Crónica de una victoria anhelada
La comedia
Nadie, o casi nadie, dudaba de la victoria. La fe se expresaba hasta en las milenarias hojas de coca que un yatiri, entrevistado por una emisora de radio local, con mágica habilidad leyó sobre un aguayo ancestral; su lectura, traducida por un bilingüe urbandino, se convirtió en sentencia: derrota chilena. Al día siguiente, seguro el yatiri habrá cambiado de nombre para poder seguir ejerciendo su oficio. Aunque lo más probable sea que nadie haya reparado en el mal pronóstico del yatiri, pues seguramente todos los que lo escucharon pensaron: “Y por qué este indio no nos dice algo que no sepamos”. Qué optimismo bullía en este hueco: minibuses y micros lucían en sus vidriosas espaldas distintos resultados que, en promedio, se podrían resumir en un dos a cero a favor de la verde. Y el día previsto para la gloria, la bolivianidad se respiraba en el ambiente. No había sentido humano que no pudiese captar el rojoamarilloyverde. En el estadio, miles de fálicos globos, que formaban un arco iris tricolor-patrio en las tribunas, cortesía de una empresa de telecomunicaciones, brotaban entre los paraguas y nylons multicolores que protegían los cuarenta mil seiscientos noventa y siete cuerpos –dato oficial- que esperaban, bajo una intensa lluvia, el comienzo del partido. Y no era un partido cualquiera, pues no sólo estaban en juego tres puntos, sino también el honor patrio, el mar, el gas, y quién sabe qué otros complejos más, confiados a tan sólo once guerreros que en ese momento seguramente hacían calistenia en el subsuelo del Siles. En la pista atlética, mientras tanto, una banda militar lucía uniformes e instrumentos, debidamente erguidos, con un estoicismo colindante con la estupidez, esperando la orden de algún superior que seguramente estaba bien ubicado en el palco oficial. La orden llegó faltando quince minutos para el comienzo del partido; la banda hizo su ingreso al gramado, encabezada por un morocho guaripolero, quien probablemente en esos instantes anhelaba las cálidas tierras yungueñas, en las que de seguro, cuando niño, habrá pateado balones con la ilusión de pisar el césped del Siles con la camiseta del tigre, emulando a los Castillo, Iriondo o Angola, en un soleado domingo de clásico, y no con el ajustado y mojado uniforme militar en un martes lluvioso.
La lluvia impulsó la venta de ranga-rangas, mientras lo heladeros puteaban por su mala suerte; aunque no faltaron los críos caprichosos que sacaban sus cabecitas entre los paraguas buscando a sus caseros, con la consabida frase: “helado quero, papi”. Y ya la lluvia comenzaba a enfriar los ánimos, de tal forma que algunos espectadores, a pesar de tener la cara tricolor, empezaron a pronunciar agoreros comentarios que luego del partido han debido ser coronados con un “ya ve, qué les he dicho”. No obstante, los más jóvenes hacían gala de su fortaleza enfrentándose a la naturaleza sólo con poleras, forma elocuente, para ellos, de demostrar su sobrada confianza en el equipo de todos. Si ganábamos, seguro que el alcohol les habría protegido contra cualquier virus, pero como la historia fue otra, una epidemia de resfríos se produjo en pleno verano.
El trío arbitral ingresó a la cancha ataviado de un negro riguroso, cosa rara en estos tiempos y que además provocó ciertos malos presentimientos en varios espectadores. Si hubiesen ingresado de rojo, de amarillo o con la bandera nacional, no importa, pues igual hubiesen sido insultados como la tradición futbolera del buen hincha sudaca manda. Poco deben querer a sus madres los que se dedican a árbitros. En fin, nada tuvieron que ver ellos con el resultado, la verde jugó mal y punto. El primer gol llegó en el primer tiempo: estadio enmudecido. La barra no tardó mucho en alentar nuevamente al equipo, aunque, con el transcurrir de los minutos, en medio del bo-bo-bo-etc., se podían escuchar atronadoras voces gritando “patea al arco, cabrón”, “camba de mierda, la altura te ha afectado” y otras sandeces más que son típicas en momentos de tensión. Al iniciarse el segundo tiempo, los ánimos se calmaron, merced a un brioso comienzo de los seleccionados, pero a la media hora llegó el segundo balde de agua fría, como para compensar la que el cielo había dejado de proporcionar. Nuevamente, el estadio enmudeció. “Fuera Acosta”, comenzaron a gritar los hinchas, expresando su enfado con el DT, hasta que alguno gritó “Fuera Mesa” y el griterío se traslado a las arenas políticas: “Goni asesino”, “Mesa traidor”, “El Alto de pie, nunca de rodillas”. Al presidente no le habrían caído muy bien tales (in)directas si hubiese estado en el Siles, pero su asiento en el palco se hallaba vacío porque, justo cuando se aprestaba a salir del palacio para ocuparlo, una explosión hizo que sus guardaespaldas lo evacuaran para preservar su excelentísima seguridad.
