Denme unos lentes con limpiaparabrisas

Jorge Mustaffá nos pone en sus mojados zapatos durante un diluvio rumbo a Copacabana para que podamos entender mejor eso de que durante la lluvia no hay peor ciego que el que usa lentes.
Editado por : Adrián Nieve

Mis papás se conocieron en una caminata. Él pasó hace poco los diez años como peregrino del tramo La Paz-Copacabana, ella llegó a los siete hace décadas y un año caminó hasta dos veces. Mis dos tíos paternos también caminaron sus respectivas décadas. Y ahora los únicos caminantes somos mi papá, mi prima y yo.

No voy por promesa ni le pido nada a ninguna deidad. Voy por deporte, por pasar el tiempo padre-hijo que la distancia Tarija-La Paz no permite y porque me gusta.

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La visibilidad de quienes necesitan lentes ya de por sí tiene problemas, peor todavía cuando la lluvia cae. / Archivo

Me gusta caminar. Ya sean quince minutos hasta la U, o tres días y medio a Copacabana. Eso sí, me gusta caminar a donde sea, pero seco. Cuando llueve, las zapatillas se convierten en charcos privados y los lentes equivalen a un parabrisas mojado sin limpiaparabrisas. Los de vista perfecta no saben que la única desventaja de estas vitrinas oculares es la limitada o nula visión bajo la lluvia. Peguen la nariz a una ventana mojada y tal vez entiendan.

De hecho, empecé a usar anteojos en agosto de 2018, un par de meses antes de mi tercera caminata. Tenía una montura muy grande y desproporcionada a mi cara, de marco negro y patas rojas. Una noche, días antes de partir, mientras veía una película, la montura explotó y mis lentes dejaron de ser nuevos.

La mañana siguiente corrí a la óptica para mostrar mi empute y exigir un nuevo armazón, con el aire de importancia del tipo: “señorita, tengo que caminar a Copa, ubíquese”. Me dijo que no podía rescatar la montura y que tenía que comprar otra. Busqué algo barato que me salve el momento y elegí una de color negro mate de marcos más cuadrados. Aunque la elegí por el apuro y el precio, no me despego de ese modelo hasta hoy.

Al alba del miércoles 18 de octubre, con nuestras mochilas, bolsones y sleepings, tomamos el teleférico hasta El Alto, nos saltamos la misa previa a cada peregrinaje y unos minutos después dimos el primer paso con la brigada. Ese ansiado tiempo padre-hijo solo se da por dos horas el primer día. Cada uno va a su ritmo y yo —nada modesto— soy muy buen caminante a paso rápido. 

Al anochecer de esa jornada, cuando llegaba al colegio de Chirapaca, donde tocaba pasar la noche, vi como una señora caminante se tropezaba para luego reventarse la cabeza en una piedra. Aunque no le pasó mucho más que el susto y un chorro de sangre. 

Lo más difícil de cada día es levantarse con el maldito silbato que toca alguien a las cinco de la mañana. Por lo general, cuando la mayoría está lista, todos se dan las manos y rezan antes de partir. 

Era aún de noche, la madrugada del jueves 19 de octubre, y teníamos al lago Titicaca a unos kilómetros. Empezaba a llover. El frío altiplánico solo lo puede entender quien se ha sometido a él. Te entumece las manos tanto como te corta los pómulos con la menor brisa. 

Partimos con llovizna, era un tramo de dos o tres horas —u ocho kilómetros— para llegar al pueblo de Copancara a desayunar. Pero con cada paso sentíamos más agua. Nos pusimos los impermeables de bolsa que venden en el estadio. Yo tenía cuatro capas de abrigo, capucha y pasamontaña, pero no guantes. 

Y de un momento a otro empezó la verdadera lluvia. Diluvio, tormenta, tragedia. Y nosotros, setenta pelotudos caminando junto al Titicaca de madrugada en medio de la nada. Una hilera apenas distinguible por el reflejo de las linternas en los charcos. Ningún impermeable fue suficiente. Los pies primero chirriaban en las zapatillas mojadas, luego se sentían como piedras sin terminaciones nerviosas.

