Las cremas del Kolping
Como toda persona nacida en la ciudad de La Paz, me llegó el día en que creí que Santa Cruz de la Sierra era el destino que estaba esperando toda mi vida. Supongo que es un sentimiento normal que se da, ya que ambas son las ciudades más importantes de Bolivia y no podrían ser más diferentes entre sí. En las alturas todo es árido, brusco, triste y sin vida; mientras que, en el llano, el color y la alegría parecen ser el pan de cada día. Creo que es generalizada esa percepción en amistades y parientes que encontraron en esas tierras orientales su sueño dorado: Una casa grande, un hermoso y verde jardín y una piscina en la que toda la gente linda y con ropa ligera del condominio se baña. Dentro de esa casa, a su vez, muebles minimalistas y fotografías familiares tomadas en algún restaurante fino o un centro comercial; todo condimentado con sonrisas de oreja a oreja. En fin, lo opuesto a la depresión paceña.

Mi plan de mudanza era bastante sencillo: iría por tres meses a buscar suerte y capaz encontraría una actividad o un amor que me obligara a quedarme. Después de todo, tenía en el bolsillo suficiente dinero como para no preocuparme por conseguir trabajo y, en mi cuaderno de contactos, suficientes números de teléfono como para activar una vida social.
Fue así que durante los primeros días me quedé en un hotel que parecía de mala muerte, al final no era nada más que un canchón con cuartos alrededor, ubicado a dos pasos de la plaza principal. Era el único lugar que todos me recomendaban en esa ciudad; un espacio céntrico y más o menos limpio, el único en el que me sentía algo más seguro, pese a que estaba inundado de vicios y maleantes. Aunque, a decir verdad, nunca me sentí seguro en Santa Cruz; es la única ciudad boliviana en la que escuché balaceras y en la que casi todos sus habitantes tienen una historia de robo o asalto violento para contar.
Una tía lejana no tardó en enterarse de que estaba en Santa Cruz. Me recomendó alquilar un cuarto en la residencia Kolping. “Es de los curas, pero es limpio y no cobran tanto”, fueron sus palabras de convencimiento. Una vez que llegué, tuve la grata sorpresa de que los administradores estaban contentos de tenerme ahí. Al parecer jamás encontraban huésped para el cuarto con una sola cama que tenían disponible. Dijeron que era raro conseguir viajeros solitarios, pues ese tipo de personas tenían razones muy extrañas para alejarse de su hogar.
La residencia destacaba por la sobriedad y la limpieza; si bien todo parecía muy precario, no había ni una colilla de cigarrillo ni un papelito de chicle o de otra cosa en el piso. Era limpio y tranquilo, dos cualidades difíciles de menospreciar. Lo malo recaía en que el cuarto, en cuanto a tamaño, era una ratonera, incluso ahora no entiendo cómo hicieron para meter una cama, un mueble y un velador por esa puerta tan pequeña.
Mi primera noche en el Kolping fue bastante tranquila, era un domingo en el que no había nadie, excepto una monja con la que jugué al dominó. Era una señora alegre y buena para esquivar preguntas incómodas. Cada vez que intentaba levantar algo de polémica sobre su fe, ella cambiaba rápidamente de tema. No continué con las preguntas, ya que no tenía muchas ganas de jugar al provocador con alguien así, sería una pérdida de tiempo. Era claro que ella tenía un objetivo en la vida más claro que el mío, un joven que ni siquiera sabía qué estaba haciendo en aquella ciudad.
A la mañana siguiente, aquel lunes, sucedió algo extraño, desperté con el sonido de gente aplaudiendo y celebrando. Entonces me di cuenta de que la ventana falsa de mi cuarto tenía una rendija por la que se podía ver un salón de eventos. Se distinguía en aquel lugar un grupo de unas treinta personas desayunando, mientras un guía les hablaba de las bondades de las ollas que tenía sobre una mesa. Me parece que se llamaba Marcos (o capaz Mario, no escuché bien) el que dirigía todo el circo. La cosa es que tenía una de esas voces capaces de convencer acerca de cualquier cosa. “Con esta olla puede hacer fricasé en media hora”, “a este sartén no se le pega la piel del pescado”, “en este tazón se pueden hervir huevos en menos de tres minutos”, eran algunas de las frases con las que intentaba convencer a la gente de que los productos eran magníficos.
