Crónica de los vientos

Todo comienza con un poco aire siendo aspirado por la nariz y, desde los olores, poco a poco Guillermo Ruiz nos lleva al viento. Los vientos, mejor dicho, en un texto que incluye ondas de choque, huracanes apocalípticos y la revelación de que todos somos el viento.
Editado por : Adrián Nieve

He aquí una historia cuyo protagonista es el viento. Porque tal vez el viento sea, a fin de cuentas, el verdadero héroe de todas las historias. 

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Las tormentas suelen ser memorables por los rayos, los truenos y el agua, pero solo quienes las han vivido saben que es el viento soplando el que más te congela, el que no te deja caminar, el que en un descuido puede hacerte volar al otro mundo. / Foto: Tumblr

En algún momento de mi adolescencia me propuse escribir El olor del aire, una crónica de los distintos aromas que, como un mapa secreto, trazarían mi historia al azar de las mil y una mudanzas que, durante años, me habían llevado de un lado a otro de la ciudad de La Paz. En cada barrio me invadía un haz de olores donde había siempre algún elemento olfativo nuevo que, más tarde, una vez lo hubiera dejado atrás, me serviría para fijar en el recuerdo la época a la que estaba asociado.

Ahora, sin embargo, hay en la memoria de esos años un aura de quietud atravesada por la brisa fragante de los eucaliptos. Un subir y bajar cerros semiáridos y adentrarme en bosquecillos donde ese olor medicinal se levantaba –rugoso y gimiente– hasta perderse en las alturas, en un cielo inquieto de follajes verde oscuro. Así, lugares tan distantes y distintos como Los Pinos y Huajchilla me parecen hoy las dos caras de una misma brisa y un mismo tacto de cortezas bajo el sol sanguíneo de Los Andes. Ahí todo es quietud, ahora solo perturbada por los efluvios fecales del Choqueyapu. El río de mi infancia es a la vez el Tiempo y la traducción más fiel de la condición humana. Ya lo dijo Saenz: “El Choqueyapu, saturando los aires con pestíferos y crudos olores, nos recuerda nuestra condición humana”. Y Artaud añade que “allí donde huele a mierda, huele a ser”.

El olor del aire cambia al evocar los días felices pasados junto a mis primos en los Yungas. El aroma de las jawitas y del pan al piso –dorado al fuego de leña y en horno de barro– flota en la plaza principal de Chulumani a esa hora temprana en que los cerros verdes y ocres a lo lejos no han acabado de quitarse sus largas vendas de niebla. El olor irresistible imanta a la gente del lado de la iglesia, en cuya acera se instalan los vendedores con sus taburetes de madera y dos canastas grandes cubiertas de trapos: en una están las jawitas de queso y, en la otra, las de queso, cebolla y ají. Éstas siempre se acaban antes, víctimas de su éxito, y hay largas colas bajo un sol anaranjado que hace arder el polvo que lo cubre todo. Del lado del mercado, llega una creciente algarabía como de fiesta.

Las noches de los Yungas eran oscuras y sin apenas brisa.  Aturdía la intensa crepitación de los insectos y armados de hondas y linternas, solíamos aventurarnos en el camino de tierra que bordeaba el barranco, cantando a voz en cuello “los primos unidos jamás serán vencidos”. Así llegábamos a la casa abandonada. Una casa en ruinas, solitaria entre la arboleda. Quién sabe qué ventarrón antiguo había arrancado los techos de cuajo. El pasto y las raíces crecían con fuerza entre las baldosas rotas del piso y alguna vez vimos pastar entre sus paredes desconchadas a un potro salvaje. Sin embargo, esas expediciones no resultaron lo bastante estimulantes y surgió el reto de ir por la noche al cementerio del pueblo.

Esa noche el camino estaba poblado de sombras movedizas. Lo alumbraban débilmente postes de una luz amarillenta nublada de mosquitos. La verja del cementerio estaba cerrada con candado, así que fuimos hasta una tapia lateral, nos trepamos como pudimos y nos descolgamos del otro lado. Ahí dentro la oscuridad era casi total. La claridad metálica de la luna menguante definía apenas el contorno del sendero entre los túmulos. De tanto en tanto, la luna desaparecía bajo largos nubarrones que parecían trapos negros y nos quedábamos a ciegas. A medida que nos internábamos entre las lápidas siniestras, el silencio se hacía más y más tenso: solo se oía el chirrido de las piedritas bajo nuestros pies. 

