El Chueco en el Chaco III - Infierno Verde (1)

Continúa la saga de Augusto Céspedes, cada vez más dentro del Chaco, juntando fuerzas para escribir los despachos que, muchos años después, Luis Carlos Sanabria analiza y recopila en esta serie de artículos que diseccionan la escritura de esta leyenda boliviana y su tiempo en el frente de guerra.
Editado por : Adrián Nieve

Ahora eres patria, Chaco,
de los muertos sumidos en tu vientre
en busca del alma que no existe en el fondo de tus pozos.

Enciende tu cigarro, hermano muerto
en las pálidas llamas de este infierno.

“Terciana muda”, Augusto Céspedes

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“Aún no ha sentido la proximidad del enemigo, pero ya comienza a entender algo que será también un tópico en la producción artística sobre el conflicto: la guerra es, primero, contra el Chaco y su naturaleza”. / Wikimedia

La guerra de los choferes

El último despacho escrito por Augusto Céspedes para El Universal es del 18 de febrero, poco antes de su salida de Villamontes. Una semana después escribe desde el fortín Ballivián. Aún no ha sentido la proximidad del enemigo, pero ya comienza a entender algo que será también un tópico en la producción artística sobre el conflicto: la guerra es, primero, contra el Chaco y su naturaleza. El paraguayo y su tenacidad constituyen un segundo obstáculo. 

Apenas tiene fuerza en los brazos para el ejercicio de la escritura, que se hace pesada por tener macurcados hasta los músculos de las manos. Tampoco tiene mucha energía. Es el 25 de febrero, han demorado siete días en atravesar cerca de 240 Kilómetros. La columna está demorada pero también agotada. Se prevé pasar el día 26 en Ballivián y luego continuar la marcha hacia el fortín Muñoz, la Capital Boliviana del Chaco, donde el general Hans Kundt ha instalado su cuartel general y desde donde dirige las operaciones en el frente boliviano, cuya vanguardia está aprontada frente a la fortaleza paraguaya de Nanawa, más al sur, en lo que ahora parece ser el corazón de Chaco.

Ya en sus primeros despachos Céspedes había destacado el trabajo de los camioneros bolivianos cuando se topó con caminos tímidamente dificultosos que el entonces ingenuo periodista consideró grandes obstáculos. Al reportear su paso de Villazón a Tarija, y tras el relato del camión con heridos de Nanawa varado en medio del cauce del río Iscayanchi unas semanas atrás, el 14 de febrero, Céspedes manifiesta por primera vez su admiración por los camioneros bajo bandera:

Seguimos el viaje. Pasamos el vado gracias a la pericia del chofer Rodríguez que tiene, como todos los de estos lados, un dominio mágico sobre el volante. (La labor de los choferes que prestan servicios en etapas es enormemente sacrificada, por el trabajo forzado, la resistencia y la habilidad con que lo cumplen cotidianamente a lo largo de las rutas que alimentan al Chaco). 

La travesía hasta Ballivián fue una consecuencia de las lluvias, que habían anegado las picadas, convirtiendo los caminos en fosas de limo espeso intransitable. De todas formas, es la obstinada determinación de la guerra que encuentra maneras de lograr vencer los obstáculos y que la columna avance recorriendo Yarúa, Palos Marcados, o Creveaux, Curenda –frente a D’orbigny–, y Guachalla. Es en este sector y antes de llegar a su destino que tiene el primer descanso a estos primeros tormentos de la marcha bélica, que a la hora de reportar desde Ballivián recuerda con una nostalgia demasiado fresca:

Una tarde, cuando estábamos próximos a la calcinación, nos sorprendió la presencia de una cañada, bordeada la cual se detuvo el convoy en un paraje umbrío, cerca de una laguna de aguas claras dentro las que se alzaban los tubos de las cañas y los bejucos y las plantas acuáticas que flotaban extendidas en estilización lenticular, bajo la sombra de árboles sonoros. Ese lugar, un ojo verde cargado de luz y sombra, es un oasis fresco y cordial. Se llama Pozo Hondo y su laguna contiene las aguas más puras que tiene el Chaco. Hubo un asado, un baño y una inefable sensación de paz.

Una tregua necesaria para sostener la cordura en esta guerra contra el espacio. 