Posterior a ello incentivó a la gente a cantar unas canciones y a hacer coros sobre lo buenos vendedores que eran y sobre cómo iban a mejorar su futuro económico. Les decía que desde ahora eran independientes, que eran sus propios jefes y que iban a lograr el sueño dorado de tener mucho dinero en corto tiempo y sin tanto esfuerzo. Después, cuando terminó todo el evento y la gente se fue, Marcos sacó de su bolsillo un pote negro y comenzó a untarse la cara con una especie de crema. No estoy seguro de lo que era, pues su rostro no tenía esa textura oleosa; su piel parecía, más bien, absorber la crema como si fuera una servilleta de papel. Una vez que terminó con el tratamiento se puso a ojear unos apuntes hasta que apareció un nuevo grupo de seguidores.
Se notaba a leguas que todo se trataba de una estafa, pero me sentí tan hipnotizado de escuchar su discurso que hasta me olvidé de desayunar. Cuando las charlas sobre la venta de ollas terminaron ya era casi mediodía, así que fui a buscar un pollo con arroz para matar el hambre. A mi retorno, Marcos estaba con otro grupo de personas a las que, en esta oportunidad, convencía de vender cosméticos. “Con esta crema se te quitará todo el acné en cuatro días”, “esta es rejuvenecedora de los ojos; te hace ver como chiquilla, aunque tengas más de cincuenta”, “esta no necesita presentación, es la mundialmente conocida baba de caracol”, eran sus frases destacadas. Esta vez tenía una mayor audiencia que en la venta de ollas. Además, el nuevo grupo parecía más entusiasta que el de la mañana; tenían poleras con el mismo estampado y gritaban en coro frases de superación. Fue tan atrayente el evento que ese día no pude salir ni a dar una vuelta, estaba colgado a esa rendija tratando de entender cómo algo así sucedía.
Por la noche volví a jugar al dominó con la monja y quise aprovechar de preguntarle sobre el charlatán; fue en vano, pues se hizo a la desentendida y me cambió hábilmente de tema. Cuando ya era tarde, volví a mi cuarto y, justo antes de dormir, pude entrever por la rendija a un grupo de monjas que invadió el centro de eventos. Cuchicheaban en voz muy baja, y el sonido solamente se volvió uniforme cuando rezaron tres avemarías. De repente, una de ellas sacó un pote negro similar al de Marcos y comenzó a untarlo entre las cejas de las hermanas, solo que esta vez la marca de la crema era visible. A decir verdad, mi curiosidad era más fuerte que mi temor, pero después de unos minutos me decepcioné, puesto que se retiraron y nada más interesante pasó el resto de la noche. Finalmente, todos dejaron al Kolping envuelto en un silencio sepulcral.
Lo que sucedió el lunes, se repitió el martes, el miércoles y el jueves. A partir de ello, comencé a armar ciertos patrones, por ejemplo, la audiencia de seguidores era enteramente femenina; las mañanas servían para vender chucherías y las tardes para las cremas; las mujeres parecían estar agrupadas por edades y tengo la sensación de que ninguna estaba casada. Con todo lo que veía, me fue inevitable no hacer una relación entre esas ventas multiniveles y la religión. Llegué al extremo de pensar que eran prácticamente la misma cosa, en ambas el trabajo es siempre individual, aunque con apoyo colectivo; con la única diferencia de que una te ofrecía el paraíso y la otra vendía sonseras.

Llegado el viernes, me di cuenta de que había perdido, olímpicamente, una semana de mi vida. Nunca pude descifrar el uso del pote negro con la crema y tampoco pude entender porqué, ni para qué, Marcos y las monjas lo usaban. En todo caso, lo único importante en mi cabeza era recuperar mi tiempo y para ello decidí volver al centro de la ciudad. Necesitaba reactivar mi lista de contactos, reunirme, conocer boliches, hablar con gente, en fin, hacer algo más que vivir fisgoneando a la gente.