De repente, en la quietud absoluta de la noche, una ráfaga de viento frío pasó a nuestras espaldas. Hubo un murmullo de asombro y luego gritos asustados. En desbandada general, desandamos el sendero, saltamos la tapia en sentido inverso y echamos a correr por el camino en medio del estallido burlón de los insectos. Nos detuvimos con el corazón en la boca y, jadeando, nos dimos cuenta de que no estaba el Chino. Esa Cosa –lo que fuera que, envuelta en una brisa glacial, había pasado a nuestras espaldas– se lo había llevado. 

Armándonos de valor, volvimos al cementerio. Estábamos listos para afrontar a esa Cosa si hacía falta. No tuvimos que esperar mucho. Al pie de la tapia, una sombra encorvada avanzaba hacia nosotros. Tragamos saliva. La sombra blandió el puño y, cada vez más grande, siguió avanzando. Tuvimos que hacer un esfuerzo superior para no mearnos encima. 

Solo cuando nos insultó reconocimos la voz del Chino. “¡Cojudos!”, gritaba, “¡cabrones!” Al descolgarse de la tapia, había caído de espaldas en el suelo duro, sus pulmones se habían vaciado de golpe y había quedado tendido ahí, entre las malas hierbas, en una asfixia repentina. Lo más desesperante era que no podía llamarnos ni insultarnos por dejarlo allí solo, a merced de esa brisa afilada que nos había helado los huesos. Porque ese viento era la Muerte, ¿verdad?, tenía que ser la Muerte y no un simple fantasma colonial. 

Ahora que lo pienso, el viento estuvo a punto de llevarme en más de una ocasión. 

La primera fue el 21 de septiembre de 2001. Eran las 10 y 17 minutos. Lo sé, porque ahora aquel momento es tristemente histórico. Había llegado a Toulouse tres semanas antes y me encontraba en esa fase de descubrimiento casi mágico del inmigrante recién llegado al país de acogida. Me había alojado en el campus del Arsenal, el más céntrico, y aún no conocía a nadie. Esa mañana, sentado junto al gigantesco ventanal de la cafetería universitaria, desayunaba mirando las copas inmóviles de los árboles y los arcos de ladrillo antiguo del jardín claustral al que conducían los solitarios senderos de tierra. No había empezado el año universitario y afuera todo estaba desierto; salvo por la mujer que atendía detrás del mostrador, la cafetería también lo estaba. Aunque fuera el equinoccio de otoño, el cielo era todavía ciegamente veraniego. El verde de los árboles y el rojo del ladrillo antiguo resplandecían al sol, y de la tierra subía un calor húmedo y selvático que me recordaba el de Santa Cruz de la Sierra. 

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Siendo el viento una fuerza tan potente y constante en la vida humana, estos han encontrado formas de aprovechar su poder a su favor. / Foto: Tumblr

Todo pasó en cámara lenta. En el piso de arriba se oyó un ruido de muebles desplazados. La camarera y yo cruzamos miradas de desconcierto, porque en el piso superior estaba el restaurante universitario, cerrado a esas horas. Entonces el polvo de los senderos del campus se puso a flotar en nubes instantáneas, el vidrio reluciente del gigantesco ventanal se hinchó como una enorme pompa de jabón y se alzó un gran rugido apocalíptico que zarandeó las copas de los árboles y los muebles de ahí arriba, mientras de todas partes llegaban estallidos de cristales rotos y una multitud de piedrecitas enfurecidas se estrellaban contra el vidrio, el mío, que había vuelto a su posición vertical, resistiendo heroicamente sin romperse. Ese noble ventanal me salvó la vida.

Solo habían transcurrido 10 días desde el atentado de las Torres Gemelas y, al echarme a andar por las calles junto a grupos deshilachados de gente perpleja o azorada –había heridos que se apretaban contra el rostro gasas sanguinolentas y madres que preguntaban a gritos si alguien sabía cómo estaban los chicos del instituto Fermat–, se respiraba el clamor de un atentado terrorista y la certeza inquebrantable de que una bomba había estallado a pocas cuadras, en la plaza del Capitole, la más importante de Toulouse. 

