A Soundtrack
Luis Esteban Gutiérrez
Dibujante, escribidor, pintor autodidacta y arquitecto, artista multidisciplinar. Ha realizado muestras individuales y colectivas desde finales de los noventa. Acuñó la frase “El Arte soy yo v.21” (2001), realizó videometrajes, performances y happenings, diseñó objetos varios, entre ellos: Máquinas Experimentales – para producir arte, tener sexo, volar, cantar-, y otras obras y proyectos atípicos arquitectónicos, lúdicos. También elaboró escenografías y vestuario para teatro. Su compleja obra se rige por la Hiperproducción. El año 2013 publicó el ‘Martirologio Elehemyan, Nuevo Legendario Dogmático del Arte’. En 2017 presentó SATVRNVS, en Kiosko Galería.
I. Tres manchas.
Miro el reloj: ocho y media de la noche. Luis Esteban Gutiérrez lleva treinta minutos de retraso. Lo espero. Estoy de pie en la primera planta de Kiosko. Desde aquí puedo ver la puerta de ingreso a la galería, es una sala blanca y fría, amplia y de techo alto; sus muros están vacíos. Reviso mi grabadora, me cercioro de que las baterías funcionen, de que la cinta esté en el lugar correcto, de tener a mano bolígrafo y cuaderno. Todo perfecto. Alguien abre la puerta e ingresa, es Luis Esteban. Yo no me muevo, lo observo desde lo alto y en silencio. Él enciende un cigarrillo, limpia algo en la parte baja de su camisa, camina en círculos, mira alrededor. En realidad, no hay mucho por ver, sus pinturas ya no están. Hace horas que las desmontaron y guardaron en la trastienda de Kiosko. El único vestigio de su exposición es la palabra SATVRNVS, aún escrita sobre el muro principal de la sala. “¡Hola!”, digo. Luis Esteban eleva la vista y me responde con un movimiento de mano. Desciendo por las escaleras y nos saludamos con un abrazo.
Salimos al patio y nos sentamos sobre las sillas metálicas de la cafetería, que aún está cerrada. Alrededor de nosotros: silencio. Coloco la grabadora sobre la mesa y aprieto REC. “¿Qué tal tu día?”, le pregunto, solo para romper el hielo. Luis Esteban lleva el cigarrillo hacia sus labios e inhala, llena de humo sus pulmones, retiene la respiración y se quita las gafas. Me mira y exhala. Dice: “Tres manchas de sangre, hermana… Tres manchas…”
Sus amigos le llaman Luisi, es un hombre elegante, un dandy del siglo XXI. Lo vi por primera vez en 1999 o 2000, en Cuatro, el bar que abrió y administró junto a su esposa Claudia. En ese entonces ellos eran novios, luego se casarían y tendrían dos hijas, comprarían una casa en las afueras de la ciudad, habría exposiciones, fiestas, mucha alegría y amistad. Habría también daños y algunos descontroles; descuidos y errores; pero, a fin de cuentas, habría amor y pasión hasta el día en que la enfermedad inició.
“¿Cómo decís?”, le pregunto, “¿tres manchas?”
“Sí, hermana”, me responde, “tres manchas…”
En Cuatro ocurrió de todo: presentaciones de funk, jazz y rock; fiestas electrónicas y obras de teatro; clubes de literatura y cine; instalaciones, performances y happenings; grandes jodas y escándalos; imperdonables y terribles traiciones. Todo. El bar funcionaba en una casa antigua del centro de la ciudad. Tenía techo a dos aguas, muros de adobe, piso de ladrillo y un patio interior con un aljibe en medio. Y nos tenía a nosotros allí, cada fin de semana, desde las diez de la noche y hasta la madrugada. “¡Mirá, ése es Luisi! ¡Es el dueño!”, me dijo alguien la noche de la apertura. Lo vi. Luisi usaba rastas y gafas negras, parecía un visitante de otro planeta. Le rodeaban personas extrañas, gente desenfrenada, todas vestidas de negro. Caminó hacia uno de los muros de Cuatro y se detuvo frente a la pared. Estiró los brazos y escaló hasta llegar al techo. Se colgó de una viga de madera… Vi sus brazos en tensión, sus piernas en balanceo… “¡Me tiré por vos!”, gritó, mientras una canción de Charly García sonaba desde los parlantes. Todos aplaudimos.
