Highlander, el inmortal

Desde la llegada del COVID-19 a territorio boliviano en 2020, muchas han sido las historias acerca de pacientes, contagios y, también, sobre la peregrinación de las familias para conseguir el acceso a atención médica. La historia de Orlando Iturri es una de ellas, pero también es la historia de la situación misma del sistema de salud en Bolivia en ese momento.

Eran casi las diez de la noche del domingo cuatro de julio de 2020 cuando a Orlando Iturri comenzó a faltarle la respiración. Como dos filosas cuchillas clavadas una y otra vez sobre el pecho, el dolor laceraba su tórax e iba en aumento y, con él, la falta del vital oxígeno. Don Orlando, padre y esposo amoroso, ciudadano sencillo y trabajador, vecino amable y solidario, quizás el más fabuloso de los abuelos, estaba por enfrentar una dura batalla: una lucha por sobrevivir al COVID-19.

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En el Corolla blanco que hubiera sido en otro tiempo el taxi donde su papá trabajaba, Rodrigo Iturri conducía a toda velocidad rumbo al hospital. / Fotografía: Daniel Vera.

En diciembre de 2019, el territorio asiático de Wuhan en China causó gran conmoción al ser el lugar en el cual se reportó el primer contagio por coronavirus, una enfermedad pulmonar que desencadenó una pandemia mundial sin precedentes en los últimos tiempos. En La Paz, Bolivia, a más de seis meses de la primera alerta y en un estado total de emergencia sanitaria, don Orlando era uno de los tres millones de paceños a quien le tocó afrontar al covid.

Aquella noche, uno de los cuatro hijos de don Orlando, Rodrigo, de veintiocho años, se apresuró a sacar la movilidad de su padre, quien, apoyado en el umbral de la puerta de una humilde vivienda ubicada en la zona de Ciudad Satélite en El Alto, y con una desesperación y dolor inconmensurables en el pecho, se debatía entre la vida y la muerte. El viejo Toyota Corolla blanco, que en otrora fuera el instrumento de trabajo de don Orlando como taxi, iba traqueteando en dirección al hospital. El mal estado del vehículo atentaba contra el tiempo que le quedaba a don Orlando para recibir auxilio médico. La garganta iba cerrándosele poco a poco y cada intento por respirar era como el ataque de una certera puñalada en el corazón, en el costado, entre el diafragma y su estómago duro como roca por el colosal esfuerzo.

Mientras don Orlando se esfuerza cada vez más por suministrar aire a sus adoloridos pulmones, Rodrigo trata de concentrarse entre el acelerador, el freno y sus ganas de llorar. El asustado muchacho sabe que a su padre le queda poco tiempo y lo anima; pues lo ve batallar a su lado, de cerca, mientras la urbe, a través del gélido parabrisas, se dibuja y desdibuja cada vez más vacía, oscura e impasible a su desgracia.

“Respirá, papito, ¡respirá por favor!”, suplica el hijo mientras conduce. Don Orlando necesita oxígeno con suma urgencia. Al promediar la media noche, al fin, padre e hijo llegan desde su domicilio en Ciudad Satélite al Hospital del Seguro Nacional de Caminos, ubicado en la calle ocho de Obrajes, en la Zona Sur, donde don Orlando goza de seguro laboral. Inmediatamente, el personal de salud toma las medidas necesarias y el tan ansiado oxígeno devuelve progresivamente a don Orlando a sus cinco sentidos. El aire helado y suave que emana de la sonda nasofaríngea inunda delicadamente de frescor sus pulmones a través de la nariz. Ya no le duelen mucho, aquel agudo dolor va desapareciendo.

“El primer día que entré al hospital no entré con temor porque estaba seguro de que iba a ser un momentito y nada más”, dice hoy, a más de un año de su batalla.

Don Orlando es más bien un hombre de contextura bonachona y estatura promedio, su pelo crespo se mantiene totalmente negro a pesar de sus más de sesenta años, de piel canela, muestra también una sonrisa afable y una voz cálida. Estas particularidades me hacen comprender, entre otras cosas, cómo el mundo se derrumbó para los cuatro hijos, la esposa, los nietos y la demás familia que ven en este hombre una fuente de amor infinito, un ejemplo para sus vidas y su mayor tesoro: papá. Y es muy probable que en medio de este universo de ternura y amor que decidió crear para sus hijos haya omitido enseñarles cómo enfrentar un problema de tal magnitud como este.

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Largas filas y distanciamiento social fue uno de los legados de la pandemia en Bolivia y el mundo. / Fotografía: Daniel Vera

“Uno piensa que este tipo de cosas jamás le van a pasar”, –dice el hijo, a quien el ingreso le fuera negado esa noche en el Hospital de Caminos debido a las medidas de bioseguridad ya instauradas para contener la pandemia. Aquel hospital había sido establecido hace poco como centro covid al igual que varios otros en la ciudad; entre ellos, los reconocidos hospitales de Cotahuma, La Portada, Obrero, Juan XXIII, etc.

Al día siguiente, don Orlando se encontraba mucho mejor, incluso pidió a la doctora de turno poder volver a su hogar. Sin embargo, la respuesta a su petición no le fue concedida. La doctora objetó que debía saber exactamente el diagnóstico de su paciente y lo internó. La sospecha sobre su contagio con covid ahora era mucho más evidente. Tres días después, luego de entrar en espera entre los miles y miles de análisis previos al suyo, su prueba dio positiva para coronavirus, y como a las nueve de la mañana de ese mismo miércoles don Orlando, después de regresar lentamente y con mucha dificultad del baño, volvía a sentir las mismas agudas punzadas en el pecho; su garganta se volvía a cerrar paulatinamente, pero mucho más rápido que la última vez y sintió los pulmones a punto de explotar. Con la vista nublada y un severo adormecimiento en la cabeza, don Orlando pierde el conocimiento y con él los recuerdos sobre los siguientes dieciocho días posteriores a su entrada en estado de coma. No obstante, ahora, a través de esa mirada vidriosa, con los ojos enrojecidos casi siempre -una de las varias secuelas que le dejó la enfermedad-, rememora y cuenta lo que inconscientemente vio y sintió al sumirse en aquel estado de coma profundo.