El drama
La derrota de la selección le permitió a Picachuri ocupar las primeras planas de los periódicos. Y no se me acuse de indolente, sino de realista. Una victoria habría relegado al suicida a un tímido recuadro de páginas interiores, pues la prensa no se habría cansado de elogiar el maravilloso despliegue del once nacional, y lo único que hubiese conseguido don Eusebio es la molestia del presidente por haberle impedido compartir la algarabía de los cuarenta mil seiscientos noventa y siete hinchas presentes en el escenario miraflorino.
Lo cierto es que a don Eusebio Picachuri poco le importaba el partido, pues su estomago no sabía de las ranga-rangas, ni de los helados de canela, ni de los anticuchos. No, su estomago sólo sabía de hambre. Pero no fue sólo el hambre lo que lo llevó a engalanarse de dinamitas y penetrar en el recinto parlamentario, sino también un afán de restituir una dignidad ultrajada por el aparato burocrático que nos somete a todos.
Miles de fanáticos futboleros han debido agradecer la determinación del ex minero, pues les ahorró el suplicio de asumir la humillante derrota: ¿cómo se podían preocupar por un partido, cuando el país vivía su primera crisis después del descalabro de Octubre? Gran pretexto. Un drama personal, pero metonímico, postergó el sentimiento derrotista y lo transformó en duelo solidario. Esta vez ya no cabía el típico consuelo “nos faltó el centavo para el peso”, pues a la selección no se le exigió un peso, sino los miles de millones de dólares que la venta de gas reportaría al país. Es decir, sin la posibilidad de recurrir a la mediocre excusa que siempre nos endulza la amargura de la derrota, como caído del cielo, apareció don Eusebio.
Sin embargo, la inmolación de don Eusebio no pudo consolar a las poncheras del prado, quienes ya habían armado una gran cantina al aire libre, dispuestas a garantizar el festejo de la masa con alcohol metílico; tampoco consoló a las damas de compañía de la Bolivar, seguras de recibir a varios clientes urgidos de meter goles y otras cositas; tampoco consoló a la pareja de invidentes que, con charango y quena, entonaban el “Viva mi patria Bolivia”, en las afueras del Siles, esperando, vana e ingenuamente, la caridad de algún encabronado aficionado; ni qué decir de los que invirtieron en souvenirs de la selección: llaveros, fotos, poleras, banderas, stickers, peluches, discos, etc, condenados al almacenamiento en espera de una tarde de gloria.
La farsa
¿Quiénes van a bailar?, preguntó la de los chicharrones, Varios grupos, hasta de Oruro dicen que están llegando, respondió el de los videos piratas. Así se informaban los comerciantes que pueblan las aceras de la plaza de los Héroes, sorprendidos por el escenario, las luces, el sonido y toda la parafernalia que se armaba al lado de las cabezas de piedra que ocasionalmente fungen de urinarios. ¿Para qué pues?, Es que como hoy es el partido, les vamos a mostrar a los chilenos que nosotros tenemos más folklore, Tanto lío por el partido ¿qué siempre’ps es?, Es como una guerra’ps, doñita, sólo que de alasitas, Yaaaaaaa, cómo vamos a hacer guerras nosotros, Por eso es de alasitas, si fuera de verdad nos waykean grave, mejor es uno a uno.
