La primera vez siempre duele

En este cautivador relato, Wilmer Urrelo nos sumerge en su primera experiencia en una feria del libro y comparte sus impresiones como joven. Además, ofrece una visión general de estos eventos, destacando la ironía de que no siempre es fácil encontrar libros en ellos.

Corría 1995 o 1996 cuando asistí a mi primera feria del libro en La Paz. Si no estoy mal, aunque no confío en mi memoria, seguro se llevaba a cabo en Calacoto, en el Círculo de Oficiales del Ejército. Dada mi economía miserable de aquellos años, solo tenía dinero para dos cosas: el pasaje del minibús y la entrada, la cual, para colmo de males, era carísima. Lo que sí recuerdo con mucha claridad es que antes de ingresar a donde estaban los libros pasé por una especie de jardín muy lujoso. Y las cosas fueron empeorando cuando me di de lleno con los stands. ¿Era eso una feria del libro? Todo, al tiro, me pareció demasiado costoso. Dolorosamente caro. “Como toda primera vez”, pensé con la malicia calenturienta de esa época. ¿Y por qué tenía esa impresión? Creo tener dos respuestas a esta pregunta: a) que mi experiencia con los libros, al momento de comprarlos, se reducía a la entrañable avenida Montes, y luego a esa callecita detrás del Mercado de las Flores; y b) a una preocupante falta de autoestima.

Sea cual fuere la explicación lógica, ahí estaba en medio de un montón de libros que jamás en mi vida –pensaba en ese momento– podría comprar, pues el más barato (uno de jardinería, creo) significaba mi quiebra. Por aquellos años era menos gordo que ahora, usaba chompas de lana, tenía un par de zapatos horribles, no tenía tatuado a Satanás en el brazo derecho, usaba gel en el cabello (¡tenía cabello!) y, sobre todo, me sobraba mielina para regalar a todo el mundo. Así era el mundo en ese momento, y la impresión de la Feria del Libro de aquel 1995 o 1996 era que la literatura, el mundo de la literatura, estaba alejadísimo de lo que era yo.

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“¿Era eso una feria del libro? Todo, al tiro, me pareció demasiado costoso” / Archivo

Imbuido de estos pensamientos altamente positivos, empecé a visitar los stands con muchísima timidez, temiendo que en cualquier momento una voz anónima se levantara en medio del gentío y empezara a gritar: “¡Ladrón, ladrón!”. Aún así me acercaba, emputado de mi poco mundo en ese tipo de experiencias. Había autores a los cuales yo ni ubicaba (Internet era ciencia ficción) y otros a quienes reconocía por alguna referencia aparecida en los suplementos literarios de los domingos (las buenas publicaciones no eran ciencia ficción; en esta época sí). La cosa era el precio. Cada uno de ellos era un insulto, más que un insulto, a esa economía de la que ya hablé. Lo último de Carlos Fuentes, ¿cuánto? Margarite Duras, ¿tanto? Por suerte, algunos libros tenían los precios pegados en las portadas, así que me evitaba el doloroso trámite de preguntar cuánto costaban. Y siempre era lo mismo. Y ahí la recriminación: “No debí venir, ¿qué hago en medio de esta gente?”.

De todas formas, seguí caminando, entrando a este o a aquel stand: todos con igual resultado. Ahí mismo juré nunca volver a una feria del libro si no tenía plata. Y plata para mí significaba un buen monto de dinero. Obvio que, como toda promesa realizada en esa clase de circunstancias del peor realismo socialista, nunca la cumplí.

Volví a la feria un par de años después, con algo de dinero, pero ya no con ese entusiasmo de invertirlo todo en libros. Mejor: el entusiasmo fue decreciendo en la medida en que la feria del libro empezó a parecerme solo un lugar de reunión de gente “de ideas avanzadas”, por llamarla de alguna forma. Gente. En esa feria de la que les hablo vi a los insignes de la época. Entiéndase: esa, la intelectualidad, creo que viene a ser otro de los elementos más curiosos de nuestra feria del libro. Y pensaba: “No quiero ser como ellos”. Pues bueno, esa fue otra de las cosas que no cumplí. O que se cumplió a medias, digamos. Y es que, mientras uno crece, las promesas hechas en momentos desesperados van desapareciendo. Cuando voy por la feria y me encuentro con alguien de la intelectualidad que me saluda de forma efusiva, siempre pienso: “Si supiese cómo soy en el fondo, rogaría a Dios que un rayo me partiera”. Son los años, pues. O la edad. Aunque no pensaba igual ese 1995 o 1996. En ese momento creía que esos, los “efusivos”, eran parte de una logia, o de una juntucha, como les gusta decir a los que se creen menospreciados. Veía a uno y a otro y me decía, de forma estúpida: “Estos siempre publicarán y se leerán... y yo nunca lo haré”. Uno es tonto, y más cuando es joven, y más cuando no tiene plata.

La cosa es que seguí caminando, completamente convencido de que la feria del libro era una fiera del libro, como la calificó algún poeta hace tiempo. Y me fui enojado. Enojado de vivir en un país como Bolivia, donde los libros costaban tanto.

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“Volví a la feria un par de años después, con algo de dinero, pero ya no con ese entusiasmo de invertirlo todo en libros. “ / Pixabay

Ahora, casi todo ha cambiado. Ir a la feria del libro ya no me duele. No me impresiona el lujo y la intelectualidad con la que me cruzo de vez en cuando. Los libros siguen siendo igual de caros, eso no ha cambiado. Sin embargo, lo mejor de todo es que no me desvivo por comprarlos. Y no porque no sea un comprador compulsivo de libros –que lo soy–, sino porque ya no es lo mismo. Esas compras exageradas con las que soñaba me parecen ahora un indicio de la más grande ignorancia. ¿Esa gente solo compra libros una vez al año y por eso lo hace a montones? ¿O quiere, como pasa en la Feria de Santa Cruz, pasar por culta?

Ya no tengo esos zapatos horribles, ahora uso tenis. Tengo menos mielina cada día. Mi autoestima está un poco mejor... creo. Son los años. Y las cosas ya no importan como antes.

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