Los muertos no cantan

La banda Obelipsis está de gira en la ciudad de Santa Cruz; lejos de ese altiplano familiar, la “capital del oriente” recibe a sus visitantes con sus misterios. Uno de ellos, el polémico incidente ocurrido el 16 abril de 2009, no les dejará de perseguir, y es que ¿acaso no se piensa más en la irrealidad de lo real, cuando uno está durmiendo sobre la escena de un crimen?
Editado por : Juan Pablo Gutiérrez

“Nosso silêncio cúmplice
luz da lua”

Obelipsis

Asigno, de facto, un alias a mis compañeros de banda: Capitán Cangrejo en el bajo, Castillo en la guitarra eléctrica, Lucis en la voz y Yex en la batería. Yo me autoproclamo Aureliano Buendía II, al mando de una guitarra eléctrica de color indefinido, modelo StratoCastro de fabricación mexicana –sí, también asigno un alias a mi instrumento–.
 
Diecisiete horas de viaje por carretera transformaron el paisaje de forma gradual. Como si alguien hubiese manipulado los controles de un sintetizador capaz de modificar la realidad para crear algo imprevisto. Santa Cruz parece una realidad que habita otra. El sonido del viento que se quiebra en las montañas es canto de aves silvestres. Las ramas famélicas de keñua, pino y eucalipto mutan para transformarse en frondosos árboles de motacú, tajibo y achachairú. Nosotros somos nosotros, con brillo de sudor en la frente y un marcado acento altiplánico de clase media.

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Obelipsis estremeciendo a la ciudad de Santa Cruz. / Fotografía: Cortesía de Obelipsis.

Me ofrezco para ser carne de cañón e inspeccionar el terreno. Parece una incursión de rutina. La sede de gobierno está en el extremo occidental, llegamos desde allí antes del mediodía. Estamos en la capital oriental del país, bohemios y visionarios que usan, con orgullo, el gentilicio camba le han asignado ese rango. Su posición geográfica es, por sí misma, desconcertante para quien habita el altiplano en medio de la cordillera de los Andes. Las calles angostas del centro, con vestigios de arquitectura jesuita y chiquitana, fijan la lejana memoria de bueyes que tiran carretones cargados de caña de azúcar y manjares arrebatados al corazón de la selva amazónica.
 
Mi carácter previsor me llevó a realizar la reserva del hotel con una semana de anticipación. Uno de tres estrellas con prestaciones de uno de cinco. Ubicación privilegiada, habitaciones amplias e iluminadas, desayuno buffet incluido. Allí encontraremos un regalo de bienvenida que cambiará el rumbo de la incursión. 

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Llegamos en taxi. Estamos fuera del vehículo, Capitán Cangrejo baja al final y se queda anclado al asfalto por un momento. Sonríe con incredulidad y me da el soplo. Ha descubierto información clasificada. Conoce los juzgados como un buen soldado su trinchera, tiene un olfato fino cuando de leyes y casos judiciales mainstream se trata. En sus palabras, ha transitado pasajes secretos que solo conocieron los fenicios y los cartagineses. Otra banda había estado allí, una que adquirió violenta fama mundial la madrugada del 16 de abril de 2009. Un artículo plural y una S fueron omitidos en el letrero del hotel y encriptan el recuerdo de un espectáculo que me provoca una punzada helada en la nuca.

Quien debería estar parado allí es Ryszard Kapuściński, no yo. El reportero de guerra Robert Capa increparía mi tibieza: “Si una foto no es suficientemente buena es porque no estabas suficientemente cerca”. Me aferro a mi StratoCastro y me acerco a la recepción. Valido la reserva, nos asignan dos habitaciones dobles. La persona encargada entrega las llaves con una sonrisa. Inocente bandera blanca.
 
Caminamos por el pasillo, como quienes están de paso por el museo criminalístico de la policía nacional. Mientras tanto, un móvil con fotografías publicadas por versiones digitales de diarios del 16 de abril de 2009 circula de mano en mano. El concierto de la noche queda en segundo o tercer plano. Lucis y yo nos quedamos en la habitación que nos corresponde, solo nos miramos. El piso refleja un brillo opaco, las paredes parecen haber sido masilladas y pintadas hace poco. ¿Qué sucedería si un poco de luminol salpica la habitación? No tengo la respuesta.

