Breve historia del dinero

La autora realiza una reflexión a causa del dinero virtual que hoy se ocupa en nuestro día a día. A través de un problema generado en el terminal de buses, comienza a recorrer y comparar cómo era el dinero antes de la llegada de los pagos por QR. Una historia que desemboca en un análisis interesante y dejará la interrogante si la cartera digital es totalmente segura.
Editado por : Humberto Pinto

El viernes previo a carnaval me encontré ante un dilema al momento de comprar un pasaje en bus desde La Paz a Tarija; la empresa de buses no aceptaba pago electrónico. Completamente irritada ante este sorpresivo problema empecé la carrera contra reloj en búsqueda de efectivo y todas las molestias de logística que acompañan al ir y venir del pago personal. Después, mientras repasaba el fastidioso incidente en el bus de ida a Tarija y consideraba extremadamente arcaica la política de la empresa de no recibir pagos electrónicos por “desconfianza”, caí en cuenta de lo curioso de mi propia postura.

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Las tarjetas y las aplicaciones han llegado a remplazar el dinero físico por números en pantallas virtuales y pagos realizados por QR. / Fotografía: Pexels.

¿Cuándo había adquirido esta fe ciega y absoluta por el dinero electrónico? Recordé los pagos de mis primeros trabajos en cheque, el dinero abultado en una cajita en mi cajón de ropa interior, y más atrás todavía, las monedas y los billetes acumulados en una alcancía de Santanita, su tacto frío y sucio, y el monedero gordo el día de gasto.

¿Cuándo se terminó todo aquello? Abrí mi billetera y encontré un par de billetes de diez bolivianos solitarios en medio de tarjetas y papeles. Mi único patrimonio en el mundo físico. Lo demás, lo gordo, no abultaba nada, eran números en la pantalla de la aplicación del banco y ahora incluso me negaba a convertir el dinero virtual en físico a través del cajero electrónico. 

Hubo un momento, pensé, en aquella época de billetes manchados con yeso de Santanita, en que todo esto me habría parecido una locura. ¿Qué diría esa persona al verme depositando toda mi fe en la pantalla de un aparato? Todo mi sueldo, trabajado con tanto esfuerzo, depositado en un minuto. Numeritos que vuelan por el aire y aterrizan en ningún lado. “Ya están los depósitos”, comentan en el trabajo y yo les creo.

Por eso me fastidié tanto en la terminal ante la empresa que se negaba a seguir el juego. El gran engaño revelado, la caída del velo. Como en el juego de los roles cuando alguien se niega a cumplir el suyo y se cae el teatro entero. Una grieta en el gran universo virtual al que tan fácilmente me entregué en algún momento entre los primeros cheques y la primera apertura de una cuenta de banco.

Mientras viajaba por el altiplano regresé mentalmente más atrás, antes de los billetes con yeso, a mi madre cobrando su primer sueldo, llevándolo bajo el brazo y perdiéndolo para siempre en algún lugar en el camino a casa. Regresé a los paquetes de dinero que guardaba mi abuela en los bolsillos de chompas que nunca usaba y que ya en su vejez avanzada empezó a extraviar todo el tiempo. Volví a abrir un libro de los bisabuelos para encontrar un billete enorme y obsoleto en medio. Tesoro olvidado e inútil. Regresé a las monedas gigantes, al oro en el río, a una historia que me contó alguien sobre los tapados de dinero en las casas antiguas que al ser descubiertos liberaban terribles gases que mataban al que los encontraba. Volví al maravillarse de los españoles ante las riquezas incas y a su acumulación obsesiva, y todavía antes, a los sistemas económicos precolombinos, antes de la intrusión europea, cuando el trabajo se pagaba con trabajo y el trueque poseía mucho más sentido que estos papeles que se mojan o se extravían en libros viejos y que directamente convierten en locura a mi confianza absoluta en las pantallitas y en los numeritos y en esa mancha negra indescifrable que por algún motivo me envía una descarga eléctrica por la espalda cuando la uso y digo que fácil que es todo ahora. Que fácil escaneo con mi teléfono eso que apenas entiendo mientras la otra persona acepta el trueque ficticio con la misma docilidad con la que yo acepto el “ya pagaron” de la oficina y me quedo tranquila al ver los números en la pantalla. 

