El viaje
Recibimos de manera periférica las fotos de un viaje a Papúa Nueva Guinea que realizó una amiga de mi suegra, la amiga en cuestión es una mujer sin hijos ni marido, cuya principal afición es viajar. El no tener progenie la libera de las preocupaciones financieras y logísticas comunes a los humanos que sí se han reproducido y cuyos hijos, a su vez, han tenido prole, que es, precisamente, el caso de mi suegra, a cambio de hijos y nietos, quienes la llaman día sí y día también para que les heche una mano con todo tipo de quehaceres relativos a los niños. Ella recibió un viaje de tres días al interior del país a una región que no dista más de cinco horas de su casa. Quién diga que la maternidad lo compensa todo, no ha mirado la letra pequeña.
Sin embargo, no escribo este texto con intención de volver a hablar de la romantización de la maternidad, ni sobre cómo sus largos tentáculos se alargan hasta las postrimerías de nuestras vidas en forma de abuelas-madre, abuelas-cuidadoras, abuelas-educadoras, abuelas-niñera, abuelas-chicos de los encargos…
Quiero alejarme por una vez de ese tema, como se alejó Alcides D’orbigny de Chile cuando emprendía camino para pisar Bolivia por primera vez y que plasmó en su cuaderno de viajes con estas palabras: «Si bien es verdad que me sucede a menudo experimentar un sentimiento de pena al abandonar un lugar donde he permanecido más o menos tiempo, debo confesar que no me sucedió eso con Chile. Sea que lo hubiese considerado un lugar de paso, sea que el deseo de penetrar en el centro del continente dominaba en mí cualquier otra impresión, vi sin pena alejarse el puerto y desaparecer el río…».
Vamos, pues, al centro de mi continente, que en esta ocasión es el viaje. Vuelvo a las fotos de Papúa Nueva Guinea, se trataban de cuatro o cinco instantáneas de buena calidad, propias de quien ha realizado muchos viajes, en ellas un grupo de aborígenes gallardos posaban o danzaban mostrando sus cuerpos semidesnudos, las cabezas coronadas con plumas de aves del paraíso, las caras pintadas de blanco con símbolos tribales sobre una piel extremadamente morena. El origen de la civilización, es así como denominan hoy los antropólogos a los habitantes de Papúa, los seres humanos más antiguos de la tierra debido a que las tribus no fueron contactadas sino hasta principios del siglo veinte.
¿Cuál fue nuestro primer pensamiento al ver esas fotos? Sin duda recordar nuestro propio viaje a Papúa, aunque el nuestro no tuviera esas instantáneas preciosas; aunque ningún aborigen hubiese sacado su corona de plumas y sus trajes de gala ante nuestros ojos, nosotros también habíamos estado allí, pero de otra guisa.
Papúa fue nuestro último viaje antes de ser padres o, mejor dicho, antes de que la pandemia arrasara con nuestra vida y nos transformara en seres solitarios y encerrados. Que luego termináramos siendo padres no fue del todo casualidad, de alguna manera el encierro obligatorio nos había mermado las alas, decidir cortarlas ya era solo cuestión de un trámite. En todo caso, nuestra experiencia en Papúa había sido la de una travesía sin acceso a internet, ni teléfonos, ni radio, ni tele, ni vehículos motorizados, pero sobre todo sin guías ni hoteles. Papúa había sido El Viaje, sí, con mayúsculas, es decir, aquello que diferencia al viajante del turista.
Llegar a Wamena nos llevó 48 horas de sucesivos aviones y meses de investigación sobre rutas a seguir, una vez allí caminamos al mercado del pueblo de donde salían unas especies de carricoches cargados de mujeres, ancianos y niños pequeños que llevaban o traían bultos desde el Bailen Valley profundo. Nos subimos en uno de ellos incomodando sus cuerpos delgados y elásticos con nuestra corpulencia extranjera y recorrimos un trecho de una media hora hasta que llegamos al paso de un río, el carricoche descargó todo lo que en él había, y dando media vuelta, regresó al poblado. Nosotros seguimos a la gente que, sin pararse ni por un minuto, empezaron a cruzar el río sin apenas remangarse la ropa, al otro lado, unas viejas motocicletas cargaban a los más adinerados y los llevaban hasta el cruce de un riachuelo, este ya con algo parecido a un puente (cuatro troncos unidos por un par de lazos) tras el cual quedaba un camino ancho que bordeaba un río caudaloso, un kilómetro más allá, un control policial y un puente colgante de gran envergadura eran las últimas barreras que separaban la modernidad del pasado.
¿Se sorprendieron los policías al ver tres extranjeros plantados allí? Sí, un poco. ¿Desconfiaron de nosotros? En absoluto. ¿Intentaron disuadirnos del viaje o colocarnos a la fuerza un guía turístico, que ya habíamos rechazado en las puertas del aeropuerto convencidos de que una descripción en papel con cuatro traducciones al idioma local y un mapa era lo único que necesitábamos? No. Simplemente nos dejaron pasar, a nosotros y a nuestras mochilas que iban sin tiendas de campaña, sin agua potable y casi sin comida. Éramos, pues, nuestros pies y el destino. Y eso precisamente era lo que queríamos ser.
