El no de las chicas
–Por favor, no me insistas tú también… –La chica se apoya en mi hombro y deja salir un quejido leve.
–No, tranqui, yo entiendo –le digo, con algo que quiero creer que es sinceridad.
–No es que no quiera, es que… –las lágrimas parecen querer salir de nuevo.
–Sí, sí, necesitas un tiempo de duelo, para redescubrirte, para sanar y estar lista. Has terminado hace poco y…
–Eso, un duelo…
Sus ojos se iluminan por un segundo y sonríe. Yo pienso que no debería ser necesario dar tantas explicaciones, que un “no” debería ser más que suficiente, pero casi nunca lo es y menos en estos casos.
En las últimas horas, he sido testigo de cómo los amigos y amigas han abogado por el que conjeturo es el pretendiente de la chica. Y yo, que tiendo a fijarme en hombres que no suelen ser asociados con el estereotipo de belleza masculina de nuestra sociedad, que defiendo a rajatabla el priorizar el interior de las personas antes que el exterior, me detesto por un segundo al pensar que el hombre en cuestión no se acerca a dicho estereotipo.
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En su sección se rumoraba que la madre del chico había hablado con los delegados, por intermedio de su abogado, y les había ofrecido un cierto monto de dinero. Era un secreto a voces que, muchas veces, el recibimiento para los detenidos por abuso o violación (los “taladros”, como se les decía dentro) no era nada bonito. Como en esa época, pleno 2014, todavía había familias habitando con los privados de libertad, es decir, esposas e hijos pequeños, se hacía indispensable marcar los puntos sobre las íes y mantener lejos de las mismas a quienes tenían esa tendencia.
En las largas mañanas que pasábamos tomando sol en la plaza del penal, alrededor de la fuente, rodeados por taxis que deambulaban esperando a las visitas para anunciarlas a sus respectivos parientes o amigos, no quedaba mucho más que hacer que iniciar charlas con quienes estaban en la misma situación. En esas andábamos cuando lo vimos, saludó a una de las personas del grupo respetuosamente y se alejó entrando hacia el sector de San Martín. Era delgado, no muy alto, vestía como cualquier chico de su edad y su tono de voz era suave. Sé que pensé que su saludo había sido muy educado y lo primero que se me ocurrió, dada su juventud, era que le correspondía estar en Qala Uma y que probablemente su delito tenía algo que ver con la 1008, es decir, narcotráfico.
Como parte de la terapia ocupacional, en ese entonces había un par de televisores instalados en los patios de alguna de las secciones. Ahí, los privados de libertad podían seguir los partidos del mundial de fútbol, el desarrollo del Dakar y mantenerse informados. El área de educación procuraba incorporar la programación en las tareas y ejercicios que se proponía a los inscritos para que los artefactos no fuesen una mera distracción o vehículos del ocio; tiempo después, por distintas razones, los aparatos fueron retirados. Ese 2014, sin embargo, los noticieros habían permitido que la curiosidad de los reos fuera satisfecha y supieran que el chico no había sido detenido por la 1008, sino por una presunta violación grupal.
Entonces comenzaron las conjeturas y los rumores. La mamá lo visitaba a diario y eso hacía pensar a los demás que algún tipo de arreglo existía entre ella y los delegados. Que quizás incluso hubiera alguno entre ella y el sistema judicial pues el chico permanecía en San Pedro en lugar de ser transferido a Qala Uma. Y no faltó quien agregase que, por seguridad, la madre le había pagado el alquiler completo de tres meses de celda en solitario; esto porque, como el chico había sido exhibido en todos los canales televisivos, temía que, dentro del penal, alguien quisiese tomar represalias aprovechando la noche. Cosa que, desde luego, no pasó.
Don Mateo (nombre ficticio) nos dijo que él sabía algo más, que el chico era de su sección y había hablado con él, pero que nos lo contaría más adelante, cuando no hubiera tantos moros en la costa. Y se fue, como solía hacer, a caminar un poquito, para olvidar cuánto le dolía y la impotencia de saber que, pese a su avanzada edad, todavía le tocaba esperar un buen tiempo antes de poder acceder a la atención médica debida.
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–No es lo mismo –me dice P. después de escucharme–. No es para nada lo mismo seducir a una mujer que aprovecharse de su situación de vulnerabilidad.
Y se lo agradezco, pero no me siento tranquila. Una mezcla entre culpa y responsabilidad se sigue apoderando de mí.
P. se sonríe. Es inevitable. Mi tendencia a contar mis desgracias como si se tratasen de parte de una rutina de stand up suele provocar ese efecto. Sé bien que está tomándose muy en serio lo que le cuento, pero también entiendo que es un ser humano, incapaz de controlar algunas de las reacciones primarias que se dan casi por reflejo. Es, sin embargo, una persona sumamente inteligente, tanto que creo que no mantendría su amistad si no sintiera por él ese respeto intelectual que muy pocas personas me despiertan.