Tras preguntar un poco, una amiga me dijo que podía vivir en un cuarto céntrico detrás de la Alcaldía, a pocos metros de la plaza principal. Era un hotel de los años setenta que fracasó, en el que alquilaban cuartos por semanas o meses. Por el precio y la ubicación me trasladé en cuestión de horas, aunque para la noche ya estaba arrepentido. Todo el lugar estaba tapizado con moho, los inquilinos teníamos una piscina verde a la que nadie se animaba siquiera a acercarse, un minibar en desuso y un teléfono a disco que ya no funcionaba. Aunque, para no quejarme, lo bueno era que todos los taxistas conocían la zona y la administradora lavaba y planchaba la ropa cada semana sin costo alguno. Era claro que me debía quedar en ese lugar, comodidades así no se encuentran en la vida.
El resto de mi estadía en Santa Cruz pasó casi desapercibido. Eventualmente conseguí un empleo y algo de amor, ambos tan insatisfactorios que se hundieron rápidamente en la rutina. Además, pese a que cada día descubría un poco más de la ciudad y sus costumbres, en el fondo vivía aterrorizado de que un asaltante me agarre a la vuelta de cualquier esquina. La monotonía hizo que el tiempo pase relativamente rápido; en cierta forma ya me estaba convirtiendo en una de las amistades o parientes a los que veía con anhelo antes de comenzar el viaje.
No obstante, todo cambió una mañana, cuando desperté y el aire tenía un olor y una pesadez extraños. Es común que las cosas se pudran muy rápido en esa ciudad, más todavía en una habitación mohosa como aquella, donde varias veces vi a decenas de insectos pasear por los lavabos en la oscuridad de la noche; pero en ese momento el aire se sentía completamente diferente, como viscoso. El violento sonido de mi teléfono me sacó rápidamente de la letargia. “¡Carajo! ¡Estás bien!, ya estaba pensando en lo peor, mirá las noticias y volvé de una vez” fueron, más o menos, las palabras de mi madre. En ese momento encendí la televisión y me quedé petrificado; luego me dio miedo el encierro y salí en búsqueda de la tragedia.
Por cada paso que daba, el aire se hacía más y más pesado, el olor era penetrante y podía sentir esa viscosidad mezclada con mi sudor. Las calles comenzaron a cerrarse y los rostros de la gente expresaban sorpresa y estupor. Me acerqué lo máximo que pude a una montaña de escombros sobre la que familiares y bomberos buscaban a los desaparecidos del caído edificio Málaga. Me habré quedado quieto un par de minutos, que en mi cabeza eran horas. Pensaba en la inutilidad de mi existencia y en la fortuna de no haber estado ahí horas antes, ahí, en ese lugar que recorría rutinariamente. De repente, la policía marcó un cerco y nos despachó lo más lejos de la zona. Con el aire cada vez más pesado, no pude ni comer. La tragedia fue a la vez una revelación, era claro que mi lugar ya no estaba ahí. Esa misma tarde dejé el cuarto alquilado y decidí volver atrás, al único lugar en el que me sentí seguro en esa ciudad, fui a pasar mi última noche en la residencia de los curas.
Para suerte mía, la habitación seguía libre. “Nunca pudimos alquilar ese cuarto, parece que es suyo, nomás”, dijo la administradora sonriendo. Todo estaba idéntico a la vez que lo dejé, incluso la cama destendida. De hecho, comencé a pensar que jamás me había ido de ese lugar y que seguía en mi primera semana de estadía cruceña. Recordé el misterio de la crema y me acerqué a la rendija por la que escudriñaba el salón de eventos. Al cabo de unos minutos pude ver a una monja entrar, me parece que era la misma con la que jugaba al dominó, pero no podía distinguir bien su rostro. Se quedó conversando con una hermana y antes de irse dejaron uno de los potes negros en una mesita. Esperé a que todos se fueran a dormir para romper un poco la ventana y poder recoger ese pote.
Cuando lo tuve en las manos y lo abrí, noté que tenía un aroma similar al de la crema de lechuga, pero este iba un poco más allá, dejaba la piel extremadamente suave, como dormida. Tuve el impulso de untarme todo el rostro, de la misma forma que hacía el vendedor Marcos, y en cuestión de minutos ya estaba en cama, entumecido y sintiendo ese aroma viscoso de la mañana. Cerré los ojos por unos segundos y traté de concentrar mis pensamientos; cuando los abrí, me encontraba en mi casa de la ciudad de La Paz.
Nunca más tuve la oportunidad de volver a Santa Cruz, esto ha sucedido hace tantos años que ya he perdido el miedo provocado por la ciudad y por la crema. No creo que vuelva, pero si lo hago quisiera dormir en mi cama del Kolping.