Hace más de veinte años ocurrió eso. Esta noche, en Kiosko, Luisi lleva el cabello engominado y brillante, peinado hacia atrás. Viste un impecable pantalón beige y usa una camisa de lino holgada y blanca. Es un hombre delgado y de facciones duras, quijada prominente, ojos pequeños. Su rostro es simétrico, casi perfecto. Está sentado frente a mí y no deja de moverse. Al parecer, es incapaz de detenerse. El color de su piel es dorado e intenso. Así también es su voz. Me relata: “esta mañana, cuando llevaba a mis hijas al colegio…. Estábamos en la avenida, yo conducía. Iba rápido, súper rápido y de la nada, ahí, en el asfalto, vi el cuerpo de un perro, un perro atropellado, ¡hecho mierda, muerto! Debajo de él, un charco de sangre. Pero mucha, mucha sangre. La primera mancha… Un rato más tarde, cuando llegué a mi trabajo, ¿qué vi? Ahí nomás, cerca de la puerta de ingreso, ahí mismo, afuera del edificio, en la acera, un camino de sangre, como si alguien se hubiese cortado feo, muy feo. La segunda mancha… Y ahorita, hace un ratito, cuando entré a la galería, a la sala ¿con qué me encontré?... Mirá, vieja, ¡mirá!”
Arroja el cigarrillo y lleva ambas manos a la parte baja de su camisa. La estira y me muestra. En efecto, ahí está, chiquita y apenas visible, la tercera mancha…, digo en voz baja. Luisi sonríe. Pocos minutos después, salimos de Kiosko. Queremos cerveza fría.
II. Tres momentos.
Tres momentos definitorios en la vida artística de Luis Esteban Gutiérrez:
1) En 1990, cuando dijo: “mamá, quiero un lienzo”.
2) En 1998, tras un suicidio.
3) El presente (posiblemente).
Hijo de un arquitecto y una madre lectora, Luisi es el segundo de tres hermanos. Tiene 41 años1 y se define como un producto de los noventa, como parte de una generación híbrida. Salimos de la galería, caminamos un par de cuadras e ingresamos a un restaurante. Es un sitio agradable, con aire alemán. Nos sentamos en el jardín y pedimos cerveza. La noche trae brisa y tranquilidad. Luisi me dice: “los de mi época mantuvimos vivas algunas tradiciones de los viejos, como las fraternidades y las comparsas, ese tipo de cosas… Pero a la vez, estuvimos abiertos a nuevas experiencias; a las drogas lisérgicas y la música electrónica”.
Creció en el centro de Santa Cruz de la Sierra. Su padre fue el primer artista que conoció. Cuando niño se apropió de una habitación vacía dentro de la casa familiar. Allí armó un estudio, una especie de refugio personal. Era un espacio para el onanismo –me explica-. “Ahí aprendí a entenderme, y a llevarme bien con mi soledad. Algunos amigos me visitaban y decían: ‘¿qué es esto? ¿Por qué pintás esas cosas? ¿Esas bolas, esos huevos?’ Tras escucharlos, yo agarraba el cuchillo y rajaba las pinturas; en defensa de mi libertad, mi intimidad”.
Tuvo dos maestros: Yito y Roberto Valcárcel. No le interesaba aprender técnicas o teoría, su búsqueda era otra. “Quería ensuciar mi cabeza con ideas”, me aclara. En 1990, le dijo a su madre: “quiero un lienzo”. Ella accedió y lo compró. Algunos artistas nacen así, de la nada, por capricho y sin quererlo.
