In memoriam a un abuelo ajeno

Bien dice el saber popular que una persona no muere mientras es recordada, mientras se habla de ella y se evoca su presencia en juntas familiares, en conversaciones casi casuales, en actividades cotidianas de las que una vez fue parte. Pero, ¿qué sucede cuando nuestros recuerdos se transmiten a otra persona? ¿cuando creamos memorias –a partir de una memoria– en la mente de quien no conoció a nuestro amado ausente? Es siguiendo esta premisa que Iris Kiya construye una maravillosa crónica en la que entrelaza los recuerdos de un abuelo ajeno con fragmentos de la vida del poeta Vladímir Mayakowski.
Editado por : Lourdes Reynaga

Mis pies trastabillan ahora que son las 19h00. Camino un poco para recolectar manzanas sin pensar en los hilillos de sangre mientras me trago pedazos de una fruta madura. ¿Qué me lleva a escribir este adjunto?, quizá la necesidad moral de mostrarme como hombre de carne y hueso que, a pesar de haber errado en múltiples cosas, quiere develar al que pudiera haber sido un buen escritor. Lamentablemente acaecieron hechos con el susodicho escritor que me gustaría borrar, pero noche a noche me atormentan. Por lo mismo, me he visto en la necesidad de acomodar ciertos textos y acontecimientos que compartí con Vladimir C. Me he dado a la tarea de escribir este texto, no sin antes compartir un poco de mi vida, que, así como la de Vladimir ha sido ajena para mucha gente, ahora será del conocimiento de todos, del público lector. Muchos se preguntarán qué me instó a ser un mero compilador, la respuesta es sencilla: las diversas pérdidas que he tenido desde los 8 años. 

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“El ciervo tiene los ojos de su abuelo, él jamás pigmentó su cuerpo con los colores de su mesa.” / Ph. rahu en pixabay.

En aquel tiempo y con esa edad, había perdido un país, pero había ganado un ciervo. Era plena mascarada, un carnaval que no quería que llegara. Vladimir padecía de aquella pérdida también, solo que él podía avizorar todo lo que sucedería a posterior, no como un presentimiento, sino más bien como un hecho. Para él, la mascarada era la disipación de los trombones de la música para los muertos. Y no es que él pensara en la idea romántica del otoño y la soledad. Él sabía la fecha y la hora del próximo finado: su abuelo. Temía que muriera en verano, pues no quería que el calor corroyera el cuerpo de Arturo. Pero con los años las estaciones no mutaron, y ya daba igual si Arturo moría en otoño o verano. A diferencia de Vladimir, mis mascaradas se pulverizaban en los ojos y risas de otros niños. Pasó el tiempo, a los 18 perdí otro país. El ciervo que cuidaba con tanta celosía se había ido. Mi niñez se enfermó por las mujeres que habitaban mi casa. Aprendí entonces que la música y Wilde me darían lo que la antropología jamás haría, más que el mito de origen. Hasta donde sé, Vladimir no tenía hermanos. Eso me causaba cierta envidia, puesto que, al final, los hermanos son como un dolor que sobresale, como las muelas del juicio. Alguna vez le comenté mi obsesión por ciertas obras de teatro, a lo que él respondió que el teatro no era de su agrado, prefería los mapas. Y entonces entendí que todos esos folletines que leía a escondidas debajo de una caja vacía, fueron hasta entonces, fantasías para olvidarme de las golpizas que mi hermana me propinaba con demencia. Pero ahora sé que fueron el oráculo de mi vida. Había encontrado de nuevo a mi ciervo blanco, Vladimir. Sus ojos me lo decían todo, su liviano cuerpo se movía siempre con la niebla en la noche, cuando iba a caminar evadiendo las capas de lodo que se formaban día tras día. Estoy seguro que el abuelo de Vladimir tenía aquellos mismos ojos perpetuos, mientras fumaba y dibujaba. Nuevamente la envidia se incrustó en mi pusilánime adultez. Entendí entonces, sin saber, que los españoles hablan como si desconocieran la duda. Vladimir no dudaba de su lengua, de los dibujos de su abuelo, de su amor por Lilichka. Pero lo más importante es que él jamás dudo que aquellos textos suyos jamás llevarían mi nombre. Digo esto, porque, así como yo había encontrado a un ciervo nuevo, ese animal tenía los ojos prestados. El ciervo tiene los ojos de su abuelo, él jamás pigmentó su cuerpo con los colores de su mesa. Dejó de ser un ciervo, e instruyó a su nieto a mirar de aquella manera tan perpetua. Me di cuenta entonces de que no todos los españoles hablan como si desconocieran la duda. Solo cuando Vladimir hablaba de Lilichka, balbuceaba. Pero hasta su muerte, fue siempre un hombre de ironías.

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