En otro sector de la misma plaza, un predicador se desgañitaba gritando loas al Salvador, pregonando su retorno y el fin del mundo. Nadie lo escuchaba. Sin embargo, no por predicador dejaba de ser un pícaro urbandino, por lo que, dándose cuenta de por dónde iba la cosa al notar el verdor del ambiente, comenzó a hacer brillantes analogías entre el demonio y Chile, el cielo y el mar, y para el Salvador, alternaba, de acuerdo a la cara de los ya numerosos curiosos, entre Mesa, Morales, Quispe, Solares y Etcheverry. Cuando ya se daba por satisfecho, se le acercó un gendarme municipal indicándole que debía trasladarse a otro lugar porque la unidad móvil de la Televisión Boliviana Nacional debía instalarse ahí para transmitir la “maratón folklórica”, tal como bautizaron al evento. Biblia en mano, trató de defender su territorio, pero pudo más la fuerza de los gendarmes y el predicador tuvo que retirase sin su duramente ganado séquito, no sin antes augurarles las llamas del infierno a los inocentes saboteadores.
La prensa se había encargado de dar realce al evento, indicando que con el baile y canto continuos durante setenta y dos horas “se apuntaba un gol simbólico: la inclusión en el libro Guiness”. Con ese gol, el partido acababa dos a uno, igual perdíamos, pero ni eso se pudo: la maratón folklórica se suspendió apenas seis horas después de comenzar y la ilusión de conseguir el record se desvaneció en la oscuridad de la noche paceña. Nuevamente, el pretexto fue Picachuri, aunque todos sabemos que los verdaderos culpables fueron los dos goles chilenos. Seguramente, de todos los que iban a participar en ese esfuerzo nacional de entrar en el Guiness, pocos quedaban esperando su turno. Y eran muchos y variados, artistas bolivianos, autóctonos hijos del sol, guerreros aymaras que en vez de hondas iban a empuñar charangos, patriotas de corazón tricolor con ganas de ponerle la cereza al pastel; en la cartelera, por citar a algunos, figuraban: Jach’a Mallku, Wacas aymaras de Bolivia, los Kory Huayras, Sangre Aymara, Alaxpacha y el Grupo Fock Dance y Shekinah.
Nuevamente putearon las poncheras, que ante la derrota se habían trasladado del Prado a San Francisco, con la esperanza de saturar los hígados urbandinos con sus brevajes espirituosos: sólo seis horas de folklore, ergo, sólo seis horas de venta. Del intento de record sólo quedó una plaza sucia y un grupo de guitarreros ebrios, únicos respetuosos del espíritu de la maratón, valientes atletas del folklore que seguían exigiendo a sus pulmones y gargantas un último esfuerzo, mientras entonaban repetidamente “Viva mi patriaaa Boliviaaaaa, una graaan nacióoooooon...”.
Salida
“Es sólo un juego”, señalaba la prensa, en un intento de aminorar los ánimos bélicos y triunfalistas, un día antes del partido. Muy ingenuo debe ser el periodista que acuñó esa frase, pues en una nación pobre, que mantiene aún resabios del colonialismo, en una ciudad caótica, acostumbrada a los dinamitazos, no se puede creer que el fútbol sea sólo un juego. No, el fútbol, para el boliviano, es una terapia, una forma de escapar de la realidad cotidiana que amenaza con asfixiar los corazones; el estadio es un escenario, un espacio de ficción, un universo paralelo donde la eternidad dura noventa minutos. Y el 30 de marzo fue más que eso; ese día el fútbol fue la posibilidad de recuperar una dignidad pérdida junto con el mar, la posibilidad de la revancha con la historia, la posibilidad de enfrentarnos en igualdad de condiciones, dizque, con nuestros eternos antagonistas, y, sobre todo, fue la posibilidad de sacar toda la mierda que cargamos con un solo grito –unito, nada más exigíamos-, ”Gooooooooooooool”, con el pecho inflado, la cara deforme y los puños en alto. Por eso anhelábamos la victoria, por eso nuestro espíritu optimista, por eso las jodas, algunas de mal gusto, a los integrantes del equipo rojo. El fútbol es un deporte, es cierto, pero no un juego. El fútbol es comedia, drama y farsa que se repiten en cada partido, y que, de hecho, se volverán a repetir cuando los once guerreros nacionales nuevamente se enfrenten a los bravos trasandinos. Probablemente entonces, ¡ojalá!, la victoria no sea sólo un anhelo.