandante alemán era un secreto a voces que él mismo se encargó de diseminar con cierta emoción. En su libro El general y sus presidentes, un extenso y documentado perfil de Hans Kundt, Robert Brockmann señala:
Muy pronto fue evidente que las oleadas de atacantes, el fuego de artillería, los tanques, los lanzallamas y los bombardeos aéreos no mellaban las fortificaciones paraguayas. Pero lo peor de todo era que kundt había puesto muchas, si es que no todas sus esperanzas, en la gran mina excavada debajo de las trincheras enemigas. “la principal [causa] del fracaso fue la explosión de la mina mediante la cual debía ser volada la ‘Isla Fortificada’ con todos sus defensores”, escribió el general. (…) La existencia de la mina había sido un secreto mal guardado que “con mucha razón los paraguayos habían comunicado que con todos sus sondeos en la isla y en sus alrededores inmediatos no habían podido encontrar ningún indicio de mina subterránea. ¡Qué iban a encontrar, si la hornilla de la mina estaba a 30 metros más acá de la isla! Seguramente el comando de la Séptima División, faltando a sus deberes elementales, no hizo nada por convencerse si las instrucciones dadas respecto a la mina se habían cumplido. Por eso fue que en lugar de volar 200 paraguayos se formó tan solo un embudo no muy profundo, entre nuestra primera trinchera y la ‘Isla Fortificada’”.
Este mismo incidente, presente en el recuento de absurdos de la guerra que elabora Céspedes con su obra, aparece en otros relatos de Sangre de mestizos.
En el caso de La Coronela, el coronel Santiago Sirpa, luego de una decepción amorosa, siente cada vez con más fuerza el llamado del Chaco, de la guerra, de la muerte heroica y absurda. Antes de encaminarse a Nanawa, conversa con su amigo, el capitán Hinojosa. Sirpa se muestra crítico con la estrategia de Kundt, mientras que Hinojosa mantiene cierto entusiasmo:
−No tanto, hombre. Tú le tienes pica al gringo. Te digo que son unas armas formidables.
−¡Será, pues, cuando son cincuenta o cien! Además, un tanque no puede maniobrar en el bosque y basta hacerle pozos de lobo delante de la trinchera para que se entre íntegro el tanque. Esto de Nanawa me calienta.
−Sin embargo, métele tanques, buena artillería, y volando la “Isla fortificada” con la mina subterránea, está rota la defensa de Nanawa.
−¿Y qué hay con eso? Si ahora todo debería hacerse por el norte. Esta guerra de posiciones es absurda. Yo no sé a dónde va todo esto. Asaltos en descubierto, matanzas, asaltos, dele y dele con Nanawa. Por último, seamos claros ¿qué conseguiríamos con Nanawa?
El narrador de La Coronela, con la experiencia que Céspedes adquiriría más adelante en los combates de campo Jordán y el Condado, entre otros, describe con un realismo intenso ese primer asalto a las trincheras de Nanawa. Tras la explosión de la mina, Santiago Sirpa, invadido por la euforia sangrienta del combate, se lanza a la trampa en que se había convertido el embudo abierto en la tierra por la explosión, a 30 metros de las ametralladoras paraguayas:
Para tomar aquella isla se abrió una galería subterránea que partió de la Punta y se la minó con dinamita. El 4 de julio las tropas bolivianas se lanzaron al segundo asalto a Nanawa y a las 9 de la mañana explotó la galería, destruyendo parte de la Isla fortificada. Desaparecieron ametralladoras y metrallistas junto con un pedazo del bosque, levantándose a continuación una tromba de polvo tan densa que sobre los soldados que avanzaron detrás de la explosión, volvió a caer la tierra en lluvia que duró diez minutos, como un simún del desierto africano. Dentro de esas columnas de tierra gaseosa que se enredaban consigo mismas no se podía ubicar las posiciones paraguayas, el martilleo engañoso de cuyas ametralladoras perforaba la polvareda en un ciego alboroto de balas.