¿Qué fue lo que encontramos entre esas montañas de vegetación exuberante y temperatura templada que permanecía silenciosa dividida por un río que corría con fuerza en las profundidades del valle? Lo mismo que encontró D’orbigny en Bolivia, no solo «la cándida hospitalidad que caracteriza a los habitantes del campo», sino también y sobre todo el encuentro con la otredad, la absoluta admiración de la naturaleza, e intentamos en cada momento seguir su lema: «un viajero debe tratar de interesarse por todo», escribió él, «bien sea la naturaleza generosa o se muestre avara en sus bellezas…», y aquí la naturaleza era generosa, generosísima. Y es que cada vez que nos perdimos hubo siempre un lugareño adulto, niño o viejo que nos encontró y ayudó a volver a la senda correcta (muchas veces no había caminos), y cada noche una familia diferente nos acogió en su casa (por supuesto tampoco había hoteles). Nos dieron de comer lo que ellos consumían, que era básicamente camotes y hojas hervidas. Tuvimos conversaciones con todos los que quisieron hablarnos, cogimos pulgas intentando ayudar a una anciana a quitarse las que le habían subido, hicimos de payasos para niños que reían a nuestro paso, respondimos a sus dudas y les regalamos lo único que les interesó de lo nuestro, que fueron las cuatro hojas que teníamos impresas con las traducciones al inglés de preguntas simples como: “¿cuál es tu nombre?”, “¿cuántos hijos tienes?”, “¿puedes darme comida/bebida?”. A mediados del segundo día encontramos una escuela, fruto de las misiones americanas, los evangélicos llegaban en avionetas, sin embargo, la frecuencia con que lo hacían era indeterminada. Las travesías para el resto del mundo se hacen andando, siempre andando.
No hubo, como dije al principio, demostraciones folklóricas, pero encontramos abuelos y abuelas que aún caminaban con sus abalorios originales por la selva, uno de ellos nos pidió tabaco y en cuanto dijimos que no teníamos dejamos de interesarle. Nos enteramos también que los hombres del Bailen Valley rehúyen al sexo, pues piensan que eso les quita la fuerza, fruto de esto las mujeres tiene como mucho dos o tres hijos durante toda su vida, lo que las preserva longevas. Me sorprendió que a las ancianas les faltarán dedos de las manos y luego de meses supe que se debía a una vieja costumbre en la que las mujeres se mutilan un dedo cada vez que se les muere un ser querido. El folklore éramos nosotros, nuestro caminar perdido, nuestras caras rojas de subir por las quebradas. Los niños saltaban de entre los matorrales como bandadas de pájaros y jugaban a asustarnos, cuando llegábamos al límite de su cantón nos despedían con las manos y avisaban al siguiente grupo de niños que aparecían corriendo, prestos a guiarnos durante el siguiente trecho. Las únicas plumas que vimos fueron las de las coronas de un par de jefes de comunidad el día en que llegamos al cruce de un río y nos encontramos con que el puente se había caído, los pobladores de ambas orillas trabajaban para reconstruirlo, a diferencia de otros lugares donde los turistas son el pan de cada día, nadie nos rindió pleitesía ni intentó pedirnos dinero, de todas maneras, allí era imposible comprar nada. Recuerdo haberme sentado junto a unas ancianas que miraban los trabajos de los más jóvenes rodeadas de otras mujeres y hombres que realizaban lo mismo, es decir, mirar y charlar entre ellas. Alguien volvió a preguntarnos por el tabaco en algún momento, luego siguieron con su cháchara.
Al final de nuestro recorrido, que había sido hecho en forma de bucle, cerramos el ciclo y volvimos a pasar por el puente que cruzamos al principio, los últimos niños se quedaron diciendo adiós desde la otra orilla sin siquiera acercarse a los primeros peldaños, cuando llegamos del otro lado habían desaparecido y nosotros habíamos vuelto a nuestro tiempo de motores y gasolina, de peajes, de controles policiales y de incomodar a los lugareños que tomaban el transporte público para llevar sus productos al mercado, con nuestra corpulencia y nuestro equipaje a todas luces.
Veinticuatro horas después tomamos un avión y luego otro, y después uno más hasta alejarnos para siempre de la isla. Meses después comenzó la pandemia mientras preparábamos un viaje imaginario a Madagascar y que nunca se materializó. Tiempo después fuimos padres, los viajes dejaron de ser lo que eran o simplemente dejaron de ser porque ya ni a turistas llegamos.
Me gusta pensar que si ese fue el último viaje que hicimos, fue el mejor y que por lo tanto no necesitamos más. Y si por el contrario fue solo un hasta luego, los que vengan cuando nuestra hija crezca y no seamos una fuente de contaminación de pañales andantes, serán parecidos a nuestra última experiencia, no la de la búsqueda de lo folklórico, sino la del encuentro, la admiración, el agradecimiento y la comunión con quienes nos reciban y a quienes encontremos en nuestro camino.
* Este texto fue escrito basado en el libro “Viajes Por Bolivia” de Alcides D’orbigny