Manual de resistencia, paso 6: recuerda

En la sexta entrega de su manual de resistencia, Camila Urioste nos habla de los registros de nuestros recuerdos. ¿Cuáles son? ¿Cuáles tuvo ella? ¿Cuántos de estos compartimos todos? son algunas de las preguntas que quedan después de sumergirse por un rato en las letras de esta escritora.
Editado por : Adrián Nieve

Te regalaron el primer diario el día que cumplías nueve años. Era blanco, la tapa de plástico reluciente con un dibujo dorado de una niña sosteniendo una sombrilla y las palabras My Diary escritas en cursiva y se aseguraba con una cerradura en la que entraba la llave más pequeña del mundo. 

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"Estabas segura de que, algún día, tu biografía de los nueve años sería publicada." / Pixabay

No empezaste a escribir en él hasta ocho meses después, cuando tu familia se mudó a Estados Unidos. Escribías en retrospectiva, contando cómo había sido el viaje en avión hasta Miami, cómo te sentiste al ver a tu papá en el aeropuerto después de tantos meses, lo extraño que era viajar en auto en una carretera y que las gotas de lluvia subieran por el parabrisas en lugar de bajar. 

Estabas segura de que, algún día, tu biografía de los nueve años sería publicada. 

Perdiste la llavecita, pero no importaba. Querías que lo leyeran. Escribías en lápiz, con buena letra, y te dirigías en segunda persona a un lector imaginario. Te sentías la protagonista de una historia épica y era una sensación como de hormigas en el pecho. Imaginabas que serías la persona más joven del mundo en publicar una novela. Estabas al borde de algo, y ese algo era tu vida.     

Abandonaste la biografía unos meses después, cuando empezaste a usar una grabadora con casetes para escucharte hablando inglés. Le contabas cosas a la grabadora, le cantabas tus canciones favoritas en inglés. Luego te escuchabas para comprobar tu avance en la pronunciación, tu adquisición de vocabulario. Cuando eras más pequeña fingías cantar en inglés, emulando los sonidos de las canciones de Los Beatles fonéticamente sin entender ni una palabra. Ahora, te maravillaba entender cada vez más, no tener que fingir. El mundo se poblaba de significado.  

A los doce años, tu abuela te regaló un cuaderno forrado de seda verde. Escribiste tu nombre, el color de tus ojos, tu estatura y peso en la primera página. Escribiste la fecha, y la lista de tus mejores amigas (Camila, Stacy, Joy, Daniela, Roberta). Ese cuaderno tampoco fue un diario. Escribías poemas de manera inconsistente, pero ponías la fecha para marcar el tiempo. Entendías que el poema en el vacío no significa nada. Era importante el contexto: saber que el 3 de agosto te gustaba Pablo y le escribiste un poema, que el 8 de septiembre te había roto el corazón y le escribiste un poema, que dos semanas después te gustaba su amigo y escribiste un poema y al día siguiente estabas triste y escribiste un poema sobre la muerte y dibujaste un funeral en colores pastel, y que un año después del dibujo del funeral faltaban cinco días para el entierro de tu padre. El libro verde duró muchos años, y empezaste a encontrar patrones. Revisabas tus textos antiguos para encontrar el arco del personaje que eras.  

En esa época le diagnosticaron cáncer a tu papá, y entonces registrar el tiempo cobró otro sentido. Tenías miedo del tiempo. Temías que lo borrara todo. Empezaste a escribir no solo poemas, sino cosas simples. Cosas que pasaban. Todas las cosas. Empezaste a crear recuerdos adrede, a vivir cosas para recordarlas después. Como la vez que tu papá dormía y pusiste el oído sobre su pecho para escuchar su corazón, porque sabías que ibas a querer recordar eso; ibas a querer un recuerdo de su corazón latiendo. 

Empezaste a dibujar seres vagamente femeninos, calvos, azules, atravesados por flechas con rostro de placer, arrodillados en charcos de sangre, caminando en el aire con un hueco en el pecho. Años después, uno de esos dibujos fue la portada de tu primer libro publicado. Empezaste a pintar a esos seres moribundos en acuarela. Años después, tu psicólogo pidió ver esos cuadros y te diagnosticó “la muerte emocional”, con esas palabras. 

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"Empezaste a escribir no solo poemas, sino cosas simples." / Pixabay

Hasta el día de hoy, no te ha devuelto tus cuadros.    

En 1998 te compraste tu primera agenda. Habías llegado a Bolivia solo un año antes, luego de la muerte de tu papá, y todas las chicas de tu curso tenían agendas bonitas, que venían con stickers, espacio para escribir secretos, cuestionarios sobre tu vida social y tus gustos, y cada día tenía varios renglones en blanco para escribir. Querías una agenda Pascualina, llena de detalles y bolsillos secretos y pociones mágicas, pero te alcanzó solo para comprar una de Mickey Mouse. Igual te encantaba tu agenda de Mickey Mouse, con estética retro y dibujos de celuloide. En ese entonces querías ser cineasta. La agenda de Mickey se convirtió en tu diario, esta vez sí. Tenías un cuaderno para los poemas, y la agenda para registrarlo todo. Había muchas cosas para registrar: me teñí el cabello. Fui a una fiesta. Examen de matemáticas. Primera borrachera, juro que nunca más. Segunda borrachera, juro que nunca más. 

Las palabras no eran suficiente, sin embargo. El solo hecho de escribir “fui al cine y el peruano intentó besarme” no era suficiente prueba de que eso hubiese sucedido, así que comenzaste a pegar las pruebas en las páginas de tu agenda: entradas al cine, un trozo de servilleta de una fiesta, un trozo de bombilla. Fuiste a ver la obra Graffiti del Teatro de los Andes cinco veces y recogiste una semilla y una pluma del traje de Venus, y las pegaste en tu agenda. Desde el 1998 hasta 2010, toda tu vida está registrada en las agendas que guardas en un baúl en la casa de tu mamá. 

Cuando tuviste un hijo, la agenda se llenó de primeras palabras, pasos, gestos, enfermedades. El apuro era, entonces, capturar ese tiempo que se iba volando, fijar cada paso de la transformación de tu hijo, un animal que se transforma en otro animal, como dice Sarah Manguso.  

Tus agendas detalladas, con escritos hasta en los márgenes y evidencia pegada con UHU se detienen el 2010, con la llegada de Facebook. Ahora el algoritmo te lo recuerda todo: cumpleaños de gente amada, aniversarios de amistad con seres a quienes no reconoces en la calle, fotos, estados random, eventos importantes. Si necesitas recordar quién eras hace tres años, revisas Instagram. Si necesitas saber quién eras hace diez, revisas Facebook. Tus agendas están llenas de listas de cosas por hacer, tachadas con tinta de colores a medida que las haces. Ya no le temes al tiempo.

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