Los paraguayos tenían en la isla solo la primera línea y más adentro la segunda, y a los lados, en puntos tácticos escondidos en el monte, chapapas con que dominaban la zona hendida por el primer asalto de la mañana. El lugar del túnel y el punto de la explosión se abrieron, convirtiéndose en un gran embudo en el que se refugió parte de los atacantes cuando desapareció el polvo y las ametralladoras comenzaron a barrer todo el bulto que se perfilaba en el terremoto.
(…)
Fracciones que pertenecían a la unidad de Sirpa ocupaban la zanja y el embudo, y de ella iniciaban los asaltos, entre la tierra revuelta y las raíces de los árboles y matorrales carbonizados. Dos asaltos sucesivos fueron detenidos sobre los pajonales. El fuego paraguayo que brotaba de entre los árboles, semejante a la lengua de un oso hormiguero, recogía vidas de atacantes para recluirse de nuevo en la boca del monte insaciable. Toda la mañana redobló la artillería boliviana en un encadenamiento de ecos sombríos que trizaban el monte estupefacto, en sinfonía con el cañoneo que venía de Nanawa, hasta que se agotó. El ataque continúo sólo con armas de infantería.
En busca de aquel fortín invisible y mortífero, por el pajonal y la lengua del sur, por el cañadón del este y por las islas del norte, se arrastraban los soldados bolivianos empujando sus ametralladoras, sus cajas de municiones y de agua, y se agotaban como agua chupada por el arenal, para ser reemplazados por nuevos hombres. Monte y pajonal eran un otoño de heridos y muertos. Rotas las secciones buscaban nuevamente contacto lateral, procurando anudar ese suicida cinturón al monte de Nanawa.
(…)
La zona de fuego se manifestaba como un ciclón que cortase el bosque. Los ofidios metálicos pasaban entre las ramas, ciegos y furiosos. Todos los hombres reptaban, acogiéndose a matorrales o hendiduras en el terreno. Se podía medir la trayectoria íntegra de las balas, cuyo silbido perforaba el ramaje. Con su cortejo de ayudantes y estafetas llegó Sirpa hasta el embudo.
(…)
En el embudo retumbaba el estrépito del combate. Decrecía la potencia del fuego por minutos, como para tomar aliento, y nuevamente llenaba el espacio. El embudo era un submarino anclado en medio de un río seco, donde chocaban las olas de la tempestad de acero invisible. Delante se extendía un campo quemado, surcado de hoyos, de ramas semienterradas, de promontorios de paja y de arbustos aislados. Una zanja superficial que prolongaban cavando unos soldados semidesnudos, salía de la izquierda hasta las proximidades de troncos caídos, en donde se había colocado una ametralladora pesada. Sirpa se arrastró hasta allí:
−Cuidado, mi Coronel. ¡Está muy batido!
Las ráfagas de metralla acuchillaban el aire. Al arrastrarse helaba las espaldas la gravitación del acero despedazado cuyos trozos parecían querer integrarse maullando. Una ráfaga picoteó la tierra a una cuarta de su cabeza. Llegó hasta los troncos y miró el monte enemigo, quieto y gris, donde zapateaban las ametralladoras. Muchos heridos del primer ataque no habían sido recogidos.
Sirpa se dio cuenta de que el ataque estaba paralizado. Regresó hasta el embudo donde se había concentrado la fracción de reserva, llenándolo como una fauna amarilla de cabezas negras.
Habló con un oficial:
−Por allá, por el pajonal con tusca, hace usted un ataque demostrativo con todos estos hombres. Yo voy a flanquear por aquí. Si llego hasta los nidos del frente, daré tres golpes de fuego.
Y volviéndose a los soldados del embudo, dijo:
−Bueno… necesito cinco hombres. A ver…
Los eligió:
−Tú… tú… tú… Un apuntador de pesada. Teniente, llévese a los demás. No se estire mucho a la derecha. Dentro de 15 minutos ataca.
El oficial y los soldados desaparecieron como gusanos.
Zumbaron en la altura uno, otro, otro y otro: cuatro aviones. Todo el monte los miró un rato en silencio, pero un instante después resonó el teclado monocorde de las ametralladoras de Nanawa, dirigidas contra los aviones que lanzaban bombas.