Estudió arquitectura. Expuso por primera vez en 1998, a sus 23 años, en La Casa de la Cultura. La muestra se llamó Proceso, aunque en realidad fue el resultado de un impulso. Meses antes, Luisi no pensaba en mostrar sus obras. Dirigía la construcción de un edificio de mediana altura, ubicado en el centro de la ciudad. Se había asociado con “un chileno” (así lo describe él) y habían conseguido el contrato. “Mi socio puso ‘la verba’ y yo el trabajo”, me cuenta. “Yo aprovechaba la oportunidad para hacer mis locuras, mis artes. Dibujaba detalles en las escaleras, en las habitaciones, en los pasillos...”
La estabilidad acabó cuando Luisi descubrió la estafa. Faltaban 15 mil dólares. Encaró a su socio y le amenazó con iniciar acciones legales. Incluso mencionó la palabra Interpol. Horas más tarde, el hombre subió al quinto piso de la construcción y se tiró. Murió. “Sonó como una bolsa de cemento”, recuerda Luisi. “Vi su cuerpo en el piso y corrí hacia él. Intenté realizarle respiración boca a boca. Ese mismo día dije: ‘¡Fuck off todo esto, voy a hacer arte!’”
Meses más tarde llegó Proceso, una mega-producción en la que exhibió más de ochenta dibujos, pinturas y objetos; y que finalizó con un violento performance, en el que el artista acuchilló, quemó y golpeó con un bate cada una de sus obras. “Me hice un corte profundo en el brazo, sangré. A mi madre no le gustó para nada”, recuerda. De allí en adelante se dedicó por completo al arte.
Los años sucedieron entre exposiciones, talleres, participaciones en Bienales y otros eventos de ese tipo. En ese lapso de tiempo, Luisi y Claudia se conocieron, se enamoraron y se casaron. Tuvieron dos hijas, formaron una familia. Todo parecía estar bien y en su lugar correcto; pero una tragedia se cocinaba por lo bajo y a fuego lento.
Una vez diagnosticada la enfermedad la vida se alteró. Los días se transformaron en un proceso de desgaste: las visitas a consultorios, las recaídas y los desesperos, las dudas y preguntas, los medicamentos, exámenes y tratamientos. Quien haya vivido algo similar entenderá la situación. Una noche, después de superar tres semanas de internación en un hospital, Luisi y Claudia retornaron a su hogar. Él se había mantenido a su lado, sin saber muy bien cómo actuar. Nadie está preparado para este tipo de acontecimientos, en estas cosas, nadie es experto. Ya en casa, Luisi se encerró en su pequeño e improvisado estudio de pintura. Puso música y subió el volumen al máximo. Tomó un pincel y dibujó. Lo hizo durante horas, sin parar, casi hipnotizado. Dentro de su mente: ira y confusión, así plasmó los seis bosquejos iniciales de SATVRNVS.
Ése –posiblemente- fue el tercer momento definitorio de su carrera.
III. Saturno.
El artista y curador Rodrigo Rada escribió: “¿Cómo debemos relacionarnos entre nosotros para enfrentar el dolor?... Los personajes de la serie SATVRNVS, seres desnudos, en algunos casos deformes y monstruosos, inmóviles e impotentes, son espectadores inertes o víctimas de toda una serie de condicionantes sociales y psicológicas a la que están expuestos los enfermos y sus familias, cuando se enfrentan (a) la muerte”.
El ocho de junio de 2017, Kiosko Galería inauguró la muestra SATVRNVS, de Luis Esteban Gutiérrez. Fueron seis obras de óleo sobre lienzo, creadas entre 2014 y 2016. El evento suscitó interés inmediato por dos motivos: 1) era la primera exposición individual de Luisi después de cuatro años de silencio, y 2) porque la tragedia acababa de llegar a su vida. Claudia, su esposa y compañera, había fallecido ocho meses atrás, víctima de un cáncer.