–Él me dijo que esa chica es su nueva obsesión grupal, que es su nuevo objetivo –le cuento a P., tratando de escoger las palabras adecuadas.
Quiero atrapar su mirada, pero la mantiene clavada en el piso, como si la danza de las sombras que provoca el viento al mecer las hojas de los árboles, llamara poderosamente su atención.
–Él también me preguntó si no había notado que la chica se ha vuelto muy bonita, que tiene algo… Y yo… Ella siempre fue bonita… Pero me siguió diciendo que ella era el objetivo y entonces todo hizo clic y no he podido quitármelo de la cabeza, no puedo… Estoy en crisis.
–La naturaleza del varón es sumamente violenta… –empieza P. y la reflexión con la que continúa parece de una persona mucho mayor.
No es la primera vez que me habla de ello. La violencia masculina ha sido un tema tan frecuente en nuestras charlas, que hemos intercambiado decenas de audios de WhatsApp sobre ello. “El hombre es una bestia, por eso su culto a la violencia, a la guerra. Es una persona terriblemente violenta, es un género violento. Quizás porque está demasiado sexuado”, me dijo alguna vez, pensando en una probable relación entre las guerras, el sexo y la violencia.
“Ustedes en su género, tienen ese espacio de intimidad que nosotros no tenemos. Otra cosa que no tenemos es esa capacidad, sí, de llorar, pero también la capacidad de que, entre hombres, entre varones, nos podamos contener. Yo desconfío mucho del varón, es muy raro encontrar un varón que te pueda contener con tu dolor, que te pueda contener bien, ni muy frío, ni muy confianzudo. Por eso yo desconfío también del varón, a veces no buscan aplacar tu dolor, lo que están haciendo es aprovecharse de ti”, fue parte de una charla en otra ocasión y continuó: “Quiero salirme de ese espacio de homo sapiens macho idiotas. Desaprender del hecho de ser macho, sin perder mi identidad masculina, pero tampoco ser un guarango o un violento”.
Quizás fue en esos intercambios en donde realmente inició nuestra amistad, entre autocuestionarnos sobre temas complicados, terminando a veces en densas discusiones que nos obligaban a estructurar argumentos bien elaborados.
–¿Sabes? –le digo– Siempre he creído que hice algo que se malinterpretó…
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Las botas. He pensado tantas veces en las botas, he recordado tantas veces la escena sin conseguir entenderla que quizás para estas alturas ya debería estar cansada de hacerlo. Solo habíamos quedado los tres luego de una de nuestras legendarias fiestas, y él y yo decidimos que era hora de retirarnos. No estábamos sobrios, pero tampoco habíamos bebido hasta perder la consciencia. Estábamos en ese punto en que la embriaguez te hace sentir que tu percepción de la realidad ha sido alterada, pero no lo suficiente como para que se te formen lagunas en la memoria. El tercero en cuestión, sin embargo, dormía en una silla, amenazando con caerse en cualquier momento.
Mi amigo propuso acostarlo. Era una buena idea en realidad, no era muy de amigos dejarlo a su suerte, para que despertase al caerse de la silla. Así que entre ambos nos las ingeniamos para llevarlo a la cama y acostarlo. Mi amigo (y no sé por qué lo sigo llamando así) buscó una manta para cubrirlo y la puso sobre él. Yo noté que tenía puestas sus botas y que estaba lo suficientemente ebrio como para no poder quitárselas. Eran botas pesadas, de caña alta. Sabía que dormirte con ellas puestas significa amanecer con una horrenda sensación de dolor en los tobillos, así que propuse quitárselas. Mi amigo se negó con una cierta burla, así que yo me incliné y, aprovechando que el tercero en cuestión yacía acostado, pacientemente aflojé los cordones de las botas y se las quité para depositarlas en el suelo. Luego le cubrí los pies en un gesto, para mí, absolutamente maternal y le dije a mi amigo que nos fuéramos.
No sé por qué estaba de mal humor, no sé por qué pasó todo el camino con respuestas cortantes y toscas. Lo que sí sé es que yo estaba cansada y no me apetecía soportarlo, así que me despedí y me fui a mi casa a dormir. Esa misma tarde me llamó para invitarme a una fiesta en casa de su amigo, el que habíamos dejado en la mañana. Hacia el final de la noche, nuevamente quedamos los tres solos, solo que esta vez los que acabamos peor fuimos los dos que habíamos sobrevivido por la mañana.
Todavía me cuesta verbalizar lo sucedido a continuación, quizás porque entiendo bien que nombrar las cosas hace que existan, les da una carga de realidad que aún tengo el poder de controlar a través del lenguaje. Y esta vez elijo no nombrarlo.
Tiempo después, mientras bebíamos, le pregunté a mi amigo si se habían puesto de acuerdo. Me dijo que no. Le pregunté si tenía algo que ver con lo que él me había pedido alguna vez, medio en broma, medio en serio, y que involucraba a su amigo, mejor dicho, a la soledad de su amigo. Me dijo que estaba loca. En cuanto escuché esa afirmación supe que nunca me iba a decir la verdad y que mi intuición estaba en lo correcto. Me tomó más de un año volver a dirigirle la palabra y nunca he entendido por qué lo hice.