La agotadora travesía apenas superada renovó su admiración por los conductores nacionales y sintió en carne propia el sacrificio cotidiano de esos Sísifos contemporáneos, que cada día –y en la época de lluvias de la manera más literal posible– se cargan el camión sobre los hombros y continúan en un eterno ir y venir en medio del fuego cruzado y la lluvia de bombas.

Impulsado por esa fascinación que inflama su espíritu, vence el agotamiento y la noche del 25 de febrero escribe:

Hace muchísimo tiempo, ¡más de cinco días!, yo decía en una crónica que la etapa cuyas vertientes nacían en Villamontes alcanzaba, al prolongarse, una longitud de eternidad. El presentimiento era justo, porque todos los síntomas del camino ahora atravesado así lo hacían presentir, inclusive el síntoma de haber perdido la medida ordinaria del tiempo. Acabo de darme cuenta de que hoy es sábado y que fue un martes el día que salimos de Villamontes, bajo un aguacero torrentoso, que obligadamente tenía que abrir abismos, ríos, cataratas y pozos de lodo a lo largo del camino.

Toda la marcha no fue otra cosa que un enfangamiento intermitente, periódico, isocórico, reincidente y perpetuo. Ríos de fango sobre los que los camiones habían dejado, cada vez más profundas, en el seno y en el alma de esta tierra que se va formando, los surcos de su paso, rieles de tierra resbalosa, prolongados kilómetros y kilómetros, heridas hondas y largas dentro de las que avanzaban, zumbantes, crujientes y mecidos como barcos en tempestad, los camiones coronados de soldados sobre las altas cargas que rozaban las ramas agudas de la fronda hostil e incolora.

De Villamontes en adelante se ha establecido que ya no van autos, ni góndolas, ni camiones solos. Se forman obligadamente convoyes de camiones que se encadenan unos a otros en una previsora solidaridad de auxilio mutuo. Este auxilio es absolutamente indispensable, dado el hecho de que, a partir de Villamontes, ya no hay camino propiamente dicho, sino ásperos senderos sobre los que la misma marcha de cabalgaduras sería problemática. Los surcos que ha formado el agua tienen medio metro y en los peores, que son tan abundantes como los malos, el fango tiene esa profundidad de medio metro y la anchura de todo el camino, en extensiones infinitas. Pero los camiones del Chaco son más sufridos y trepadores que mulas yungueñas.

Los camiones hacen milagros de equilibrio. Toman la huella, patinan, ascienden trabajosamente, trepan anhelantes al dorso estrecho de las convexidades que hay entre surco y surco y a veces buscan ruta cortando por pleno monte, abriéndose paso, como tanques por en medio de los matorrales.

A la salida de Villamontes y el anuncio de que el primer tramo del camino poseía una riqueza de lodo verdaderamente dantesca, vino escoltando el convoy un tractor oruga, poseedor de una fuerza brutal. Enfangados los primeros camiones, el tractor los arrancaba cumplidamente. Pero después hubo un momento en que doce camiones fueron chupados por el lodo. Entonces el tractor acudía a extraer a esos de la presión negra y callada y, entretanto, los recientemente salvados, se hundían más allá, unos con el hocico sumergido en el mar de lodo y otros de lado, ofreciendo perspectivas futuristas como esas que se miran en las fotografías con los ángulos desnivelados. El tractor iba y volvía por el camino autopsiado bajo el aguacero que formaba una niebla sutil y azulina sobre las matas del monte. Trabajó el sector seis horas y luego, dejándonos en un trozo halagüeño del camino, volvió a su base. Habíamos recorrido cuatro kilómetros desde las 3 de la tarde hasta las 10 de la noche.

Durante las nuevas jornadas, sin la ayuda del tractor, la caravana quedo entregada a sus exclusivas fuerzas que residían en los brazos de los chóferes, ayudantes, soldados, y todas las personas que traía el convoy. Rodaban los vehículos entre el monte pardo, crudo, de color opaco y triste, de ramaje espinoso e inexpresivo. Los baches y los surcos son el curso oficial sobre el que marchan milagrosamente los camiones. El esfuerzo mecánico llega a adquirir sonoridades vitales, manifestaciones rugientes, acezante aliento de fatiga, y los motores, los ejes, las válvulas, los cilindros y los engranajes, trabajan angustiosamente, al llevar la carrocería con tambaleo de ebriedad y con todo el esfuerzo titánico encerrado en sus vísceras de acero. La sucesión de camiones en movimiento, se quebranta cada momento, en un collar de rugidos, una sinfonía de estampidos, de esfuerzos estallantes, cuyos mugidos monstruosos se escalonaban a lo largo de esta ruta increíble.

