Las ciudades de la ciudad

Hugo José Suárez nos presenta a la Ciudad de México bajo tres puntos de vista diferentes: bus, metro y taxi. Reflexiona cómo este cambia detrás del transporte público y cómo en una metrópolis, como lo es la urbe mexicana, contiene diferentes ciudades dentro de una misma.
Editado por : Humberto Pinto

Todos los días llevo a mi hija a su colegio que está a quince kilómetros de mi casa. Sí, recorro sesenta kilómetros por jornada, es el costo de vivir en una de las aglomeraciones más grandes del mundo: la Ciudad de México. El trayecto suele durar entre treinta y cinco a cincuenta y cinco minutos, dependiendo del tráfico que es una variable incontrolable, tan caprichosa como misteriosa. En realidad, no está tan mal; cuando vivía en La Paz, en los peores días hacía un tiempo similar desde Sopocachi a Achumani debiendo recorrer poco menos de diez kilómetros; claro, el tema no eran los autos, sino las manifestaciones. 

Por la práctica habitual, me sé la ruta de memoria, y como básicamente tomo el Boulevard López Mateos –conocido como el Anillo Periférico, que no tiene semáforos e incluso hace unos años le hicieron un segundo piso que en ocasiones colapsa–, he llegado a identificar todas las entradas, las salidas, los huecos, los lugares de saturación, los carriles más rápidos y los lentos. Con paciencia de budista, ya no me estreso cuando debo esperar y esperar que, a vuelta de rueda, recorramos unos pocos metros. He optado por escuchar música, platicar con mis parientes o descargar conferencias interesantes. 

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En el bus se observa rincones que de otra manera pasan desapercibidos; en el metro vas apretado y sin vista, obligado a fijarte solo en los demás pasajeros; en el taxi es una intimidad individual sin intercambio más que con el conductor. / Fotografía: Pexels.com

Sucede que un día se vio interrumpida mi rutina ya incorporada sin drama a mi cotidianidad. Para combatir la contaminación ambiental urbana –ese fantasma provocado por el peor invento del hombre, que es el automóvil–, las autoridades han implementado el programa “hoy no circula”, que consiste en que un día por semana debemos guardar el vehículo en casa, salvo los que tenemos el privilegio de contar con un número mágico que autoriza salir a diario. Pero esa rutina se interrumpe si la calidad del aire es pésima y se declara “contingencia ambiental”. En ese caso, todos debemos acatar la disposición. Yo me sentía relativamente seguro porque la terminación de la placa de mi coche se vincula al lunes, día en el que es poco probable que haya contingencia (se mide el día anterior). Pues no, hace algunas semanas me tocó, se activó la alarma ambiental y no pude salir con el motorizado. Adivinaron: tuve que ir a la escuela de mi hija en transporte público.

Me desperté a las cinco y treinta de la madrugada para salir una hora más tarde, luego de bañarme, sacar al perro y preparar el desayuno. Caminamos cinco minutos hasta la parada del transporte, en la lateral del Periférico, debajo de una de las tres banderas más grandes de la Ciudad de México, en San Jerónimo. Primero quise tomar un taxi, pero todos pasaban llenos, tarea imposible. Aborté la comodidad que hubiera significado –unida al elevado costo– y tomamos el bus que lleva a Barranca del Muerto, que es la parada del metro. El bus es un vehículo grande y viejo que tiene un sistema de cobro antiguo, hay que poner las monedas exactas en un monedero transparente, el chofer corrobora que sea el monto correcto y aprieta una palanquita para que caigan las monedas al depósito. No hay cambio ni conversación alguna. Y parte el camión –como se le dice en México– con toda la torpeza que lo caracteriza. Nos sentamos en un lugar estratégico. Vemos un paisaje que es imposible de apreciar cuando estamos en coche propio; es la ventaja de viajar dos metros por encima de la vereda y no ir muy rápido. Por mi ventana aparecen casas, árboles, edificios, jardines, y en algunos momentos apreciamos la luz del sol. El paisaje interno es también estimulante, son personas de origen popular, acaso albañiles, gendarmes o trabajadoras del hogar. Me detengo en una mamá que lleva a su hija de unos nueve años a la escuela. La niña está impecable, su cabello recogido en una cola adornada con un listón azul, el uniforme limpio y bien planchado, medias blancas y zapatos negros. Ambas con cubrebocas de rigor. Lo sabemos bien los sociólogos: la escuela es un gran agente socializador, impone ritmos, estilos, formas de vida. 

