Venecia

“Uno no consigue evitar hablar de lo que ama”, dice el narrador, que relata las experiencias vividas y apreciaciones estéticas sinceras que adquirió durante su paso por las calles, pasadizos y canales de Venecia.
Editado por : Daniela Murillo

Tuve, una vez, un candente y breve romance con una parisina, seductora, bella, erótica hasta la desesperación e intensamente intelectual, “como debe ser” (comme il faut), claro, con quien hablábamos de Prévert (de este con reservas), de Maurois, de Beaumarchais, de Rabelais y lo pantagrulélico, de Sartre y Camus, de Georges Brassens (Bien sûr), de Piaff. Solo que ella se burlaba irremediablemente y me hacía escarnio porque yo decía que me gustaba Charles Aznavour, quien, me replicaba ella, además de no ser francés, era totalmente “kistch”, que es peor aún que decir “cursi”. Pero a mí, sus sarcasmos no me hacían mella; me servían, más bien, para refugiarme en mi primitivismo latinoamericano (que a ella le fascinaba), en el macho primordial (claro que no despojado de su dosis de cultura occidental y europea y, de yapa, un poco de civilización). 

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“La vista no cesa de regocijar los ojos que la miran; la belleza, esa construcción humana, mimética, si se quiere, en este caso, no nos brinda pausas, no nos permite el sosiego”./ Fotografía: Archivo Andrés Canedo.

Aznavour… Es que, en Córdoba, con mi amigo Luis Salinas, solíamos cantar a voz en cuello “Venecia sin ti”; sin olvidarme, claro, del hit personal de Luis, que era “Isabel”, ya que en ese tiempo él enamoraba con una chica llamada, justamente, con ese nombre. Pero “Venecia sin ti”, de Aznavour, que me gustaba y me sigue gustando, me hacía imaginarme la plaza de San Marcos y las góndolas en los canales. Venecia, además, se me había metido a partir de un cuento notable de Bioy Casares (“Máscaras venecianas”), que se desarrolla entre la citada plaza y el teatro La Fenice, que en español se traduce como “El Fénix”. Después, como es de imaginar, conocería la Venecia amargamente nostálgica de la obra de Thomas Mann. 

Es por eso que llegar a Venecia en barco y descubrir desde la distancia la cúpula de la catedral me alegró, me deslumbró, aunque no me sorprendió, porque, de alguna manera, yo llegaba a mi casa. Claro, y debía habérmelo imaginado, esa mi casa estaba invadida por hordas inconmensurables de turistas que (como yo, como nosotros), se sentaban, de a miles, agotados y sin zapatos, en los pocos espacios de sombra de la plaza. Ahora bien, por conocida que te sea tu casa, si es una auténtica maravilla, como lo es Venecia, no dejará de maravillarte. Ya, desde el barco, la vista de los edificios de estilo “gótico veneciano” (creo que así se denomina), te produce un sacudón tan intenso que, al trasladarse desde lo más hondo de tu sentido estético a cada uno de tus cinco sentidos, a las vísceras, y a las glándulas de tu cuerpo, genera una especie de tormenta hormonal que acaba, a pesar de tu razón, en un enamoramiento incoercible. Y en ese estado uno disfruta y habla de esa novia eterna; los temas, claro, pueden parecer tópicos demasiado gastados, pero el amor es así y uno no consigue evitar hablar de lo que ama.

Si nos adentramos en Venecia, una edificación arrobadoramente bella es la Basílica de San Marcos, con su estilo y sus materiales bizantinos (los venecianos, que no eran precisamente unos santos, se trajeron de Constantinopla no solo el diseño, sino la enorme cantidad de materiales que la ornan). La vista se fija en ella, entonces las visiones, que coinciden secretamente con la poética de cada uno, desatan esa especie de alegría cargada de nostalgia que nos produce la contemplación de lo bello. El saber y aprender que la catedral data del siglo XI o antes, que allí están o estaban supuestamente enterrados los restos del apóstol Marcos, que se incendió y fue reconstruida (todo en Venecia parece haberse incendiado alguna vez), carece de importancia ante el goce de los sentidos, ante el esplendor de su belleza. Y también el campanario, el Palacio Ducal y el conjunto de edificios que en un paroxismo de hermosura encierran la maravillosa plaza. 