Llovía en contra. Solo se podía cubrir la cara haciendo como una gorra con el impermeable y agachando la cabeza. Pero pasaban los camiones h.d.p.s. a mil por hora y, así como nos empujaban con el viento que arrastraban, tiraban más agua encima.

Mi mano derecha estaba petrificada sujetando la linterna que marcaba mi camino y el de mi papá, la otra trataba de impedir que el agua se cuele en mi cara. Por si no se ha notado todavía, yo estaba ciego. Toda el agua pegada a mis lentes, más lo empañados que estaban por mi respiración en el pasamontaña, hacía de mi linterna una herramienta obsoleta a mis ojos.

Así que iba ciego de ojos y de tacto, porque mis pies podían pisar clavos sin enterarse. Y los camiones cabrones pasaban y pasaban, los únicos capaces de romper el estruendo monótono de las gotas sobre el plástico.

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Después de la lluvia, con los pies entumecidos, los ojos están más sensibles a cosas bellas, como un amanecer en el lago Titicaca. / Archivo

Poco a poco el día se iba iluminando y la lluvia cedía. El problema del agua pasó a segundo plano y el frío cobró protagonismo. Entre los comentarios de “nunca pasó nada así” empezaron a notarse los primeros desertores del tramo, no de la caminata. Y la verdad es que no se los podía culpar. 

Llegamos a la placita de Copancara para desayunar y volvió la lluvia. Nos cubrimos bajo las tejas de las casas. Si bien yo igual sufría como todos, solo me di cuenta de la gravedad del frío cuando no pude preparar mi café. Mi mano zurda, la buena, no servía para usar la cucharilla, temblaba y era como si las instrucciones de mi cerebro le llegaran con interferencia. Había un termo con un botón para obtener agua caliente y mi pulgar era incapaz de hacer fuerza en él, creo que alguien me ayudó. Nunca me pasó nada así.

Mi papá había llamado al Nanito, su amigo caminante que no pudo ir ese año, pero tan buen tipo que llegó de improviso con prendas de repuesto. Otros familiares aparecieron en autos y llevaron a los desertores hasta el Hotel Titicaca, la parada correspondiente al mediodía, a once kilómetros de Copancara.

Obviamente trataron de convencerme de subir al auto y obviamente me negué. En el transcurso de la mañana mi papá me llamó un par de veces para ver si todo iba bien, creo que el Nanito estaba más preocupado que él. La verdad, desde que la lluvia fue a joder a otros, yo ya estaba tranquilo, mojado pero listo para caminar.

El único obstáculo que temí fue cuando caminamos a orillas del lago. La lluvia constante había convertido el suelo en una pista de barro ultra resbalosa y minada de piedras. Una reminiscencia de la caída de la señora perturbaba mi subconsciente. No pasó nada, por suerte. Solo que lo caminé con una charla forzadísima junto al papá de una chica con la que había salido unos meses atrás.

De ahí en adelante, toda la caminata se habló con asombro del diluvio. 

El viernes 20 de octubre caminé “las siete curvas” —una subida serpenteante en la que, de alguna forma, tienes al lago en ambos horizontes, lado a lado— con una chica mucho mayor que yo. Era un fresco atardecer iluminado por el reflejo del sol en la masa de agua. No sé cómo logré sacarle charla. Era psicopedagoga, había estado en China y estudiaba una maestría en Literatura. Yo cursaba el primer año de U y ya gestaba el deseo de dejar la ingeniería por una carrera de letras, así que mis sentimientos vagaban entre la admiración y la envidia.

Ese contexto de caminata rural y dolor de pies te induce a abrirte con desconocidos. Hablamos de los temas más profundos y triviales y, entre ellos, mis flamantes lentes. Ella aseguraba que mi emoción decaería con el tiempo, como quien está feliz con sus bráquets hasta que los aborrece por los cortes en la lengua. 

Por suerte se equivocaba. Aún amo estos lentes negro mate, cinco años después, y no quiero dejarlos. Amo usar lentes, excepto en días de lluvia.

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