En realidad, como nos enteraríamos más tarde, la explosión no era terrorista ni había tenido lugar en el Capitole, sino a siete kilómetros al sur, en una fábrica química llamada Azote de France (AZF). Hoy, con su zumbido tétrico, esa sigla provoca escalofríos en cualquier persona que haya vivido el desastre. La explosión de AZF es considerada como el peor accidente industrial en Francia desde la Segunda Guerra Mundial. Murieron 31 personas y más de 2500 resultaron heridas. Quién sabe cuántas perdieron un ojo, o la vista, o quedaron desfiguradas. Los vidrios rotos, convertidos en navajas voladoras por una onda de choque de una fuerza insólita, fueron las principales armas de aquel ventarrón fatídico. 

La segunda ocasión en que el viento estuvo a punto de llevarme ocurrió años después. Me encontraba en Esquirol, zona céntrica de Toulouse, a eso de las cinco de la tarde y la calzada de la rue de Metz estaba paralizada en un atasco monstruoso. Aquí no se oía, como en La Paz, bocinazos ni insultos, sino solo el ronroneo civilizado de los motores que esperaban su turno para avanzar unos metros. Entonces, como buen tercermundista, decidí cruzar la calle entre los autos. Después de todo, aunque el semáforo estaba en verde, los vehículos no se movían y no parecía que fueran a reanudar la circulación en un buen rato. Lo había hecho tantas veces, además, no solo en Toulouse, sino también y sobre todo en La Paz, donde cruzar la calle es siempre una aventura épica, porque algunos choferes de trufi o minibús aceleran al verte cruzar, como en una especie de videojuego sanguinario cuyo objetivo consistiera en atropellar al mayor número de peatones. Así que, en esta ciudad franchute, cruzar la calle no debía implicar peligro alguno. 

Despreocupado, pasé delante de la primera fila de vehículos detenidos y entonces la vi. Del otro lado del parabrisas de su Citroën, una mujer joven se me había quedado mirando fijamente con las manos aferradas al volante. Algo en ella me llamó la atención lo suficiente como para frenar un segundo. Un segundo providencial. Tenía una palidez extraña y sus ojos estaban agrandados por el miedo. Parecía como si viera algo espantoso en mí y, al mismo tiempo, una rigidez insuperable le impidiese reaccionar. Aferrada al volante como si fuera ella quien estuviera a punto de sufrir el accidente, contenía el aliento en espera de la desgracia ineludible. Di un paso más y entonces, en un silencio total, como si no tuviera motor ni llantas, como si no estuviera hecho de toneladas de metal sino de aire, de furioso aire, un autobús gigantesco –tanto que no llegué a ver sus altas ventanillas– pasó a toda velocidad rozándome, alborotándome la ropa, el pelo, el alma. 

No sé cuánto tiempo me quedé ahí, en mitad de la calzada, inmóvil por fuera y tembloroso por dentro. Los conductores, que habían estado a punto de presenciar uno de esos atropellamientos espectaculares que dejan el asfalto manchado de sangre –mancha que después, con el tiempo, se va borrando hasta dejar sólo la sombra del siniestro– me miraban como a un resucitado. Hice como si nada y seguí mi camino, pero el vacío que me había acariciado con sus dedos helados, lo llevaba ahora metido en el cuerpo. Nunca más pude mirar esos enormes autobuses tolosanos con la inocencia de antes, sino como buques fantasma que, con un sigilo asesino, flotan por la ciudad en busca de alguna víctima atolondrada. 

En todos estos años me ha acompañado el viento. 

La Tramontana, que estuvo a punto de volver loco a Victor Hugo, se metía por los corredores de la Universidad del Mirail dando portazos malhumorados y echando a volar como polillas asustadas los anuncios clavados en los tableros de corcho. En invierno, debido a la vehemencia estremecedora con que la ventisca se movía por los pasillos de la Universidad, no era bueno quitarse el abrigo ni la bufanda hasta encontrarse a puertas cerradas dentro de un aula. Ciertos estudiantes sostenían que la arquitectura del Mirail, cuyos planos originales databan de 1966, había sido concebida para el clima cálido y seco de África del Norte. Por ese motivo los arquitectos habían facilitado de manera extraordinaria la circulación del aire en su interior. En otras palabras, el viento que aquí, en los inviernos gélidos y húmedos de Toulouse, nos estremecía hasta los huesos, habría sido un alivio necesario en la aridez sofocante de Marruecos o Argelia. 