Fortín Ballivián, 25 de febrero.

Unos pocos años más adelante, Céspedes dará vida a uno de los personajes más entrañables de la narrativa del Chaco. Se trata de El Pampino, un chofer cochabambino con cierto aire fanfarrón. En el cuento “Humo de petróleo”, Céspedes nos presenta a este muchacho veinteañero que caricaturiza con sutileza algunos clichés atribuibles a la naturaleza pícara del valluno migrante.

El primer cliché es justamente ese, ser migrante. Uno involuntario, arrastrado en la diáspora frenética que nace del deseo de aventura más que de la hostilidad / esterilidad del terruño.

No era solo la necesidad del trabajo la que al andariego escozor del cochabambino le desplazaba del umbrío sosiego de sus molles y alfalfales, sino ese hechizo que por anomalía despierta en la gente agricultora un afán centrífugo de aventura, igual al que proyectó a Simón I. Patiño desde el valle de Caraza por la hipérbole de los millones. Un novelesco atractivo de fantasía y azar actuaba en el inconsciente de los cochabambinos, desorbitándoles del eglógico valle para lanzarlos hacia los minerales de Oruro y Potosí, o hacia las pampas de guano y salitre, a la costa, presentida por sus ojos mediterráneos como un collar de puertos diamantinos poblados de bajeles áureos. De ese espíritu migratorio, aventurero y diastólico, quedaron en la sangre del hijo los zumos más densos como única herencia del padre, que no obtuvo sino el salario de bronce y la tuberculosis en cuatro años de trabajo en los campamentos salitreros.

El Pampino pasa la primerísima infancia en las pampas salitreras de la costa chilena, donde migran sus padres buscando en el viaje un mejor porvenir, y pasa ahí de sus tres a seis años. Al cabo, retornan del éxodo con la sensación de la empresa fallida. Por lo mismo, el retorno a la patria se detiene en las minas de Uncía, en el altiplano, donde el pampino crece y desarrolla la personalidad sin arraigos que lo caracteriza. Un acento con pretensión foránea, una actitud de quién está siempre en control de la situación y una confianza en sí mismo que se manifiesta en sus dudosas e hiperbólicas anécdotas y en su andar seguro y altanero de cowboy

Nacido en Cochabamba, no había olvidado la lengua nativa, aunque él hablase siempre en un castellano liviano, limado por las eses, con que traducía su espíritu alegre y tartarinesco, de un matiz achilenado que él consideraba muy distinguido.

Hasta agosto de 1932 era muy conocido en los minerales de la Patiño Mines y en el pueblo de Uncía, donde imperaba con su pedantería, su cinismo y su autocamión.

El relato nos muestra a un muchacho criado prácticamente en el abandono, forjándose al estilo de la picaresca en una ciudad minera, es decir, tan dadivosa como hostil. El Pampino ha pasado su adolescencia como ayudante de los choferes al servicio de la empresa minera de Simón I. Patiño, y como paso natural en su evolución, ahora es un intrépido conductor, conocido ya por la velocidad con la que transporta a los ingenieros mineros foráneos. Hasta que…

La declaratoria de guerra −julio de 1932− la conoció el Pampino en el local de la policía de Uncía, donde le apresaron a consecuencia de una sangrienta pelea. Atribuíanle las heridas a un austriaco con quien peleara en un bar. Aunque el Pampino juraba no haber empleado sino los puños, el austriaco ostentaba una herida cortante en el rostro, producida seguramente por el filo de algún cristal roto, y procesaba al chofer. El llamamiento de choferes que se precisaban urgentemente para cubrir las enormes distancias del Chaco, despertó en el Pampino su vieja ansia aventurera, haciendo coincidir el estado de su situación precaria con la posibilidad de alcanzar, por fin, lo excepcional, lo trágico y lo desconocido. Además, su prestigio de “macho” le imponía ser de los primeros.

