San Bomba

Rodrigo Torrico recuerda la vez en que una pacífica fogata con su familia se convirtió en una infernal balacera de múltiples colores en esta breve crónica sobre una noche de San Juan en la que el autor pudo comprender mejor a su familia.
Editado por : Adrián Nieve

Mi familia paterna no es de las que te llenan de besos y abrazos. Me incluyo, los evitamos, es como una alergia al pelo de perro: te gusta acariciar al can y pasar tiempo con él, pero sabes que debes limitarte si es que no quieres lidiar con los síntomas molestos. 

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Pocas familias pueden presumir que entre las historias que las definen hay una en la que se enfrentan a un dragón púrpura. / Ilustración: Adrián E. Rodriguez

Con los años entendí que, más que un rechazo, es una manera de ser, heredada, transmitida, fastidiosa, fría y sincera.

Terminé de comprender esto a mediados del 2006, en San Juan, la noche más fría del año motivó a mi familia a buscar calor en compañía de todos sus miembros. Era un buen motivo para comer hot dogs y reventar cuetillos. Siendo honesto, eso último era mi mayor interés. Entonces nos reunimos alrededor de una pequeña fogata improvisada en el centro del patio de nuestra líder, mi abuela Ana. Su casa, ubicada en la calle Chaco de la zona de Cristo Rey, colindante con Sopocachi, fue el lugar donde se criaron mi padre y sus hermanos, bajo su guardia, custodia y mano dura, como dicen ellos, con la que los educó y guió.

Alrededor del patio central estaban los ingresos a los distintos ambientes, incluido el taller de carpintería de mi abuelo. Desde este sitio, convertido en un depósito, se infundía un olor a madera que era la peculiaridad del lugar, pues nos recordaba a aquel hombre trabajador y cuyo trabajo lo llevó a perder la batalla contra el cáncer de pulmón, a mis 4 años. 

Al entrar se veía su mesa de trabajo y sus herramientas aún colgadas en la pared como parte de una decoración que no conoce críticas.

Todos los primos reunimos los cuetillos que cada familia llevó, contentos pues teníamos suficiente artillería como para pasarla bomba toda la noche. De toda la pirotecnia reunida, resaltaba una en particular, por su forma y tamaño, similar al de un balde de limpieza y con un nombre mal traducido del chino al español: “El Dragón Púrpura”.  En voto consensuando y silencioso, decidimos que usaríamos “el más grande’’ cuando hayamos acabado con los de menor potencia. 

Uno a uno acomodamos y prendimos cada cohete: los cien tiros, las cajitas explosivas y, por supuesto, los que tenían figuras de animales, que por muy paupérrimos que fueran siempre estaban ahí para hacernos reír, ese era su verdadero valor. Sin embargo, no estábamos logrando la emoción que necesitábamos para animar nuestras vidas. Todas nuestras expectativas recaían en un solo objetivo. 

Cuando llegó el momento, acomodamos al Dragón Púrpura a la altura de la fogata, pero en el techo de la cocina, cuya elevación superaba por poco los dos metros.  Apuntamos la dirección de disparo hacia el cielo y, después de prender la mecha, nos sentamos alrededor de la fogata para ver el espectáculo. 

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Después de prender la mecha, solo queda dar un paso atrás y mirar cómo estalla la chispa. / Foto: Freepik

Entonces el primer disparo de seis se elevó con tanta potencia que volteó la base del Dragón Púrpura, el cual quedó de frente a nosotros, apuntándonos.

De inmediato todos corrimos en diferentes direcciones, buscando refugio en los cuartos, y el patio se cubrió de humo y fuego, con cada disparo el ambiente era menos visible. Entré a uno de los dormitorios con una tía y una prima, nadie sabía qué decir.

Cuando escuchamos el último disparo, todos salimos de nuestros sitios tratando de disipar el humo, identificarnos y preguntarnos si nadie resultó herido. No tuvimos bajas, ni heridos, y en lo material la única herida de gravedad fue la olla donde se hervía el sucumbe, que recibió un disparo que la dejó inservible.

Tras unos segundos de silencio, todos nos largamos a reír. No lo entendí en el momento, pensaba que cualquiera de los disparos puede alcanzar los cien kilómetros por hora, casi el equivalente a un disparo de arma de fuego, o que el humo que botaba el Dragón Púrpura podía asfixiarnos, pensaba “sobrevivimos a una balacera y a una intoxicación y lo primero que hacemos es reír”.

Y es que no somos la familia de los abrazos y los besos, como muestras de amor, pero en esas carcajadas, en relatar donde corrió cada uno, qué tan cerca algunos sintieron los disparos, o que la tía más anciana no se dio cuenta de lo que pasaba y siguió sentada de frente al cañón, entendí que el amor puede expresarse de diferentes maneras, en una sonrisa, en una pregunta, en una risa. Aún somos serios y distantes, peculiaridad eterna, pero siempre relatamos la historia con un deje de susto, solo para reír al final.

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