Como un gato

Dicen que cuando los gatos tienen la costumbre de ausentarse demasiado de sus casas, por mucho que siempre vuelven, si salen es porque tienen otra familia. Así lo comprueba este Minino Andino en un texto en el que nos cuenta cómo fue que terminó teniendo dos familias, muy distintas la una de la otra.
Editado por : Adrián Nieve

En un episodio de Los Simpson, Bart y Lisa descubren que su amado gato tiene una doble vida. Bola de Nieve, el felino de la casa, comienza a ganar peso y se ausenta con frecuencia. Presas de la intriga, los hermanos deciden seguir al gato y descubren algo curioso: Bola de Nieve tiene otra familia. Y si bien se trata de una historia ficticia, debo confesar que me tocó vivir algo similar en la vida real. Solo que en mi historia no fui Bart ni Lisa, fui el gato.

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Así, todo tierno y regalón, tu gato podría tener otra familia que también lo mima. / Foto: Freepik

Hace casi cuatro años, en una tarde cualquiera en la que tenía mi habitual clase de violín y no había almorzado. Víctima del hambre y del sueño, quise buscar un lugar más tranquilo para estudiar, algo que estuviese fuera de los predios universitarios. Como todos los de mi especie, siempre fui un felino bastante solitario que disfrutaba mucho de su propia compañía. Sin embargo, ese día, saliendo de la universidad, me encontré con una conocida y después de caminar juntos un trecho decidí que quería que me acompañara.

Al principio me extrañé de la convicción de que no me vendría mal algo de compañía pues desde que tengo memoria soy bastante independiente y algo huraño. Cuando estudiaba en el colegio era alguien de pocos amigos que prefería escribir, leer o imaginar historias antes que distraerse con cualquier interacción innecesaria. Así como a mis hermanos gatunos, no me urge la atención humana. Pero al igual que ellos también sigo a mis intuiciones y la intuición me decía que quizás no era una mala idea abrirme un poco con aquella conocida mía de mirada cálida.

Mientras caminábamos le conté del rumbo de mi día, así como del banquete que había desayunado (un par de cigarrillos y un café en bolsita). Después de comentarle que iría directo a mi clase sin comer nada más, mi compañera se compadeció y me invitó a almorzar a su casa. Caminamos unas pocas muchas cuadras hasta llegar a su particular morada. Ahí, la charla fue amena y la comida simplemente exquisita, tanto que al final terminé faltando a la mentada clase.

Contra todo pronóstico, el encuentro se repitió una, otra y otra vez. Ya sean almuerzos o tecitos, frecuentaba más seguido aquella casa. Poco a poco fui conociendo a todos los integrantes de la familia, tanto a los humanos como a los no-humanos. Allí podía contar con un festejo paralelo de mi onomástico, con torta y canción de feliz cumpleaños incluidas. Así, sin darme cuenta, un día me percaté de que me habían adoptado.

Inevitablemente, el tener un “segundo hogar” hizo que reflexionase sobre mi “primer hogar”. No fue difícil percatarse que había similitudes y diferencias llamativas. El punto de convergencia más apetitoso giraba en torno a la comida, ya que tanto en la primera casa como en la segunda podía disfrutar de platos exquisitos a la hora del almuerzo. Otra cosa que compartían ambos hogares era el gusto por los adornos y muebles de madera. Las diferencias comenzaban a la hora de pensar en las escalas: mientras en mi primer hogar teníamos una biblioteca modesta en mi segundo hogar se encontraba contenida la biblioteca de Alejandría. De igual forma, aunque la comida era increíble en ambos hogares, en mi segundo hogar las raciones por persona eran enormes y llenadoras. 

Quizás la diferencia más importante radicaba en torno a los visitantes. En mi primer hogar siempre fuimos reservados frente a las visitas, solamente recibíamos a los amigos cercanos de la familia y excepcionalmente a algunos compañeros de colegio con quienes había que hacer trabajos en grupo. En cambio, en mi segundo hogar era excepcional que no hubiese visitas: amigos de todos los confines del mundo y la ciudad frecuentaban la gran morada para charlar o tomar el té. Recuerdo en particular a dos invitados bastante peculiares: un revolucionario que había vivido en todos los gobiernos de izquierda latinoamericanos y un gurú Hare Krisna. Definitivamente, las escapadas al segundo hogar eran siempre gratas y llenas de sorpresas.

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“Amo a mi familia de sangre, sin duda, pero reconozco que también es grato contar con este segundo hogar. Sin una sesuda reflexión de por medio, estoy convencida de que la familia no solamente se forma a partir de los vínculos de sangre o los apellidos compartidos”. / Foto: Freepik

Pero durante la pandemia y el confinamiento fue prácticamente imposible reunirnos. Pese a ello, igual acostumbrábamos hacernos una llamada sagrada a la semana. La primera fue bastante tensa: después de semanas de ausencia e incertidumbre nos dedicamos a hablar de la coyuntura y el futuro incierto. Pero, semana tras semana, la charla se hizo más amena y variada como siempre: filosofía, astronomía, jardinería, repostería, meteorología, amorología, etcétera. El ping-pong de libros, series y noticias era reiterado. Incluso a través de las llamadas, mi otra familia me enseñó a cocinar y, poco a poco, hicimos un ayni de recetas bastante curioso. 

Es de intuir que los secretos no se pueden guardar para siempre. Ya que para hacer dichas llamadas generalmente acostumbraba encerrarme en mi cuarto durante horas, las sospechas en mi hogar no se hicieron esperar. Mi familia se preguntaba con quién andaba charle que charle cada semana: “¿será una pareja pandémica?, ¿quizás un grupo de amigos de la universidad?”, decían. Con mucha alegría comencé a contarles poco a poco de la doble vida que había estado teniendo. Lejos de tomarlo a mal, mi madre se sintió feliz por el vínculo tan especial que habíamos creado.

Amo a mi familia de sangre, sin duda, pero reconozco que también es grato contar con este segundo hogar. Sin una sesuda reflexión de por medio, estoy convencida de que la familia no solamente se forma a partir de los vínculos de sangre o los apellidos compartidos. La familia es algo que se construye día a día, con paciencia y cariño; es como tejer una bufanda infinita de mil colores. Entre tantas comidas compartidas y charlas amenas vamos entrelazando nuestros hilos hasta trazar un camino compartido.

Me encantaría agradecer con nombres y apellidos a la familia que me ha adoptado. Todo el cariño y la confianza que sus corazones son capaces de irradiar es algo simplemente increíble, extrahumano. En esa casa, que siempre tiene las puertas abiertas, no solo han recibido con los brazos abiertos a este gatito, sino a muchos otros que andamos vag(ue)ando por la vida. 

Si alguna vez llegan a leer esto, no dudo en que se reconocerán inmediatamente, ya que tanta generosidad es difícil de encontrar en estos tiempos modernos. Por el puro gusto de hacerlo, me permito compartir un pedacito de nuestro secreto. Pero igual, un buen gato nunca delata a su segunda familia.

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Este texto forma parte del especial ¡Ay, mi familia!