Hace poco un catedrático del Mirail me aseguró que, originalmente, esta U debía ser construida en Dakar. No he encontrado en ninguna parte confirmación de esta teoría verosímil, pero sí una declaración de intenciones de parte de los conceptores del extraño complejo grisáceo, como salido de la imaginación retorcida de Tim Burton, que es la Universidad del Mirail. Para sus arquitectos, se trataba de encontrar “una estructura flexible, que dejase la puerta abierta al azar”. 

Tal vez el azar sea otro nombre del viento.

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Un paisaje quieto y pacífico cambia completamente cuando un viento fuerte decide que las cosas deben cambiar de sitio. / Foto: Lets talk science

 Pues el azar quiso que, la noche del 26 de diciembre de 1999, mi curso asistiera en París, en pleno viaje de promoción, al que ahora es considerado “el temporal del siglo”. Durante dos horas infernales, los más de 15 000 árboles de los gloriosos jardines del Rey Sol, que hasta ese momento constituían el plato fuerte de la visita al Castillo de Versalles, se convirtieron en un potrero de crines desatadas. Fue tal la violencia del vendaval, que árboles centenarios fueron arrancados de raíz en cuestión de minutos. Hoy ya solo nos queda imaginar el antiguo esplendor de esos jardines irrecuperables. 

Como un titiritero demente, el azar juega en las terrazas de la Costa Brava con servilletas y cubiertos fingiendo altos almuerzos de aire, antes de aburrirse de pronto y arrojarlos lejos con un desdén mal disimulado.

En el Sahara, el azar traza y desdibuja en las dunas acertijos fugaces y amorata la parcela de piel que, por un descuido de instantes, ha quedado expuesta fuera de los ponchos, y acaricia consoladora los lomos ondulantes de los dromedarios como si fueran enormes gatos cargados de tristeza. Poco importa el año en que viví esto porque en el Sahara todo parece ocurrir en la eternidad o el olvido. 

En marzo, en mi pueblo sureño, el azar arrebata cercas y alambradas y quiebra los gruesos postes de electricidad que bordean las rutas, dejándolos colgados en el entramado de cables como borrachos dormidos de pie.

En la isla de Lanzarote, el azar sopla con una constancia sobrenatural y sin apenas estremecer los grandes cactus exuberantes ni desordenar el suelo volcánico que, como un gigantesco tablero de ajedrez, se divide en enormes casillas negras y rojas –de un intenso rojo marciano–. Cada año, sin embargo, roba una impresionante colección de sombreros, y a todas horas y por los lugares más peregrinos se ve pasar los sombreros frenéticos –unos rodando, otros levitando a pocos centímetros del suelo– hasta perderse para siempre en la vasta lumbre del océano. 

Mistral, Tramontana, Simún o Alisios, todos los vientos son el mismo viento: desde aquel airecillo remoto de los Yungas, que repartía a mi alrededor un perfume soñoliento de buganvilias y pan dorado al fuego de leña, hasta el ventarrón furiosamente taurino que en las autopistas del sur embiste mi Renault de golpe ligero y frágil como una cajita de fósforos. También la brisa remolona y amarilla que, en ciertas tardes de verano, se queda un instante ovillada en la palma de mi mano: pelaje felino ya casi viento.  

En El hombre tocado de viento escribí que el viento no tiene cara. En realidad, el viento tiene nuestras caras, las tiene todas: las que hemos tenido y perdido y también las que no existen todavía. Porque ésta no es una crónica de los vientos que soy, sino de los que fui, de los que ya no son ni volverán a ser, la crónica de andariegos sucesivos que se abren paso a través de los años hasta el día ineludible en que, otra vez a solas con el viento, nos perdamos juntos en la región resplandeciente donde desaparecen todos los sombreros.

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