Una vez se lo conté a Taty, muchos años después, en nuestras largas sesiones de WhatsApp (nuestra terapia exclusiva, nuestro grupo de apoyo, ese espacio para darnos amor, ánimos y entendernos) y lo que dijo me rompió: “Eso, creo, es lo que más duele. La objetificación. Ni siquiera te odian, solo eres algo que está en medio. Puede que hasta te quieran, a veces. Pero no cuentas como ser humano, no eres su igual. Y eso duele, che, duele como una maldita llaga”.
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Lo habían exhibido por todos los canales, sí. Dando su nombre y sus datos. Lo habían exhibido esposado y haciendo primeros planos de su rostro. He olvidado si estaba estudiando alguna carrera universitaria o no, pero sí recuerdo que era el único de los acusados que tenía detención preventiva. Los otros tres o cuatro (entre los que se incluía el novio de la chica) contaban con medidas sustitutivas pues eran menores de edad. Ninguno provenía de una familia que contase con antecedentes penales y la situación económica de todos era la correspondiente a una clase media-alta.
Don Mateo no me contó a mí la historia, se la contó a M. quien me la contó una tarde, mientras tomábamos un helado frente al pozo de San Martín, mientras veíamos a los saloneros vaciando el agua del mismo para luego lavarlo. Me la contó como siempre me contaba cosas, un poco para que las escribiera y otro poco para, como Scherezade, captar mi atención y comprar (innecesariamente) mi tiempo de permanencia.
Así supe que la chica que los denunció era pareja de uno de los chicos del grupo. Según M., los chicos habían organizado una farra entre todos. No podían hacerlo en casa de ninguno, así que habían encontrado otro lugar, uno apartado. Debido al lugar, ninguna de las otras chicas que solía ir con ellos había aceptado, solo la chica en cuestión. Eran todos muy jovencitos, entre los 17 y 19 años, casi todos colegiales, así que rápidamente se embriagaron. Según el chico, la chica había sido la primera en embriagarse hasta estar al borde de perder la consciencia. Le pidió entonces a su pareja que la llevara a un espacio aparte en donde mantuvieron relaciones sexuales. En cuanto terminaron, el chico la dejó arropada con las chamarras de ambos y volvió con sus amigos a continuar bebiendo. Se supone que entre los demás comenzaron a hacerle bromas y a decirle que era un afortunado al tener pareja y más una como ella. Él les dijo que era más afortunado por tener amigos como ellos y que los quería tanto que eran como sus hermanos. Que el vínculo era tan cercano, que no le importaba compartir a su novia y que, si querían, podían estar con ella en ese momento. Ninguno se negó.
Cuando la chica hizo la denuncia, dicen que originalmente incluía a su pareja, pero que luego quitaron el nombre de ese chico y también se convirtió en parte querellante. Desde luego, nunca tuve acceso al cuaderno de investigación y ninguno de los noticieros que exhibieron el caso le hicieron seguimiento, así que nunca supe bien qué había pasado con él. Sé que, eventualmente, al chico le dieron detención domiciliaria y es toda la información que tuve. Nunca me atreví a preguntarle a M. qué opinaba de ese caso.
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–Imagínate. Ninguno se ha de haber tomado nada bien que Rammstein incluyera ese verso en su canción –cierra P., haciendo referencia a “Deutschland über allen”, el guiño que lanza la banda en su canción “Deutschland” a ese fragmento del himno alemán popularizado durante la Segunda Guerra Mundial y que luego se excluyó de la versión oficial.
No sé cómo, de mis temores, de mis malos intentos por verbalizar algo que no sé cómo decir, hemos terminado hablando de la historia de Europa Oriental (Centro-Oriental, valga la aclaración), de la música de Rammstein y de la economía mundial post Segunda Guerra Mundial. No sé cómo hemos aterrizado en Kafka, en Kundera, en la Unión Soviética, en cine experimental y en cuánto nos gusta el humor del cine inglés. Él es una de las poquísimas personas con las que genuinamente he disfrutado ir a ver libros y es el tipo de amistad que, aunque no tiene mucho tiempo de haberse iniciado (“esta nueva etapa de amistad entre tu persona y mi persona”, diría él, tan correcto como es), me gustaría conservar de por vida.
Y entonces entiendo por qué lo he buscado para contarle mis miedos, el clic que me ha enloquecido por una tarde completa, la exhibición salvaje de mi vulnerabilidad. Porque simplemente, igual que Taty, me ve como algo más que un objeto a incluir en un listado, o un cuerpo a marcar, me ve como alguien con quien dialogar; tal como la chica que me pidió hace meses que yo no la presionara quiere que la vean los demás, como finalmente queremos ser vistos todos, como seres humanos, absolutamente capaces de decir que sí, pero también de decir que no.