Mi familia no está en la casa grande
Debajo de los ladrillos de la casa grande están las paredes de adobe y el piso de tierra. Ahí también yacen los restos rebanados y rotos de ese pino viejo con el que tengo tantas fotos. Enterradas están las piedras y la tierra blanda, al igual que mis juguetes y las penas de mi familia. La muerte de Angélica. La mamá de mi papá. La muerte de mi tío. La muerte de mi abuelo.
Debajo, además, se encuentran otras memorias de mi familia. Esa memoria de los antepasados que habitaron ese pedazo de tierra y que ahora, los nietos, porque la mayoría somos nietos, no recordamos del todo. Así son las familias, ocultan cosas. Olvidan nombres. Borran apellidos. Se abandonan. Se rompen y van quedando chiquitas. Tan solo su caricatura. Tan solo teatro.
Mi familia, los hermanos, primos y sobrinos de papá, por ejemplo, suelen obviar los recuerdos tristes de las mujeres que nos dejaron. Mi bisabuela, la comerciante, la viajera, la mujer que estuvo en el inicio de todo, pero que tan solo es un nombre ante la imagen épica de su esposo, el excombatiente de la Guerra del Chaco. O mi abuela, la mujer que murió muy joven y que dejó en la orfandad a seis hijos. Todas mujeres que hasta hace poco se perdían en el aluvión de recuerdos masculinos.
Porque sí, familias como la mía no se reducen a la casa grande de ladrillos sin revocar, ni tampoco a la sangre. Familias como la mía, muchas veces, o siempre, recargan el peso de la familia sobre el apellido. Son el apellido que sobrevive a todos los hombres y que olvida a las mujeres. Ahí está la huella que todos quieren conservar a través de los años. Esa es la herencia que queda mientras la casa grande empieza a ser sus ruinas.
En familias como la mía, la familia es una herida que crece mientras la casa grande, la de la infancia, la de adobe, empieza a quedarse chiquita, huérfana. Y en ese sentido la casa grande se parece a la palabra “familia”. Porque varía según la distancia, la velocidad de los recuerdos y el tiempo que ha pasado. Porque depende de la corporeidad del apellido. Porque los nombres de los que la habitaron se evaporan. Porque los rostros en las fotos viejas dejan de estar ahí. Porque los papeles siempre desaparecen. Y porque los hermanos, primos, tíos y abuelos cada vez están más lejos.