La noche de la apertura, Kiosko se vio rebasada por visitantes. Asistieron amigos, familiares, colegas artistas, gestores, curadores. (Casi) toda la fauna del arte de esta ciudad. Fue una velada de encuentros, un abrazo colectivo. En el patio todo fue risas y buen humor. Hubo cerveza, muestras de cariño, aperitivos y vino. En la sala, por el contrario, la situación fue diferente. Había algo más solemne que el silencio. Las personas se detenían frente a las pinturas durante varios minutos, invertían más tiempo que el usual, se aproximaban a los cuadros, los miraban de cerca y de lejos, de frente y de costado. Si alguien realizaba un comentario, lo hacía en voz muy baja, con respeto, sin alterar el mutismo. En ese espacio el duelo se hizo latente.
“Luisi, ¿cómo preparás tus muestras?”, le pregunto mientras cenamos. Me responde: “para mí, cada exposición es como un álbum de música. Todo lo que hice antes fueron discos progresivos, mega producciones con cientos de obras. SATVRNVS es como mi primer disco solista, es temática pura. En estos últimos dos o tres años perdí muchas fuerzas, me decanté de muchas cosas, de muchos sueños. Esa cuestión de ‘¡mirá mamá, voy a ser artista, voy a brillar!’ Eso ya se me disolvió”.
Tiene razón. Comparada con sus anteriores muestras, SATVRNVS es austera. Por ejemplo: en Los Martirios, de 2013, Luisi expuso más de 99 obras acompañas por un texto titulado Martirologio Elehemyan, Nuevo Legendario Dogmático del Arte, un escrito algo caótico, casi un Manifiesto en favor de la sobreproducción y el plagio. Acerca de esa exposición, me dice: “era patafísica pura, la solución imaginaria de las ciencias imaginarias, había mucho territorio por explorar, coloqué en su justa percepción mi calibración religiosa. Tenía códice y demás huevadas, maximalismo. Los años lo pedían así. Fue eso, el espíritu del tiempo…”
Si hay algo que Luisi no pierde, es tiempo. Habla y se mueve como si no hubiese un mañana. “Te voy a mostrar una cosa”, me dice e introduce su mano derecha en el bolsillo del pantalón, saca su billetera y extrae un papelito colorido, recubierto por láminas plásticas. “Esta es mi postal de San Expedito2”, me explica, “es el santo de las causas urgentes, el abogado de lo imposible, el patrono de los extraviados. Mirá cómo pisa al cuervo. Fijate lo que el bicho grita: ‘¡Cras!’ Eso es latín, quiere decir ‘Mañana’. ¿Entendés? ¿Entendés lo que te digo? Hay que ser como San Expedito, hay que pisar el mañana. No hay tiempo. Todo tiene que ser ahora. ¿Entendés?” “Claro que entiendo”, le digo y de inmediato llamo al garzón: “¡otro chop, por favor!”
SATVRNVS es una obra compleja, una férrea condensación de ideas. Todos los intereses de Luisi están ahí, en esos cuadros. Siempre fue así, en realidad, en cada una de sus exposiciones, él jamás calló, guardó, u ocultó; la diferencia radica en que, esta vez, solo necesitó seis obras para comunicar su mensaje; tensión, foco, síntesis y cohesión.
“¿Por qué Saturno?”, le pregunto. “Siempre quise hacer mitología”, me responde. “Tengo mi fe católica, y a la vez esta tendencia a encarnizar los mitos paganos. Entonces, cuando se da esta circunstancia (la enfermedad de Claudia), cuando siento esta impotencia; se me viene a la cabeza la idea de que Dios me falla. ¿Por qué el padre se come a sus hijos? ¿Por qué esa crueldad? Todo se dio esa noche después de estar en el hospital durante tres semanas. Fue una limpieza, una purga: seis esbozos de esa dimensión porque se me vino una verborrea. Escatológico”.