La travesía experimentada por Céspedes en ese primer viaje de reportería sería fundamental para la narración del viaje en “Humo de Petróleo”, porque finalmente el Pampino tiene, más o menos, el mismo recorrido que Céspedes en su viaje al Chaco. 

Pero mejor leer el fragmento entero en las palabras del propio Céspedes, para tener una idea más clara de este peregrinar en el infierno, pero sobre todo para ver la fuerza transformadora de la prosa, que convierte en algo poético una experiencia sin duda tormentosa.

En Uyuni le entregaron un camión de un gran convoy de poderosos G.M.C. El viaje hasta Villamontes fue blando y continuo. Los caminos anchos del altiplano y el descenso hacia la cordillera hacia la manigua eran dóciles a los neumáticos. Descendiendo del delicado valle de Tarija a la vorágine del trópico de Villamontes, halló sensaciones jubilosas y nuevas. Con mano cuidadosa en el volante miraba, a ratos, al otro lado del abismo, la vecindad de las montañas erguidas bajo el fantástico manto de una ascensión de la selva que anegaba, desde las quebradas a las cimas, la totalidad de los cerros. Descendía en tirabuzón por el camino ceñido a los muros casi verticales de la serranía, debajo del blanco filo de las rocas hendidas −monstruosa dentadura entre los verdes labios de la arboleda tropical que devoraba, nunca satisfecha, la carne de cañón y la carne de camión.

Pero, de Villamontes adelante, la naturaleza se reduce a la elementalidad de un plano obsesionante de árboles inmutables sobre arenas movedizas. Ya no eran caminos, sino picadas abiertas a hacha. Sembradas de nudos de troncos, de baches, de agujeros, con irregularidad de cauce de río seco, simulaban el interior de esqueletos de serpientes kilométricas, cuyas costillas hacían saltar el camión. La tierra blanca se arrugaba a lo largo en anchos rieles formados por las huellas de los vehículos que rodaban entre esos surcos, levantando por delante olas de arena que detenían su marcha. Por detrás, el polvo atomizado seguía las ruedas con una estela ondulante y temblorosa de consistencia casi líquida. Había pozos, remansos y remolinos de arena donde encallaba el camión.

Bajo el cielo tórrido, el polvo se pegaba a los choferes, en permanente trabajo de empujar a los camiones que rugían furibundos. Cavaban el suelo para libertar el vehículo, acolchaban la picada de ramas, se cegaban con la tierra caliente que arrojaban las ruedas al girar sobre el mismo punto, proferían juramentos espantosos.

−¡Retroceda! ¡Un poco más!
−¡Métale un palo por ahí! ¡Empuje!
−¡Ahora! ¡Carajo!
−¡Pendejo! ¡Maldita tierra!
Soldados y choferes sumergidos en la arena hasta las rodillas empujaban el pesado carro.
−¡Una!... ¡Dos!... ¡Tres!
−Otra vez: ¡Una! ¡Dos!... ¡Tres!

Rugía el motor, sudaban los hombres. Bamboleándose, como un barco ebrio, el camión seguía su marcha para sumergirse nuevamente en la arena, por la picada que se desdoblaba hasta la eternidad en medio de la arboleda impasible y gris. Entre tanto, los soldados bolivianos en número de 600, asediados por 12.000 paraguayos aguardaban refuerzos 500 kilómetros más lejos.

Se cruzaban con otros camiones sucios y vacíos que volvían. Hallaban soldados marchando a pie que se desprendían del peso de sus fusiles, arrojándolos al camión que pasaba. Dormían en el mismo carro para seguir viaje inmediatamente. La urgencia presionaba y la serpiente mecánica avanzaba con su carga de nubes de polvo que cubrían el cielo y el monte con una niebla cálida y fatídica.