Hasta que alguien pone fin al juego y se convierte en ese mocoso amargado que nunca se entregaba a su papel y estropeaba el juego para todos. No tengo QR, ni cuenta electrónica, solo pago en efectivo. ¿Pero por qué? Porque no confío.

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“Ahora incluso me negaba a convertir el dinero virtual en físico a través del cajero electrónico” / Fotografía: Pexels.

En algún momento de nuestra existencia como sociedad aceptamos renunciar a la lógica del trueque y aceptar la lógica del dinero. Muchos dirían lo mismo; no confío y rechazarían el papel ajado o las monedas gordas que representaban un valor invisible. Ese no confío instintivo y rebelde que con el tiempo se termina por extinguir en medio de la presión social. Ya no queda nada del trueque y el dinero es la cosa más codiciada que hay. En algún momento difuso de nuestra era digital empezamos a aceptar progresivamente un cambio radical; renunciar al dinero físico y aceptar el virtual que se reduce a números que representan un dinero que no existe. Números en una pantalla que representan un papel que no está en ningún lado, que a su vez representa un valor ficticio. Es una completa locura. Lo cierto es que ya queda muy poco dinero guardado debajo del colchón. Las grandes riquezas se acumulan en una nube virtual incomprensible que no está en ningún lado y a la que le tenemos una inexplicable y ciega fe.

De igual manera, en algún punto de su existencia, y si no desea morir en el olvido, la empresa de buses se abrirá una cuenta bancaria, el encargado descargará la aplicación obligatoria e imprimirá el código QR y la rueda seguirá girando. Pasarán los años y otras aplicaciones abrirán las perspectivas. Más velocidad, menos tiempo. Mover la cabeza y listo, todo pagado. Un parpadeo y ya depositaron. Y les creeremos sin dudar, nos moveremos sin un centavo en el bolsillo parpadeando y moviendo la cabeza hasta para comprar un chicle. Sonrientes e ingenuos, millonarios de la nada. Hasta toparnos con alguien que viaja cien años en reversa y dice: no confío. El fastidio, el dolor de cabeza, la carrera nerviosa y la sonrisa del obsoleto ante el dinero sucio. Comienza de nuevo el ciclo.

¿Y si se acaba todo? ¿Y si se elimina esa cómoda transición y de pronto adiós a lo electrónico, a las pantallitas, al internet portátil? ¿Qué pasa entonces? Hace algunos meses visité Lima y me sorprendí por lo avanzado que tienen allá el tema del pago virtual. Prácticamente solo los extranjeros usamos la moneda física. ¿Qué pasaría con ellos entonces? Y con todos los otros países en los que los escépticos están ya en peligro de extinción. Los QR no sirven, las pantallas se apagan, el teleférico no reconoce mi tarjeta. De pronto, regresa la agradable sorpresa de encontrar una moneda olvidada en un pantalón viejo y la desazón de descubrir un billete lavado al fondo de la máquina. Si me pasara aquello en este momento tendría dos billetes de diez bolivianos en el bolsillo y ese sería mi capital completo. No tengo libros con billetes ni paquetitos escondidos en los recovecos de mi departamento. Regresaría al imperio inca escribiendo crónicas por comida, consultoría ambiental por abrigo, asistencia SySO por un pasaje en micro. Empezaría un nuevo juego en el que yo, con mis aires de tecnofílica, estaría en desventaja y el bárbaro de la empresa de buses se convertiría en rey. Nuestra sociedad entera pende de un hilo digital.

Recuerdo ahora una de mis anécdotas favoritas. Cuando mi hija era muy pequeña deseaba fervientemente un juguete absurdamente caro. Yo se lo negué y cuando ella me preguntó la razón le expliqué que yo ya no tenía dinero, a lo que ella respondió: Pero vamos al cajero, mamá, he visto cómo funciona, aprietas los botones y puedes sacar todo el dinero que quieras. Su lógica era infalible, con cinco años lo había entendido todo.

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