SATVRNVS, seis cuadros -tres de 60 x 150 cm; y tres de 50 x 145 cm-, en los que Luis Esteban Gutiérrez expuso sus obsesiones, martirios, culpas, disculpas y fragilidad. Seis obras simbólicas y enigmáticas que muestran antropofagia, cuerpos en poses imposibles, hombres que se alimentan de las entrañas de infantes, seres desnudos y asexuados, bosques siniestros, agua y ondulaciones apocalípticas, templos deshabitados, hormigas y penes flácidos, un reloj de arena, una mujer embarazada, conchas y flores, una hoz, tempestades, planetas.
En Idilio de Cibeles y Saturno, Luisi pintó su rostro junto al cuerpo de Claudia. El lienzo es vertical y ella ocupa la mayor parte de la superficie. Está echada de espaldas, sobre un colchón azul. Su cuerpo está dado vuelta: la cabeza abajo, las piernas arriba. Ella mira hacia el frente, apenas sonríe y tiene los pechos desnudos, sus ojos transmiten calma y paz. Alrededor de su cuello, cuelga una cadenilla púrpura. Luisi aparece en la parte inferior de la obra. Está calvo. También ríe, pero el gesto es forzado, una mueca fingida, una máscara, tiene la mirada extraviada. Una constelación de pequeños planetas baila sobre su cabeza.
Saturno en Lazio muestra a un hombre obeso, calvo, desnudo y grotesco, a punto de estallar en carcajadas. El título hace referencia al destierro del Dios griego. Todo en ese personaje es flácido y exagerado. Los muslos, pies, pezones, pechos. Sus ojos reflejan el paisaje que el espectador observa. Está tirado de espaldas, en la cima de una colina. Su mano izquierda aferra la hoz de la muerte. Detrás de él, hay un mar bravo y volcanes. En la ribera, en lo bajo del cuadro, una mujer da a luz. Sobre el firmamento vuelan cientos de figuras hexagonales y alargadas. Nubes robustas cubren el cielo. En medio del cuadro, se elevan el sol y -sobre él- el planeta Saturno y sus anillos.
Se trata de arte expresionista, figurativo y con un tinte psicológico que no lo define, pero es inevitable. Muy en el fondo, y debido al intempestivo y violento proceso creativo, es un arte esencialmente surrealista y simbolista. No hay nada como esto en el arte boliviano -me explica Rada, quien asesoró al artista y curó la muestra-. Son pinturas increíbles y sinceras, llegan a un lugar al que poca gente tiene el valor de dirigirse, no es un arte intelectualizado, es humano y sensible. Ahora hay un cinismo muy extraño en el mundo del arte, ya no se habla de emociones. Por eso estas obras son importantes.
Saturno es muchas cosas. Fue el Dios romano de la agricultura y la cosecha, le invocaban en las épocas de siembra. El culto a su figura fue uno de los más antiguos de ese imperio, erigieron un templo en su honor, dentro del foro de la ciudad. De esa construcción sólo quedan en pie ocho columnas y una parte del entablamento.
La mitología griega le llamó Cronos. Fue un Titán, hijo de Urano -el Dios del cielo- y de Gaia -la Diosa de la tierra-. Urano fue una deidad cruel, enclaustraba a sus hijos en el vientre de la madre, debajo de la tierra. Para librarse de la opresión paterna, Cronos lo castró, le cortó el pene con una hoz y luego tomó el control del universo. El reinado de Cronos fue aún más perverso. Se casó con su hermana y tuvo muchos hijos con ella. Ni bien nacían, él devoraba a los bebés. Pocos lograron escapar de sus garras. Zeus fue uno de ellos. Cuando tuvo la edad y fuerza suficiente, Zeus enfrentó a Cronos y tras derrotarlo, lo desterró.