En cuatro días de este trayecto semisubterráneo llegaron hasta Ballivián, 250 kilómetros. De allá siguieron inmediatamente a Muñoz. En el trayecto de Magariños a Puesto Catán, les sorprendió el primer aguacero. Los caminos en el fango sin asomo de piedras, encallaban, resbalaban en las charcas, se hundían, se arrastraban y se enfangaban de nuevo. Un rosario de estruendos se prolongaba a lo largo de la picada en medio del misterio de la arboleda mojada. Atronaba un motor y, como una cadena de ecos, más allá otro camión y otro más allá pugnaban con todas las voces y fuerzas de sus cilindros para desprenderse del apretón del lodazal, pulpo lúcido y negro, del que choferes y ayudantes, colaborados a veces por los chulupis, intentaban librar al camión, tapando zanjas, nivelando huellas, palanqueando con ramas de árbol, acuñado con troncos y jurando terriblemente ante la mueca áspera de los árboles.

−¡Una!... ¡Dos!... ¡Tres!
Rugían los pulmones del motor, giraban las ruedas sobre sí mismas y el barro las cubría nuevamente.
−¡Otra vez! ¡Una!... ¡Dos!... ¡Tres! ¡Carajo! ¡La gran siete! ¡Tierra puerca!
Los choferes se metían debajo del camión y luego salían a tomar el volante, turbios de lodo, iguales a “maquettes” escultóricos de arcilla.
−¡Por fin! −gritó el Pampino al abrirse ante sus ojos la plazoleta de Muñoz.
Pero les hicieron seguir hasta Saavedra. Los 500 kilómetros de todo este trayecto de hormigas abrieron en el alma del Pampino una laguna de tierra infinita, separándole de su antigua existencia, como si fuese un nieto de sí mismo, de aquel Pampino de Uncía.

Siguiendo el curso del relato y de la guerra, al Pampino le llega la hora de demostrar su verdadera valentía y no la construida con sus propios cuentos –exagerados cuando menos–. El cerco paraguayo es inminente y su columna recibe la orden evacuar tropa de la línea y emprender retirada. Sin embargo, el combustible no es suficiente. El más veloz de los choferes de la columna debe salir inmediatamente a retaguardia, abastecer el combustible y regresar hasta la línea para que todo el resto de su columna pueda continuar la evacuación. El jefe de la columna escoge al Pampino, por ser el más veloz, mientras otros choferes protestan porque no tienen dudas de que el si el Pampino evita el cerco enemigo, no regresará con la gasolina para el repliegue.

El chofer cochabambino sabe que su prestigio está más en juego que nunca y eso genera un foco de atención sobre él que disfruta con una dosis tolerable de arrogancia.

Una sección de soldados abría zanjas a los lados del camino. El Pampino meditó. La picada misteriosa se destacaba en el atardecer, escueta, espectral, consumida por una cósmica epidemia roja que devoraba al bosque en el ocaso. Allá, 100 kilómetros más adentro, sus compañeros esperaban la gasolina para poner en marcha sus motores y sacar armas, soldados, heridos.

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Las impresiones que el escritor se llevaría del Chaco y la guerra serían temáticas claves para su obra futura. / Archivo

Miró los otros camiones. Contempló el camino, como buscando algún aviso en el horizonte.

−O rait −dijo, y revisó su camión.
Luego subió.
Rodeáronlo los choferes y el Pampino advirtió que todos sus movimientos habían adquirido gran importancia. Le gustó la actitud de respetuosa admiración con que todos le miraban.
−Cuidado. No se meta a muy macho −le dijo un chofer.
−Mi columna no sale si no llevo gasolina.
−Váyase por el desvío de la izquierda. Cuidado con los pilas.
El Pampino repitió su frase:
−Les toco bocina pa’ que se hagan a un lao, pu’.

En su camino de retorno, las picadas del terreno absorben al Pampino a un trance que muy probablemente también experimentó Céspedes en algún punto del viaje, un trance que se mueve entre el tedio y la fascinación que produce el Chaco.

Anochecía. Los árboles adquirieron un tono obscuro que mordía el camino blanco, debajo del cielo luminoso, cuyo reflejo sobre la picada se dilataba en una claridad pálidamente melancólica. Los algarrobos, posados a ambos lados del camino, tupidos y esféricos, eran una manada de innumerables tortugas gigantescas dormidas sobre la tierra en silencio. Solo el camión perforaba con su túnel de estruendo la quietud mortal, inmensamente solitaria y plana que se hacía más tétrica con la vaguedad de las sombras crepusculares. Experimentaba el Pampino una sensación de soledad definitiva. Le parecía ser el último hombre en el último camión que hubiese quedado sobre la tierra.