−Ahora −ordenó Sirpa a los soldados−. Afuera, afuera. ¿Tienen miedo de una pesada? No hay más que una en aquella punta.
Habían calmado los fuegos pilas y solo disparos aislados vibraban. Avanzaron sobre los codos. De golpe, 300 metros a la derecha, tabletearon las ametralladoras. Al instante se contaminaron los ecos bajo el sol, zurciendo campo y monte con gemidos de proyectiles sobre el fondo del bosque grave que gruñía como una fiera acorralada. Los pilas descargaban bandas íntegras de balas que danzaban entre las pajas. Las balas, en un macabro concierto de cuerdas, despellejaban la sensibilidad de los soldados, pesados como muertos.
Soló a Sirpa el embrujo del sonido le transportó a aquella dimensión sobrenatural en que todos los átomos libertados transfiguran furiosamente la tierra.
Esta dimensión sobrenatural no es otra que el estado de euforia violenta, de convicción de heroísmo absurdo, la alegría de la guerra que en Sangre de mestizos se manifiesta como la “alegría del capitán Hinojosa”. Esta convicción la presenció Céspedes, como cronista y soldado, en hombres como Jordán, Busch, Castrillo, Reyes Peñaranda, Rocha y Manchego, entre otros nombres que luego serán ensalzados en sus crónicas.
Postales de Nanawa
Habíamos comentado con anterioridad la belleza estilística con la que el cronista dibuja las imágenes de postales de paz en medio de la guerra. Tal vez la más hermosa de estas refiera al día de campo frente a Nanawa, la guitarreada alegre de un grupo de artillería en medio del conflicto. Las palabras dedicadas al festejo cumpleañero de su amigo, al parecer entrañable, Carlos Araníbar, cargan cariño y admiración, aunque trate de camuflar esas emociones.
Antes de transcribir todo este pasaje, hermoso y sin desperdicio, es menester recordar que ya en el primer capítulo de esta reconstrucción de la experiencia del Chueco en el Chaco nos topamos con el nombre de Carlos Araníbar Orozco. Se trataría, nada más y nada menos, del médico asignado por Céspedes para su duelo con Joaquín Espada el 11 de enero de 1927.
Si bien no fueron contemporáneos –Araníbar era por lo menos una década mayor que Céspedes–, la actividad política de Augusto le permitió –antes, durante y después de la guerra– tejer relaciones sociales fuertes con personajes que a su vez aportarían al devenir histórico de la nación. Aunque con pocos bombos y platillos, el doctor Carlos Araníbar Orozco es uno de estos personajes.
Araníbar fue, durante los años 20 del siglo pasado, uno de los más activos precursores de la creación de la nueva Facultad de Medicina de la Universidad Mayor de San Simón (UMSS). Además de ser un reconocido médico internista en la sociedad cochabambina, Araníbar también se fogueó en el campo de la política, accediendo a un curul en el Parlamento como diputado por Cochabamba. Es, presumiblemente, en esta actividad política de preguerra que Céspedes y Araníbar entablan una amistad que se mantendría firme durante el conflicto chaqueño. El médico dejaría su curul el 2 de abril de 1933, para asistir voluntariamente a la guerra, a atender heridos en la primera línea de combate.
La UMSS recuerda a Araníbar como el último rector de la etapa antigua de la casa superior de estudios y el primero en la instauración de la Autonomía Universitaria. El médico continuó con su actividad política después de la guerra y fue designado prefecto de Cochabamba en 1943.
A continuación, la –preciosa– narración del corresponsal:
Desde las primeras horas de la mañana, y mientras yo andaba enmontado o atrincherado a lo largo de las posiciones de Nanawa, por la red innumerable de los teléfonos de campaña iba mi nombre en persecución de mi persona, a la que los muchachos del grupo de artillería Peñaranda reclamaban para festejar un acontecimiento excepcional, que no era otro que el 43 aniversario de nacimiento del teniente coronel doctor Carlos Araníbar Orozco.