Saturno devorando a su hijo es la representación más dramática y célebre de esta historia. La realizó el español Francisco de Goya. Lo hizo durante uno de los momentos más duros de su vida. En 1820, Goya había perdido el sentido del oído. Poco tiempo después, una misteriosa enfermedad –algunos creen que tifus– casi lo mata. Debilitado y septuagenario, el artista se recluyó en ‘La Quinta del Sordo’, su hogar. Era una extensa finca, situada en las afueras de Madrid. Allí trabajó y creó Las Pinturas Negras. Fueron 14 murales de gran dimensión; oscuros, despiadados, violentos y asombrosos. Algunos de los títulos: Duelo a garrotazos, Dos viejos comiendo sopa, Perro semihundido, El aquelarre y, por supuesto, Saturno devorando a su hijo. En esa obra, Goya nos muestra a un Saturno aterrador, deforme, humanoide y cadavérico. Un espectro que emerge desde un fondo sucio y negro, tiene una cabellera grisácea, larga, escasa y transparente. Sus ojos son dos órbitas blancas y desaforadas. La boca es un hoyo que engulle el brazo de un cuerpo decapitado. Locura, desquicio y aniquilación. Cinco años más tarde, aquejado por un tumor y tras haber caído por unas escaleras, Goya murió. Las Pinturas Negras fueron trasladas a lienzos y ahora se exhiben en el Museo del Prado, en Madrid.
Por último, Saturno es el sexto planeta del sistema solar. Forma parte de los llamados “planetas exteriores” o “gaseosos”. Es nueve veces más grande que la Tierra. Está compuesto por helio e hidrógeno. Se cree que sus vientos alcanzan velocidades de hasta 450 metros por segundo. Ocasionalmente se forman tormentas dentro de él, algunas tan gigantes que cubren la superficie entera del planeta. Más de treinta satélites y un incontable número de anillos orbitan a su alrededor. Se encuentra a 1,430 millones de kilómetros del Sol. No necesita de él: Saturno irradia más calor que el que recibe. Ya que es el planeta con las revoluciones más lentas, es considerado el representante de la melancolía.
Goya, el planeta, los anillos, Cronos devorador de hombres, el Dios con la guadaña, la melancolía. Todos estos símbolos están dentro de las obras de Luisi. Son pocos cuadros, apenas seis, pero los detalles y las referencias desbordan al espectador atento. “¿Para qué tanto detalle?”, le pregunto, ya con más de media docena de chops encima. Me responde así: “¿por qué no logro abstraerme? Me lo pregunto… Yo no creo en esos diseñadores que dicen: una imagen vale más que mil palabras. Te digo una palabra: mesa, guerra, Dios, eso es infinito. La imagen, en cambio, es definitiva. El contenido simbólico, la semántica… Todo ello es un bucle perfecto. Una elipsis. Hay palabras que guardan miles de significados dentro…”
En su arte, Luisi no busca el exceso. Ése no es el objetivo. Su narrativa es intensa y detallista, por lo tanto, el exceso forma parte del proceso, la sobreproducción es una herramienta, un instrumento. El fin último: representar la palabra precisa, la indicada, la perfecta, a través de toda imagen posible.
IV. Recuerda que morirás.
Pocos días después de nuestra cena, Luisi me recibe en su hogar, es una casa pequeña ubicada dentro de un condominio cerrado, en las afueras de la ciudad. Allí vive junto a sus dos hijas. Las paredes de la sala están pintadas con colores claros. De los muros cuelgan algunas obras en las que Luisi trabaja actualmente.
Pasamos al patio. Él se hecha en una hamaca, yo tomo asiento sobre un mueble de ratán. El jardín es amplio y el pasto está crecido y descuidado, además de nuestras voces, escuchamos el canto de los grillos, y también los intensos e impertinentes ladridos de un perro que no vemos.
Hablamos acerca de Goya. En un arrebato de entusiasmo, Luisi corre hacia la sala y trae un libro. Es la edición de 1973 de Los dibujos de Goya, la portada es conservadora. Muestra una imagen de Hútiles trabajos (escrito así por el artista) en la que se ve a tres mujeres lavanderas. En las páginas interiores, sin embargo, se exponen los verdaderos fantasmas y monstruos que habitaron dentro de la imaginación del español: hombres borrachos, mujeres viejas y decrépitas, curas perversos, animales rabiosos. “Ese libro me rompió la cabeza desde niño”, me dice Luisi.
