El uno, el dos y el tres
Con una taza de café en la mano, caliente y aromático, apoyada en la silla blanca de la cocina, sentí un suave golpe en el vidrio de la ventana. Me di la vuelta asustada y en el piso vi, aleteando, un picaflor. Era muy pequeño, el pico largo y puntudo. Me acerqué y con cuidado lo tomé en mis manos, apenas se movía. Se dejó mirar, acariciar y cuidar.
Directo al pico, con una jeringa, le di agua dulce y lo envolví en un paño. Estuvo así unos tres días, al cuarto se había ido. Cuando noté su ausencia, sentí una especie de nostalgia y entendí que había algo mágico en ese encuentro, el universo me quería dar un mensaje.
Poco después, mientras caminaba por la avenida Montes. Ancha, transitada y ruidosa, en pleno centro de la ciudad, algo golpeó mi espalda suavemente. Me di la vuelta asustada, pensando que alguien quería hacerse con mi cartera, pero no era eso; vi en el piso, caído, a otro picaflor. De inmediato recordé al número uno, el de mi cocina. Me agaché y lo tomé, aleteó asustado y poco a poco se recuperó. En cuestión de minutos, retomó el vuelo y se fue.
Pasó un tiempo sin picaflores, hasta que me visitó el número tres. Estaba en el sillón amarillo del living, acomodándome entusiasmada porque empezaría un nuevo libro, de esos gordos con olor a buenas historias que tanto me gustan, y ahí lo vi, posado en la ventana de marco blanco, como si fuera un retrato. Se quedó quieto un tiempo más o menos largo, y por un momento fijó sus pequeñísimos ojos en mí, luego miró a su alrededor, me dio tiempo para tomarle una foto y cuando ya estaba por invitarlo a pasar voló. Entonces comprendí todo.
Su ausencia
Mi mamá eligió el campo. Fue muy clara y contundente con eso. Un día de lluvia, hace ya varios años, se quedó mirando por el ventanal cargado de gotitas pequeñas, se dio la vuelta y dijo: “Quiero que me cremen y luego me lancen al aire, en el campo. La casa de los picaflores será donde descansen mis cenizas”. Me asombró su determinación. Trato de ponerme en su lugar y me pregunto: ¿cómo, después de recibir un diagnóstico brutal, puede alguien tomar decisiones con ese arrojo?
Pero ella era así, contundente. Creo que es el adjetivo que más se acerca al vendaval que fue en vida. Nunca se cansaba, nunca se quejaba, nunca daba el brazo a torcer, no se disculpaba; nunca la vi llorar ―hasta el día del diagnóstico―. Después de ese día fatal, repartió sus joyas, siguió con sus clases de bridge y de vez en cuando, también, siguió usando esa chancla rosada que voló por encima de mi cabeza una vida entera.
El café, el vodka y los cigarros fueron sus compañeros eternos. No había día en el que no se tome el aperitivo, ni en el que no suene el pito de la caldera más de 15 veces; los ceniceros rebalsaban y en su casa las cosas flotaban. Sí, flotaban, en el humo que se desprendía de sus manos, con las uñas rojas muy bien pintadas.
Los picaflores fueron siempre sus favoritos, la visitaban en los árboles del jardín, junto al río, en la casa azul de Obrajes. Ella los recibía encantada, les cantaba, les dejaba agua con azúcar, los invitaba a pasar y les contaba historias. Por mucho tiempo fueron sus mejores amigos y sus oídos más atentos. Recuerdo que ella nos contaba que desde pequeña siempre estaba enterada de todo, aunque nadie se lo contase. Cuando le preguntamos cómo lo hacía, ella dijo: “mis amigos picaflores me lo cuentan todo”, algo mágico había en el asunto.
Poco antes de morir, tuvimos la oportunidad de conversar, recapitular, recordar y criticar. Nos dijimos adiós como se debe, a lo grande. Bailamos y nos reímos también. Maldito cáncer. En el momento final, me acerqué a su boca; apenas, casi inaudibles, salieron las palabras de la despedida: “Cuida a los picaflores”, me dijo.
Cada dos de noviembre prendo una vela, recojo las hortensias para su ramo, enciendo el cigarrillo y sirvo el vodka en el pequeño vaso de cristal azul. Cuido siempre de no olvidar la escalera, tal vez algún día baja y se queda a vivir con nosotros, no me extrañaría, ella sería capaz. Cuando salgo, por las calles busco los picaflores que la traen de vuelta y en mis sueños muchas veces la veo rodeada de ellos.
El uno, el dos y el tres eran mensajes. Fueron ella las tres veces, cuidándome, acariciando mi pena, vigilando mi camino, acompañando mis días grises. Mi madre había muerto y me había heredado a sus amigos picaflores para que acompañen mi dolor.