Se disponía, según noticias que se propalaban en todos los puestos del comando, de una botella de whisky enviada desde Cochabamba en avión, para las libaciones iniciales y de alguna de pisco para las subsiguientes. La aparición de una botella de whisky en Nanawa produjo mayor expectación que si un aeroplano pila descendiese a 100 metros sobre las líneas bolivianas. Los comentarios sobre la indicada botella se extendían en diversos sectores que recorrí aquella mañana, separados uno de otro por dos y tres kilómetros.
En el norte:
–¿Saben? El grupo Peñaranda tiene una botella de whisky.
En el este:
–Al mono Araníbar le había llegado una botella de whisky, che.
En el sud:
–¿Le han invitado a la artillería? Vaya usted, hombre. Tienen una botella de whisky.
A las 5 de la tarde, por el camino de Agua Rica, encontré un camión en el que venía el autor de todo este apronte: el mono Araníbar en persona, acompañado del médico Gabriel Arce (aquel que con Reyes Peñaranda fue el último en salir del fortín Arce).
–¿Por qué no has ido al grupo Peñaranda? ¡Te están buscando desde esta mañana! ¡Sube hombre!
Subí al camión y poco después cayó a unos 30 metros sobre el mismo camino, una mina stoke. Felizmente la arboleda estaba próxima y el chofer se apresuró en meterse por ahí, escondiéndose a la vista del enemigo. Por otra parte, el ruido del motor no permitió que nos asustásemos demasiado.
Llegamos a la artillería. Todos los muchachos de La Paz estaban ahí: Julio Zuazo, Julio Quintanilla, Eulert, los hermanos Johnson, Cronembold, Juan Ballivián Saracho, Hugo Salmón, Emilio Estrada ostentando unas barbas horribles. Y el capitán Chávez y los soldados Rengel, Prudencio, Ruiz, Muñecas, Armando Olmos, Monasterios, Plaza Veintemillas, Llanos y otros más, sin barba.
Encontré la botella de whisky totalmente evacuada, pero se produjo entonces, con nombre de cóctel, la composición de un brebaje etílico solo digno de los artilleros.
DÍA DE CAMPO FRENTE A NANAWA
Llovían los abrazos y los tragos.
–¡Sírvete, querido! ¡Por La Paz! –me decían, dándome a beber una poción que habría hecho toser al propio cañón Vickers 75.
Aparecieron guitarras y unas mandolinas de forma extraña, cuyas cajas estaban hechas con cantimploras de lata. El mayor Peñaranda, vestido de colán y saco pijama cogió la guitarra.
–¡Una canción portuguesa, mi mayor! ¡Mi coronel… Dígale, pues, ¡mi coronel!
El mono Araníbar aprovechando de sus grados, el etílico y el militar, ordenó:
–Mayor peñaranda; le ordeno que cante usted ese hermoso fado portugués que cantó la otra noche.
Y la voz de contralto de la mayor peñaranda, cálida y melancólica, tembló en un fado ligero y nostálgico, en medio del grupo que su alrededor formaron los muchachos. El crepúsculo se incendiaba hacia Nanawa, detrás de los árboles.
Más tarde todos coreaban las canciones cargadas de recuerdos. Eulert y el subteniente Ruck entonaban un dúo, al que contrapunteó un trío formado por Chávez, Gabriel Arce y Yo. Los discos de la luz lunar bajaban por entre el ramaje y se tejían, en esa extraña fiesta, hilos de luna en las barbas juveniles y las canciones de paz con la noche tibia que escondía la guerra en su regazo.
Sentados en el suelo o encima de un tronco de árbol, formaban los muchachos de La Paz, un círculo por el que giraban de mano en mano la guitarra y de boca en boca las canciones. Cada concertista debía entonar una canción. Eulert improvisó
“En el grupo Peñaranda
todos tienen que cantar.
Unos cantan un primor
y otros pasan un calor…”
Y después una copla en la que aludía al “monopolio” que Araníbar ejercía respecto de mi conversación.
Luego la guitarra bordoneó varonilmente el malaqueo de una cueca:
–¡Ahora! ¡El coronel y el mayor! ¡Araníbar y Peñaranda!