Camino por estas calles, entre rubias que hablan inglés, entre asiáticos con su idioma plagado de vocales, y llego así al café Florian. Y aunque al guía, en la mañana, se le cruzaron los números y nombró “1207”, el Florian viene sirviendo café, ininterrumpidamente, desde 1720. Para mí, que he tenido jornadas infinitas de café en varias partes del mundo, charlas hasta el amanecer frente a los pocillos fragantes y luego vacíos, en Buenos Aires, París, Nueva York, Córdoba, Santa Cruz de la Sierra, La Paz, Berlín; así como charlas sobre el amor, la literatura, la política; inicios y clausuras de amores; intercambios de miradas que prometen la ansiada pausa de felicidad fugaz o, por el contrario, que preanuncian el fin de un sueño intensamente vivido; la tacita de café en cuyo fondo uno rastrea e indaga su destino, su razón de ser, su sentido en la vida; para mí, digo, el café Florian se constituía, en ese momento, en un inevitable lugar de culto. Le saqué fotos (que no encuentro), lo miré, lo olí, toqué sus paredes y las columnas que dan a la plaza. Me enteré que allí se habían sentado Goldoni, Goethe, Byron, Proust; que el osado Casanova, allí en el Florian, tenía uno de sus cotos de caza, pues al mismo asistían bellas mujeres y el lugar era propicio por sus salones íntimos, además de las salas principales. Sin embargo, en medio de tanto soñar, he olvidado que estamos en el siglo XXI, que el signo de los tiempos es el dinero y que, como era de imaginar, un sorbo de café en el Florian vale como cuatro almuerzos en mi tierra. Me alejo, sin que me asalte la tristeza, mientras se van difuminando las notas de los músicos que amenizan los precios conocidos y los sabores ignorados (para mí) del café Florian. 

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“Vuelvo a la plaza de San Marcos y las esculturas de los cuatro caballos refulgentes (esculturas griegas, creo) me siguen desbordando de formas y de resplandores. Ya los vi antes, no sé dónde, tal vez en Berlín, tal vez en Nueva York. ¿O eran leones traídos de Venecia los que vi? Tantas cosas que veo desplazan a otras muchas y la memoria se quiebra”./ Fotografía: Archivo Andrés Canedo.

Desde un puente, donde por un momento me distraigo con una rubia que lleva los shorts tan cortos que se le ven las nalgas redondas y rotundas, observo el Puente de los Suspiros, por ese sitio los presos salían del juicio en el Palacio Ducal y se dirigían a la cárcel, ahí mismo, al otro lado del canal. No sé porqué pienso en Otelo, de Shakespeare, que sin duda, ficción o no, no cruzó ese puente, ya que luego de matar a Desdémona y sabiendo que había sido víctima de una maniobra de Yago, se suicida. Pero pienso en Otelo y creo recordar algunas palabras: “Ella es mi camino, ella es mi descanso, ella es mi luz”. Y la luz intensa de la tarde en Venecia me enceguece como el resplandor terrible de un rayo. 

Vuelvo a la plaza de San Marcos y las esculturas de los cuatro caballos refulgentes (esculturas griegas, creo) me siguen desbordando de formas y de resplandores. Ya los vi antes, no sé dónde, tal vez en Berlín, tal vez en Nueva York. ¿O eran leones traídos de Venecia los que vi? Tantas cosas que veo desplazan a otras muchas y la memoria se quiebra. Camino por los pasadizos mínimos, por los callejones increíbles entre casas que huelen a historia y llego a La Fenice. Hay una ópera de Puccini en cartelera. De afuera, el teatro es algo decepcionante, pero sé (sé, pero no conozco) que el interior es extraordinario, de una perfección artística que anonada. La Fenice se incendió dos veces y fue reconstruido, de allí viene nombre del lugar, de resurgir de las cenizas. 

Paseamos en góndola, llegamos al Gran Canal que es como la avenida principal de la ciudad, entramos por canales o calles estrechas y también pasamos por debajo de los bellos puentes. El gondolero, claro, no canta (eso solo sucede en las películas) y, en algunos recodos, el agua hiede. Pero eso último corresponde al olfato de cada quien y no importa, ya que la vista no cesa de regocijar los ojos que la miran; la belleza, esa construcción humana, mimética, si se quiere, en este caso, no nos brinda pausas, no nos permite el sosiego. Y así, sin pausas, seguimos viajando por la luz que no se agota, navegando por los sueños, creyendo en la verdad que viene desde nuestros ojos, porque sabemos que las cosas son, apenas y simplemente, lo que somos y como las soñamos.

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