Pasó una hora. Con la noche fue creciendo, hinchándose la selva obscura y muda, como un cadáver negro. La absoluta paz del camino recluía un hechizo en la masa de los árboles sin forma que escoltaban al ruido del camión.

A pesar de hacerle barra al Pampino, su misión es prácticamente suicida. El Pampino llega a sintetizar, de alguna manera, la sensación que acompañará al imaginario boliviano toda la segunda mitad del siglo XX: el casi, el tan cerca, el jugamos como nunca, perdemos como siempre. Cuando el Pampino está próximo a llegar y ya puede sentir la desesperación por el sabor de la gloria.

Entonces, sintiéndose más próximo, le invadió un alborozo extraordinario, como si un grifo alado le llevase por encima de los senos del Chaco, cuyos árboles seguían dedicados a hacerle muecas inverosímiles al pasar, señalándole con sus largos dedos negros.

Cambió de velocidad. Crujieron las vísceras metálicas, se inundaron de truenos los pulmones del motor y con un mugir de toros embravecidos, surcó el camión el arenal.

Era el momento de acelerar, pero un látigo de acero, manejado por la mano de un titán quebró el cuadro del parabrisas. Otro astilló los cristales que se fragmentaron, metiendo un torrente de polvo a los ojos del chofer. Se encogió, sumiéndose todo él hacia adelante y recién percibió el estallido de ráfagas de ametralladora contra el camión. Después, otro latigazo espantoso le destrozó la espalda, aplastándole contra el volante sobre el contacto de la bocina que empezó a sonar.

La muerte absurda del Pampino tiene sentido solo para él, le llega al momento de acariciar la gloria y lo redime como un héroe de sus propias mentiras de heroísmo. Pero solo para sí mismo, pues para el resto de su columna será simplemente un cobarde que los abandonó.

*

Después del recuento de daños en esta guerra contra el espacio y de un merecido descanso, Céspedes dedicará su crónica del 26 de febrero a la descripción del fortín y de los guerreros, inflamados de heroísmo y de heridas de combate. Para cerrar su despacho de ese día, Augusto propone al lector algo que caracterizará mucho sus despachos periodísticos: pequeñas postales que transmiten algo de tregua en medio de la guerra. La composición detallada de imágenes cargadas de una sensación de paz y de alerta. De fascinación y miedo. De alegría y tristeza:

Por la noche, armadas las carpas de mosquiteros y encendidas las hogueras, la suavidad de la noche limpia y del cielo que tenía tantas estrellas que se permitía derrochar algunas en forma de aerolitos, proyectó el ánimo de los soldados hacia la canción.

Desde dentro de las tiendas de campaña surgían coros de cuecas y bailecitos, cuyas quimbas eran “jaleadas” por las demás carpas

“Si tú quieres que yo vuelva, 
déjame pues que me vaya  
He de traerte conmigo
la bandera paraguaya”.

O sino esta otra copla, dedicada a Nanawa:

“En el fortín de Nanawa
combatiendo he de morir
Con la sangre de mis venas
tus campos he de teñir”.

Desde la ribera del río se obtenía un espectáculo de campamento pictórico: lumbre de hogueras y triángulos blancos de mosquiteros, al lado de las masas calladas y sombrías de los camiones.
El río color de plomo estaba transfundido de una claridad astral, en la que se habían disuelto las estrellas. Algún reflejo vago anunciaba que todavía cierta estrella menuda no había completado su disolución y estaba sumergida en el río como una pastilla. El cielo caía en el horizonte semejando un muro luminoso contra el que chocaba la corriente del Pilcomayo. Al frente las lucecitas del fortín argentino Desmonte.

Fortín Ballivián, 26 de febrero. 

El frío del infierno verde 

Continúa la marcha al fortín Muñoz, que ha trascendido como el cuartel general de Hans Kundt. Aunque el jefe alemán no aparece en la reportería de Céspedes, tal vez porque no se encontraba en el fortín al momento. 