Durante la conversación, un batallón de preguntas ronda mi mente. ¿Cómo se supera una tragedia? Continuar con la vida es posible, por supuesto, muchos lo hacen, pero; ¿a qué precio? ¿Esta clase de heridas cicatrizan? No interrogo al respecto; prefiero callar y escuchar.
En un momento de la noche realizamos un corto recorrido por su hogar. El propósito es ver todo lo que Luisi ha producido después de SATVRNVS. Trabaja en el cuarto de lavado, un espacio angosto, pequeño e incómodo, allí tiene su caballete y algunos lienzos, los botes de pintura y la paleta de colores, los pinceles y las brochas y, además, la computadora conectada a un par de parlantes. La cantidad de obras es abrumadora. Debe ser casi un centenar. Luisi me muestra algunas. Son pinturas realizadas durante los últimos meses de vida de Claudia. “Estas son ramas de Guapurú”, me dice. “Fueron mis regalos para Claudia, en los tiempos de la convalecencia. Cada mañana, al despuntar el alba, le mostraba un nuevo Guapurú. Se lo llevaba al cuarto y le hablaba, con mucha dulzura, mientras ella los contemplaba...” Las pinturas exudan intensidad y, a la vez, calma y resignación.
La otra serie que Gutiérrez tiene casi lista se titula Memento Mori (en español: Recuerda que morirás. Uno de los Memento Mori cuelga en la sala del hogar y es, en pocas palabras, fantástico. Son dos lienzos que, unidos, muestran la imagen de una calavera con dentadura celeste. Está colocada sobre una mesa rosada. Al lado de la calavera hay una caja con fósforos, una vela, y una pipa que hace alusión a la obra de Magritte. El fondo son líneas gordas y verticales, de diferentes colores: calipsos, blancos, amarillos, grises, rosas. Luisi me explica que las pinturas irán acompañadas por objetos. Naturalezas muertas realizadas con cajas de cereales, y pintadas con acrílico. Las imágenes de las esculturas son repetitivas y consecuentes con los Mementos Mori: calaveras, fruteros, mesas.
“Todo ha sido muy terapéutico”, me dice. “Nosotros nos sentábamos a la mesa y hablábamos de los Mementos Mori con mi esposa y con mis hijas. Almorzábamos y mirábamos los cuadros y a la vez creábamos esta narrativa acerca del fin de la fruta, acerca de la muerte. Todo con mucha tranquilidad, mucho cariño. No hay condiciones para hablar con desdén acerca del paso del tiempo, cuando sos vos el que está trémulo frente a él…”
El devenir de la vida, la redención frente a la muerte, la calma después de la tormenta. Los Mementos Mori podrían significar una bisagra para el artista, la oportunidad para redefinirse y encontrar una nueva veta creativa.
Horas más tarde, un taxi me conduce hacia Kiosko. Es la una de la mañana. Mi cabeza da vueltas, las ideas tropiezan. Pienso en Luisi y en su futuro, en SATVRNVS como el primer disco solista de su carrera, en sus exposiciones como el soundtrack de su vida, en el pie de San Expedito sobre el cráneo del cuervo negro; en la certeza de que el tiempo, una vez perdido, no se recupera; en el misterioso origen de las tres manchas de sangre y en que a veces, en verdad, algunos hijos son devorados por sus padres.
1 Esa era la edad del artista en el momento en que se realizó la entrevista, en septiembre de 2017.
2 Expedito no es un santo “oficial” de la Iglesia Romana. Fue retirado del Martirologio Romano (un catálogo de mártires y santos de la iglesia católica) por orden del Papa Pío X, en 1906. El motivo: no se sabe si en verdad existió, la iglesia no tiene prueba de ello.