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La última canción en el setlist es “Secreto a luz de luna”. La compuse cuando el idealismo era mi bandera, ebrio de trova y música de protesta. Esa bandera está descolorida, tiene orificios cubiertos con parches de bandas de metal de espíritu rebelde que escuchaba en mi adolescencia. Noté su desgaste en 2019, cuando la paz artificial de la parte sur del continente fue rebasada por la habitual revuelta popular de fin o principio de década.  

El concierto termina. Castillo –formado en la ciudad del lago, en Perú– parece fascinado. Descubre que Bolivia es, también, aquello que no aparece en las postales para turistas. Capitán Cangrejo, Lucis y yo caminamos hacia el hotel. La distancia de la sala de conciertos hasta allí es de algo más de un kilómetro. El fresco de la noche hace placentera la marcha. Hay un aire de campo que es difícil de describir, el de una gran ciudad que no termina de asimilar que ya es una gran ciudad. Capitán Cangrejo cuenta detalles de lo que, con cierta probabilidad, ocurrió en las habitaciones en las que pasaremos una noche que será larga.

Llegamos de madrugada. Tal vez fantasmas nos siguen a través de la calle mal iluminada donde un guajojó debió haber cantado a la hora que, presumo, ninguno de los antiguos empleados del hotel desea recordar. Un equivalente local del alma q’ipi que apareció en la puerta del ingreso al palacio de gobierno en La Paz en octubre de 2019. Capitán Cangrejo deja el bajo y sale para buscar una hamburguesa. Yex, su compañero de habitación, llegará por la mañana con una historia que demostrará que conoció la cara más amable –exfoliada y maquillada– de la ciudad.  

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“Santa Cruz parece una realidad que habita otra”. / Fotografía: Cortesía del autor.

Tengo un libro de Jorge Luis Borges sobre mi mesa de noche, lo tomo e intento leerlo sin éxito. Imagino y recreo una y otra vez lo que pudo haber sucedido en esa habitación. Me siento atrapado en un relato policial, un laberinto lineal del que ni Lönnrot podría salir. Creo sentir el hedor de la pólvora quemada, es más penetrante que el del humo de cigarro impregnado en la StratoCastro y en el uniforme de rockstar usado en el concierto. Lucis duerme.

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La primera versión oficial de lo ocurrido en abril de 2009 indica que alguien –en realidad, más de uno– decidió cruzar la frontera de la ficción para intentar recrear el futuro distópico de un país cercenado, al estilo de Alison Spedding en su novela De cuando en cuando Saturnina. No es posible establecer juicios sobre lo sucedido sin convertirse, uno mismo, en parte de la historia. Saturnina Mamani Guarache –protagonista de esa distopía– diría: “¡La abuela cuenta de otra forma!”.

Castillo regresa a su país de origen, de forma definitiva, unos meses después. Revuelta popular de turno en ambos lados de la frontera, violento movimiento en un tablero de ajedrez que propicia un juego que no termina. Queda pendiente una charla sobre la anexión ficticia de Puno y Juliaca a la Zona, tal vez arcilla para moldear una nueva canción. 

Dos guitarristas veteranos, sin el poder de modificar el destino, compartirán unas copas de anisado y cerveza amielada mientras recuerdan un concierto en Santa Cruz. ¿Un paradigma clásico se romperá? Puede que la realidad supere a la ficción; empero, la ficción tiene la capacidad de preceder a la realidad. La capital oriental ya existe aunque faltan décadas para llegar a 2079, pista que queda para la afilada intuición de algún personaje de algún relato circular de Borges.

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Dejamos el hotel después del desayuno. Hemos pagado un cargo adicional que no es monetario, uno que no aparecerá en las publicaciones sobre el concierto en nuestras cuentas de Facebook e Instagram. Bajo el cielo más puro de América –en un hotel que ha decidido omitir un artículo plural y una S en su nombre– los muertos no cantan. Mrtvi ne pjevaju.

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