Arriba a Ballivián el uno de marzo. Su primera impresión es una especie de choque que produce el paisaje: luego de atravesar el bosque cerrado y casi impenetrable a través de picadas imposibles, se encontró con el fortín en una explanada que de inicio le resultó desagradable:

La planicie chaqueña se extiende con una uniformidad irritante. Muñoz en medio de ella es un fortín, es decir, un conjunto de casuchas, algunas alineadas en calle y otras dispersas y edificadas en claros del monte. En un espacio grande, algo así como una plaza, espera la llegada de los camiones una banda militar. También esperan el polvo y el viento. Viento cálido, pesado de polvo, que viste Muñoz en forma que, a la primera presentación, predispone muy poco en su favor.

El interés de Céspedes sobre Muñoz y lo que acontece en el fortín es casi nulo. Por otro lado, las cosas que sí le llamarían la atención, por lo menos en su espíritu de periodista y de conspirador político, seguro serían eliminadas eficientemente por la censura militar. Por ello, con cierta astucia, aprovecha que su llegada al fortín coincide con el arribo del ministro de Guerra, Enrique Hertzog, y no pierde la oportunidad de hacer notar el periplo de la masa combativa frente a la comodidad de los dirigentes, como un supuesto elogio a los avances tecnológicos de la época:

Efectivamente, poco después se detiene frente a una casucha que tiene pintada una cruz roja en la pared, un automóvil del que desciende el doctor Enrique Hertzog que, según nos dice, ha salido de La Paz anteayer y ha llegado aquí al mismo tiempo que nosotros, que salimos hace veintiún días. Esto nos invita a reflexionar acerca de las maravillas de progreso y las diferencias que establece la hélice entre la burocracia y el soldado.

Luego, el periodista es invitado a sobrevolar el teatro de operaciones, experiencia que le sirve para sacudirse un poco de la primera impresión de Muñoz al quedar absorto ante el paisaje imponente visto en plano cenital:

Este es el Chaco, inmenso, definitivo y silencioso. Breves manchas amarillentas como pedazos de vieja alfombra son los pajonales, pero todo lo demás es verde parduzco igualitario y total.

En su sobrevuelo ya anticipa que llegará el frío, gracias a una nube gris de lluvia que parece ir hacia ellos. Al día siguiente, en efecto, no solo la lluvia sino también el frente frío del sur, conocido como “surazo”, amanecen abrazando el fortín. Para Céspedes la sensación en términos térmicos y de paisaje, es similar a estar en el altiplano:

39 grados a la sombra. El calor es polvoriento, seco y pegajoso. Disuelve y enerva. Después, el viento inunda y tapa todo con olas de polvo. Pero más tarde, a las cuatro, el viento se detiene para dar paso a una lluvia fina e intermitente. A las 9 de la noche retorna el viento, pero esta vez totalmente resfriado. Me acuesto con las acostumbradas previsiones contra el calor, o sea el desnudismo integral, pero a cierta hora de la noche es necesario levantarse y buscar útiles olvidados: frazadas, abrigos, sweaters, para cubrirse por encima porque hace un frío polar.

Por la mañana aparece Muñoz lluvioso y nublado y el termómetro de los médicos, que ayer anotaba 39 a la sombra, anota ahora 12 grados. Todo el mundo se transforma. Pasan los soldados con capote. Los aviadores Pascoe y García surgen de dentro la niebla con la misma vestimenta cerrada hasta los ojos que usan para volar a 8.000 metros de altura. Nebuloso, húmedo, el poblado termina directamente en la niebla plomiza que lo envuelve. Ahora más que nunca, Muñoz parece exactamente una helada población del altiplano.

–Este es pues el viento del sur, mi amigo –me dicen orgullosos los que conocen el asunto.

Reconozco el que el “surazo” había sido una realidad. El altiplano trasplantado en avión, en dos horas de vuelo hasta el trópico cansado.

Muñoz, 2 de marzo.

Empero, el apunte de Céspedes, aunque hermosamente literario, descuida un pequeño detalle. El frío del sur, el “surazo”, es un frío húmedo, penetrante hasta los huesos, a diferencia del frío del altiplano, que es seco y paliable con abrigos. 

Es decir que el grueso de la masa combativa, que fueron indígenas y campesinos de las tierras altas de Bolivia, acostumbrados al frío de la altipampa y el viento de las montañas, no encontró sosiego al tormento térmico ni siquiera en el frío que les resultaba familiar y que añoraban con profunda nostalgia. 

Si hay frío en el infierno, definitivamente es un frío de surazo.
 

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