Y a continuación, Juan Ballivián disfrazado de chulupi bailó una danza bárbara, con acompañamiento de gritos y jaleos del grupo que se mecía a compás de la música.
Después, otra pareja, creo que Chávez y el doctor Napoleón Bilbao Rioja, juvenil y enérgico, que se desempeñó en una cueca cruzada.
Era una noche de paz… ¿Estábamos realmente en Nanawa? ¿no estábamos en Obrajes?...
El grupo se deshizo. Me llevaban de un lado a otro los soldados:
–Di a las chicas que las recuerdo.
–Dame tu libreta, por si acaso te olvides, voy a escribir en ellas un recuerdo…
Lo escribió: “Para E.G.I y L.G”.
–Has visto que humor no nos falta…
–¡Quédate hombre! ¡Vas a ser apuntador, aunque un poco chueco!
–¡Vuelve!
–Realmente –les dije– solo aquí la vida es profunda y ancha lejos de la hipocresía monótona de las ciudades.
Tomamos el camión. Sobre el camino la luna, cinta blanca como un alma muerta, y sobre el pajonal, tumba y cuna de las esperanzas, la serenidad del cielo enjoyado era como una consagración sideral de la vida.
Nunca la noche me pareciera más bella y amplia y nunca diera adioses tan emocionados a todos estos hermanos de la fraternidad de la guerra.
Partió el camión cortando la paz del campo. De lejos, venía siguiéndome el tararear monótono de las ametralladoras:
Tatá… Tatatatá… Tatatatá.
Tal vez el absurdo de la guerra desnuda al máximo el absurdo de la existencia, quedando sumida para siempre en un tedio insoportable, cuyos demonios exigen ser o avivados o adormecidos en las sustancias. En el alcohol los combatientes encontraron un escapismo a esa realidad tanto en campaña como después de ella. Es la maldición de los sobrevivientes, cuya mayoría –en toda guerra– procede de los regimientos de artillería.
Al término del conflicto en el Chaco, los excombatientes desmovilizados volvieron a las ciudades y ante la falta de un proceso de reinserción social, llegaron con las vidas completamente destruidas a pesar de haber sobrevivido. Muchos encontraron que ya no tenían familia, o amor, o trabajo. Otros llegaron a ejercer violencia en sus espacios públicos y privados, la violencia en la que habían pasado la intensidad de los últimos años. La gran mayoría, en fin, a buscar un refugio en la bebida infame y barata, que haría toser a los cañones. Bebiendo en las calles y a toda hora del día. Miles de sobrevivientes terminaron en las ciudades convertidos en alcohólicos indigentes. Como excombatientes de regimientos de artillería, quedaron con el mote urbano de “artilleros”. Un término que ha trascendido a la guerra y con el que aún se designa a los “borrachitos” de algunas ciudades bolivianas.
Otro aspecto que trasciende hasta el presente, y que podemos observar en la narración de Céspedes, es la tradición del baile de cueca entre hombres. Es parte del protocolo castrense boliviano que el primer baile de toda fiesta o reunión en los regimientos de artillería, debe ser entre el segundo comandante y el comandante. Tal cual lo hicieran el teniente coronel Araníbar y el mayor Peñaranda en la narración del Chueco.
El bailar cueca entre hombres es una de las tradiciones de la artillería boliviana más arraigada y celebrada entre sus miembros. Finalmente es un gesto que trató de humanizar la carnicería, y que en el relato de Céspedes se convierte en un oasis de paz en medio de la guerra. Una postal de un momento único e irrepetible para el autor, que alcanza a transmitirnos con habilidad, esa sensación de tranquilidad en medio del horror. Por lo mismo, una tranquilidad más real, más auténtica, que la surge en la hipócrita monotonía de las ciudades y sus sistemas.
Podemos sentir en Céspedes esa especie de paradoja, de saudade. De un bien que se padece y un mal que se disfruta. De tranquilidad en medio del horror. De cariño entre la matanza. De paz en medio de la guerra. Esta confusión interna que transmite en las palabras cargadas de un dejo de nostalgia y otro poco de embriaguez.