Llegamos a la parada y nos toca entrar al metro. La estación es la más profunda de la ciudad. Compro dos boletos –por una extraña razón no venden tarjetas recargables en ningún lado, dicen que se agotaron hace varios años y no las reimprimieron–, descendemos dos escaleras mecánicas hacia el centro de la tierra. Como en el metro hay vagones para varones y otros para mujeres, tenemos que ir mi hija y yo, en el de varones. Nos toca estar parados, hace calor, el ventilador en el techo funciona, pero de manera insuficiente. Mal que bien, no estamos tan apachurrados, logramos cierta distancia con los demás pasajeros. El público es más variado, igual hay madres llevando a sus hijos a la escuela, pero predominan oficinistas y funcionarios, algunos con traje y corbata, otros más informales. En nuestro trayecto, no vemos ningún vendedor ambulante de esos que abundan en otras líneas. Lo que sí, al no tener paisaje alguno por estar varios metros bajo tierra, debemos dirigir la mirada a los anuncios oficiales y las indicaciones de la línea en la que estamos. No es tan interesante como el trayecto anterior.

Llegamos a la estación Polanco, una de las zonas más ricas de México. Bajamos con la masa de oficinistas que se dirigen a sus trabajos. Cuando llegamos a la calle, aparece ante nosotros otra ciudad, calles preciosas con banquetas amplias, jacarandas floridas, ciclovías, edificios elegantes y bien custodiados. Pones un pie en el paso de peatones y todos los coches se detienen, impresionante. Pretendo tomar taxi, pero hay dos filas de unas veinte personas cada una, no es buena idea. Claramente todos tienen la misma estrategia: un tramo en metro y el otro en taxi. Como todavía estoy a un kilómetro y medio de la escuela de mi hija, y es tarde, no es buena opción caminar. Lo que sí me queda claro es que debemos desplazarnos a un lugar donde podamos encontrar un taxi vacío. Vamos tres cuadras en la ruta correcta y vemos pasar un coche que lo tomamos sin dificultad. Nuevamente la experiencia urbana es otra: vamos rápido, casi al ras del piso, dentro del auto están los adornos del chofer que personalizó su vehículo, el cobro responde a lo que dice el taxímetro activado en el momento en el que entramos. Finalmente, llegamos a la escuela quince minutos tarde.

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En el bus, vemos un paisaje que es imposible de apreciar cuando estamos en coche propio. / Fotografía: Pexels.com

Se ha dicho que una ciudad son muchas ciudades a la vez. El mismo trayecto en vehículo particular es una experiencia completamente distinta que hacerlo en transporte público. No mejor ni peor, diferente. El tiempo invertido es casi el mismo, pero los mundos con los que uno se topa son otros. En esta ocasión, nos tocó tomar en una hora tres transportes: bus, metro, taxi. En el bus se observa rincones que de otra manera pasan desapercibidos; en el metro vas apretado y sin vista, obligado a fijarte solo en los demás pasajeros; en el taxi es una intimidad individual sin intercambio más que con el conductor. Las formas de pago son múltiples, también los usuarios y los paisajes internos y externos. México se moviliza usando múltiples plataformas.

En fin, el encanto de esta urbe, a pesar de ser cansada, es su diversidad. Aunque definitivamente sigo pensando que la mejor manera de desplazarse es la combinación de transporte público con bicicleta, pero esa es otra historia que contaré en otro momento. La contingencia ambiental me regaló la oportunidad de disfrutar de otra manera en la ciudad.

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