Carne
Me senté en un resbalín al llegar a mi condominio. Necesitaba un cacho antes de entrar a mi casa para poder masticar, y uso esa palabra a propósito, por todo lo que había experimentado ese día cualquiera de marzo.

Era miércoles y para los que viven en La Paz saben que eso significa la promesa de poder ir al cine, antes dos por uno, ahora a mitad de precio. “Mucho se llena”, dicen algunos jailas, pero qué putas, es mitad de precio y en salas VIP pagas veintisiete pesos para ver una película en una silla que se reclina mientras comes una salchipapa que te traen en media película. Es una locura.
Ya hacía varios meses que estaba con la emoción de ver The Whale. Incluso había intentado descargarla ilegalmente, mucho antes de los Oscars, por consejo de una youtuber que siempre va a festivales y la recomendó, además de que Brendan Frazer es un genio por habernos regalado George de la Selva, película que volví a ver recientemente y que realmente es única. No es buena, pero sí única.
La verdad que no sabía qué esperar al ver The Whale. Darren Aronofsky es uno de mis directores favoritos (Requiem for a dream me ha cambiado la vida) pues sus películas tienden a ser jodidas y a explorar las partes más oscuras de lo que es ser un humano. Cuando leí la sinopsis de The Whale decidí no ver ni leer ni pensar nada más, solo vivir la experiencia. Y mamita, qué experiencia.
El día miércoles de cine a mitad de precio me peleé con mi mamá, teníamos que ver un departamento para mudarnos y al final me dijo que ya no, que iría ella sola. Buenísimo, así podía ir antes a comprar las entradas y leer el libro de Guillermo Ruiz Plaza que tenía que terminar antes del viernes para una charla. No les voy a mentir, me estaba costando engancharme con la novela, pero no por la novela en sí, sino por haberme autoproclamado cuentista allá atrás, en 2019, cuando comencé a leer cuentos y los amé y por eso comencé a leer solamente cuentos. Una novela no son ocho páginas, son doscientas cincuenta y cuesta volver a eso.
La cuestión es que fui a comprar las entradas a las dos de la tarde para la función de las siete y treinta. Ya casi no quedaban asientos, así que agradecí, agradecí con todo mi ser haber peleado con la señora madre porque solo por eso los conseguí.
Otra razón por la que me gustan los cuentos es porque son rápidos, como yo, me gusta todo rápidorápidorápido. Bueno, no todo, pero, se entiende. Mucha paciencia no tengo, no iba a poder esperar otra semana para verla. Así que del Megacenter me encaminé a Macabeo, un lugar, pensé, ameno para instalarme toda la tarde, con un cafecito, o dos, o tres, para poder terminar de una vez esta novela.
Lloré leyendo las últimas treinta páginas. Me había olvidado lo que una novela bien escrita puede hacer por uno: hacerlo vivir una vida entera en unas cuantas horas. Leí casi la mitad de la novela en esas cuatro horas, pero viví casi quince años de Faustino Figueroa, un hombre que intentaba con todas sus fuerzas escapar su condición de hombre para convertirse en algo más, como hacemos todos los artistas, de una manera u otra.
Mientras lo leía, lo escuchaba. Cada vez que decía Flaco, coma, algo o algo, coma, Flaco, pensaba en Rust de True Detective, como un inevitable cruce de cables cuando varias cosas te atraviesan en poco tiempo. Me hacía recordar, una y otra vez, una frase que no anoté, pero que por suerte pude encontrar. Dice así: "The hubris it must take to yank a soul out of nonexistence, into this, meat. And to force a life into this, thresher”.
Antes de traducirlo quiero que lo lean, como puedan los que no hablan inglés, pero todos con la voz de Matthew Mcconaughey: grave y americana y sureña, con mucho arrastre de dientes.

Dale, volvé y lee, así biencito.
“La arrogancia que toma arrancar un alma de la no existencia, a esta, carne. Y forzar una vida en esta trilladora”. Trilladora es una máquina agrícola que se usa para machucar cereal. Personaje sureño americano de verdad.
Me acuerdo que le escribí a un amigo cuando terminé la novela de Guishe, el único amigo que tengo que es paceño y escritor, Miguel Carpio, que si no lo leyeron hasta ahora no sé qué están haciendo con sus vidas. Hablando con él usé la palabra “abatida”. Le dije “estoy abatida, acabo de llorar durante 30 páginas”. La última decadencia de Faustino y la inevitable separación con Lens hacían que algo se mueva en mi pecho, como una angustia inquieta que se va convirtiendo en una nostalgia enorme. Tan grande que ya el pecho no puede abarcarla y por eso se convierte en un artículo o en una enfermedad.
Y así, abatida, me encaminé a las siete hacia Irpavi para encontrarme con mi mejor amiga, su prometido (un colombiano más bueno que el pan y además chistosísimo) y mi prima. Se pidieron comida y entramos a la sala. El novio de mi mejor amiga nunca había ido a una sala VIP y se puso a jugar con la silla reclinable y yo lo jodía con que era un campesino. Nos reímos hasta que se apagaron las luces, nos acomodamos y nos quedamos un poco confundidas con mi prima porque en los próximos estrenos solo salieron películas animadas para niños. Con este tonito burlón y con los restos de la nostalgiangustia en el pecho, comenzó la película.
Y qué película. De nuevo me tocó terminar llorando, pero más, porque ésta sí era una historia triste. Pero no de esa tristeza que se siente en el pecho, como cuando te acuerdas de alguien que has perdido, sino que es una tristeza que se siente en la parte media de la espalda y va subiendo y creciendo y como que te abraza y sigue creciendo hasta que te cubre por completo y se mezcla con todas las otras emociones que estás sintiendo en ese momento y ya no es tristeza, es otra cosa que todavía no tiene nombre.
La película no trata de “un hombre con obesidad mórbida que quiere reconectar con su hija”. Trata de Charlie, un hombre con obesidad mórbida que está con una depresión horrorosa por haber perdido a su pareja, por la cual había dejado a su esposa y su hija, ocho años antes. Un hombre que no tiene una gota de odio hacia el mundo, pero sí tiene un mar entero de odio a sí mismo. Optimista desde sus entrañas, pero derrotado, ha dejado que su cuerpo se convierta en su prisión y su castigo, tanta carne que hace que su presión se dispare por los cielos y no pueda hacerse ni una paja en paz.
Pero a pesar de pensarse como una persona grotesca, la gente que lo conocía quería sentirlo cerca y de ninguna manera quería perderlo. Vivió su verdad unos años hasta que se fue escondiendo en dos pizzas cada noche y pliegues de carne y grasa. Al final, les pide a sus estudiantes que escriban algo sincero, y me gustaría pensar que todo este mejunje de cosas que me pasaron antes, durante y después de la película le hubieran gustado a Charlie, quien me pareció la mezcolanza entre un personaje cínico, Rust, que piensa que la vida, como el humano, no deberían ser, que predica que como especie somos una creación antinatural, mezclado con el deseo de Faustino que, como la mayoría de los artistas, desean perdurar, nunca morir esa doble muerte del artista, una cuando dejas de amar lo que haces y otra cuando tu cuerpo ya no da más.
Con la de él, Charlie, en The Whale, que, cuando piensa que ya no le queda nada, y se aprisiona en su propio cuerpo, camina, a tientas, pero camina, hacia su propia muerte. Y qué jodido ser este saco de carne, pero al mismo tiempo, ser tanto, tanto más.