Borré el nombre de mamá

A veces subestimamos cómo algo tan simple como un trámite de ocasión luego puede convertirse en un recuerdo agridulce. Así lo demuestra Carlao Delgado con un emotivo texto que termina inmortalizando un nombre.
Editado por : Adrián Nieve

La solicitud era urgente: tenía que reunir los números de cédula de identidad de toda mi familia en los siguientes sesenta minutos si quería concluir el trámite con éxito. Estaba en el corazón de la ciudad, sin celular, así que me lancé a cumplir la tarea en persona, como si esa atención ralentizara el tiempo. No lo hizo. Mi familia no estaba en un mismo lugar y en ningún caso estaban a la mano. Acudí a la única persona que siempre tenía presentes los datos pequeños, o que los tenía anotados en cuadernos que eran su memoria de papel, esperando en silencio momentos como este. Fui a buscar a mamá.

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Las billeteras antiguas nos traen memorias que creíamos olvidadas.

Era una tarde de fin de año en La Paz. El sol entraba tímido a su dormitorio. La encontré tejiendo, atenta a los palillos en medio de la galaxia flotante donde sus hijos, sus pesares y preocupaciones la orbitaban lentamente, a la distancia justa que le permitía su voluntad de resolver todos los problemas. Algunos datos, como los de su esposo, me los dio sin dudar, tardando solo la pausa justa para que anote lo dictado. Luego de una vida juntos, ella conocía la vida de papá tan bien como si fuera la suya. Los otros datos ya no fueron tan fáciles de reunir. Acudió a otros documentos, a fotocopias de cédula anverso y reverso (institución que nos sobrevivirá a todos) y, finalmente, consultando los datos al momento y a la distancia por teléfono (ella sí tenía celular). Tenía todo anotado, y le agradecía complacido. Pero la información estaba prioritaria y jerárquicamente incompleta. Se lo dije.

—Me faltan tus datos.
—Cierto. Pasame mi cartera.

Era la misma cartera que usaría por trece años más. Negra, con varios bolsillos externos, de cierre, correa larga y llena de lo indispensable. La billetera era roja y no tan grande como la de nuestros últimos días juntos. Estoy seguro, eso sí, de que ella ya sabía todos lo que me iba a dictar, pero era su fiel práctica consultar y confirmar, más aún si era un trámite propio. No lanzaba los dados al azar ni se apoyaba en la suerte. Ni siquiera cuando jugaba a las cartas.

Era su forma de ser, idéntica en lo pequeño y en lo grande. Si había que hacer algo, debía hacerlo bien, aunque para ello tuviera que preguntar a cinco personas distintas sus números de cédula. Esa precisión supo aplicarla con tenacidad en todos los aspectos de su vida, lo que la volvió (sin modestia ni atisbo de dudas) infalible. Para orgullo nuestro y sorpresa de ajenos. Recordándola ahora, pienso que esa precisión fue más cruz que bandera, como la mayoría de las abnegadas virtudes maternales. Escuché a familiares y a extraños alabarle, de frente y a espaldas, su rigor, pero solo los que la veíamos ejercerla seguido y en vivo sabíamos cuánta paz le costaba. Y cómo se lo cobraría a futuro la vida. Fue muy duro. Pero en ese momento no lo supe.

Del interior de la cartera sacó la cédula, me dictó uno por uno el nombre y los números que ella conocía tan bien. Yo, con vergüenza por no saber su nombre completo, lo anoté para no olvidarlo. Anoté la identificación numérica oficial. Anoté su nombre de flor, que nunca pude evocar correctamente, y que pronto sabría asociar sin error a velorios y coronas. Anoté su otro nombre, de vocales repetidas, hermosamente breve, y que nunca escuché en otra persona. Anoté su primer apellido titular, que era el materno mío, y que más de una vez me dirían que era una herencia colonial. Anoté su apellido materno, el de la abuela que, como ella, no dudaba en ayudar a sus hijos.

El beso que le di después pretendía reunir cariño, agradecimiento y un ruego de comprensión por las prisas y urgencias. Como siempre que quiero expresar algo, fracasé por completo al transmitir el contenido del beso. Lo cierto es que incluso cuando recibía, era ella la que terminaba dando, y antes de irme me regaló el perfume de su piel y de su cabellito enrulado. Y los llevé conmigo. Atravesando el calor de fin de año de la ciudad en el minibus, desde la libreta que llevaba en el bolsillo del saco pude sentir el perfume de mamá. No supe entonces su valor. Recién frente a la computadora, azuzado por las prisas (innecesarias), anoté su nombre como segundo miembro de la familia, consintiendo un orden de importancia arcaico y que no sabía nada sobre una mamá que ayudó a su hijo.

Como siempre pasa con las cosas urgentes, subí los datos al sistema y nada más pasó después. Salvo el tiempo. Catorce años de permanencia e inactividad. No pude sujetarlos y pasaron delante de mí flotando en el aire como un velo de seda. Lo cierto, es que nunca podremos estar en ninguna lista para siempre. En algún momento nos tacharán con facilidad. En el año 2022 mamá falleció.

Los nombres de mi familia permanecieron registrados sin sufrir ninguna modificación. La pantalla tiene la lista de mis familiares y la descripción no deja lugar a dudas: "Familiares vivos". Leo dos veces el nombre de mamá. ¿Es indispensable borrar su nombre para cumplir con la ley? “Buena pregunta, pero infantil. Sabes la respuesta”, me respondo. Sin darme cuenta me descubro de pie, en la calle, varios pasos lejos de la computadora. No sé dónde quería ir. Vuelvo a la pantalla, resignado. Bastó un clic. Borré su nombre. Con la obediencia ciega de los uniformes y los fanáticos. “Así son los que no dudan, los duros, los que se hacen temer porque actúan sin pensar”. Seguro a mamá le habría gustado esa obediencia. Pero estoy solo. Rodeado por el silencio de la resignación y con la piedra de la vergüenza en hombros. Y surge otra buena pregunta: ¿esto es todo lo que hay?

Desde entonces, pasarán aún diez días para que empiece a escribir esto. Conoceré aún más a mi padre y le hablaré con las manos y las palabras que nunca escribo. Volveré a casa, me sentaré frente al cuaderno e iniciaré este texto. Empezaré por el título que leyeron más arriba y escribiré sin parar, consciente de que no tengo que preguntarme mucho. Concluiré con el párrafo que leen ahora y escribiré más lentamente, como en la vida cuando es muy claro el final. Apretaré control G y buscaré mi cuaderno. Con el bolígrafo y la tinta azul escribiré una vez más su nombre. Con mis manos. Para que nunca se pueda borrar el nombre de mamá: Iblin Hortencia Velásquez Díaz.

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