Miraflores
El ciclo vital de la clase media paceña se sintetiza en Miraflores. Colegios privados, universidades privadas, mercados, supermercados, plazas de comida, oficinas públicas de dudosa eficacia, estadio olímpico, más y más licorerías, una cárcel para mujeres, hospitales, clínicas privadas, decenas de funerarias. Todo en Miraflores parece rendirle culto a la rutina con pequeñas licencias etílicas de fines de semana. Comer, estudiar, trabajar, beber y dormir mal hasta terminar encajonado, todo en la misma zona. Incluso las flores que se utilizan en los velorios se compran a pocos pasos del monumento a Busch. Quizá el único tipo de entretenimiento mainstream que le falta a Miraflores para convertirse en un micromundo independiente del resto de la ciudad son los multicines, pero los servicios de streaming y las tiendas de blue-rays piratas suplen esa ausencia. Después de todo, un clasemediero “respetable” debe combatir el tedio con la ayuda de maratones de películas sin exponerse a salas oscuras repletas de cinéfilos desconocidos.
Durante los últimos veinte años, la cantidad de edificios de departamentos se ha multiplicado. Quizá en algunos años el Jardín Botánico y otras contadas áreas verdes terminen amuralladas por coloridos edificios. Existe un curioso paralelismo entre esas modernas edificaciones, sus seductoras fachadas y su minimalismo interior. Menos de cien metros cuadrados, a veces carentes de sol, pero con estética macanuda. Miraflores es, desde esa perspectiva, un homenaje a las fachadas.
A pesar de vanos intentos de parecer señorial, en Miraflores se ubica uno de los espacios de mayor convocatoria a lo más diverso de la paceñidad: el Hernando Siles. Ricos, pobres, hechos a los ricos, todos se dan cita para entregarse a la ilusión del fútbol. Benedict Anderson se equivocaba, las verdaderas “comunidades imaginarias” no son las naciones sino los equipos de fútbol. Un resultado adverso convierte a cualquier fanaticada en el catalizador de un mix de frustraciones y sentimientos de pertenencia heridos. Presencié escaramuzas entre barras bravas que me han enseñado a odiar a bolivaristas y stronguistas por igual. A pesar del frío intenso, posible señal profética de la cercanía de una nueva edad de hielo, la concurrencia a los partidos en el Hernando Siles es constante, peor si se trata de un clásico, es como para gritarles a esos futbonacionalistas: “¿No estamos pecando de soberbia al ignorar la soberanía del frío?” Quizá en unos miles de años, si alguna especie inteligente todavía deambula por esta parte del planeta, encuentre los restos congelados de nuestra zona y nos catalogue tipo: “Homo futboleris: Subespecie de Homo sapiens que vivió hace mucho tiempo atrás en una región conocida como Putu-Putu/valle burocrático de la desolación. Los restos de los pocos especímenes recuperados dan cuentan del consumo de cantidades insólitas de un tipo de bebida alcohólica elaborada en base a cebada conocida como cerveza. Parece ser que, al igual que los mamuts, el Homo futboleris fue sorprendido por la extinción mientras realizaba algunos de sus intrincados rituales. Uno de ellos, llamado ‘clásico paceño’, consistía en ver masivamente un partido de fútbol (deporte delicado consistente en patear y corretearse por un balón) entre dos equipos cuyos nombres se han perdido para siempre”.
Mientras escribo esto sucede el antawara1, el cielo crepuscular parece incendiarse. Los edificios cubren parcialmente los montes cercanos, oficinistas angustiados circulan por las calles de la avenida Carrasco, algunos vecinos pasean a sus perros con sobrepeso, escolares corretean haciendo bromas obscenas.
1 Estrella de fuego, en quechua.