“Soñé que ascendía lentamente entre un espiral de nubes. A cierto nivel, divisé un grupo de gente vestida de negro, entre mujeres, hombres y niños. Gente que con los brazos estirados querían jalarme, agarrarme y llevarme hacia donde ellos estaban. Sentí terror de que quisiesen llevarme a su lado. Pero yo seguí subiendo, subí tanto que llegué muy muy alto y creo que ya no había nubes ni tampoco aquellas extrañas personas. Lo único que podía ver era una luz brillosa y encantadora, todo se veía en hermosos matices azules e inmediatamente sentí muchísima paz. Todo era muy bello ahí como un cielo de los que no había visto nunca. Pienso que era el paraíso en donde, muy al fondo, también pude distinguir una imagen nada clara, borrosa, una especie de rostro que se iba difuminando mientras yo bajaba flotando, quedamente de nuevo por entre las nubes, viendo nuevamente a esa gente que ahora sólo permanecía expectante a mi descenso. No sé si estas visiones me sucedieron cuando entré en coma, días antes de despertar o ese mismo día”.

La mañana del lunes veinte de julio don Orlando despertó del coma provocado por una severa insuficiencia pulmonar producto del virus corona. No sabía qué le había sucedido, cuánto tiempo había estado allí, ni por qué sus familiares parecían haberlo abandonado.

Con cierto gesto de desazón, don Orlando, además, recuerda que cuando pudo volver a verse en un espejo después de tanto tiempo, no reconoció en su reflejo al hombre que fuera antes de entrar en coma. Relata que en cuanto sus brazos se recuperaron medianamente de esa hipotonía, que en realidad afectaba a cada músculo de su cuerpo, recorrió con tristeza aquellos lugares donde sentía una constante molestia. Los dedos reconocieron de pronto esas costras duras y anquilosadas conocidas como escaras, las más grandes y profundas, a más de dolorosas, se incrustaban en la nuca, otras más en la espalda al nivel de sus caderas y algunas más distribuidas por las piernas.

Melancólico y con las pupilas lluviosas, me enseña una de sus primeras fotografías después de su batalla. La imagen muestra el rostro y cuerpo de un pequeño hombrecillo de más de ochenta años, flaquísimo, no más de cincuenta kilos, con los cabellos y la barba encanecidos y extensamente crecidos, la mirada hundida y una piel tan blanca como el papel mismo. A su lado, aparece su esposa, doña Magaly, quien con una amplia sonrisa sostiene el demacrado cuerpo de su amado, un valiente guerrero que se aferró a la vida, luchando a capa y espada contra la parca.

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La letalidad inicial del Covid impuso nuevas formas de cotidianidad. / Fotografía: Daniel Vera

La recuperación de don Orlando fue lenta y progresiva, y una de las secuelas que más le incomoda hasta ahora es no sentir el sabor de los alimentos a poco más de un año de haber sufrido la enfermedad. Tampoco posee la misma fuerza e ímpetu de antes y muchas cosas han cambiado en su vida; él mismo señala que fue como “volver a nacer”. Después de su paso por el hospital, donde se enfrentó cara a cara con la muerte, Orlando Iturri, se siente agradecido más que nunca con toda la gente que lo apoyó. Pero sin duda el agradecimiento más profundo e infinito es para el joven médico internista y practicante que, sin haber realizado jamás un procedimiento de intubación endotraqueal, lo hizo óptima y valerosamente, devolviendo a don Orlando a la vida minutos después de que el monitor cardíaco anunciara su muerte. Eduardo, el tercero de los hermanos, recuerda cómo entre lágrimas el joven galeno les relató lo sucedido, cómo tuvo que vencer sus dudas y temores para salvarle la vida a su padre. Curiosamente, don Orlando jamás llegó a conocer a aquel doctor con aura de ángel que lo devolvió a la vida. Como cree y dice la familia, fue una de aquellas personas raras, únicas, que se aparecen una vez en tu vida para ayudarte, de quienes no recuerdas ni el rostro, ni el nombre, solamente la buena acción; es más, lo buscaron para poder agradecerle aquel maravilloso milagro pero el joven literalmente se había esfumado.

Hoy en día, el covid parece haber cedido su brutal ataque a los avances científicos y médicos que hicieron posible la implementación de la vacuna contra el virus lo que pareciera ser garantía suficiente para que las sociedades retomen su tan anhelada “normalidad” de antaño. En tanto, don Orlando piensa que lo suyo fue verdaderamente un milagro.

“Esta enfermedad se llevó a ricos y pobres sin discriminar, el dinero y la riqueza no fueron suficientes para salir ilesos. A mí me salvó el impulso de seguir vivo por mi familia, quería seguir vivo para protegerlos, para cuidarlos y amarlos, al fin al cabo yo soy el papá. Creo que ha sido una lucha intensa, no solo los dieciocho días que he estado en coma, sino después. En algunos días que he estado en casa, recién, conversando con mi esposa me dijo que había cambiado, yo pienso que tengo que volver a hacerme un autoanálisis y debo reflexionar en cosas personales, como lo increíble de este regalo; por qué me pasó a mí, por qué muchos murieron y yo sobreviví… No me creo inmortal, soy inmortal; la verdad es que en realidad estuve muerto y he vuelto a la vida, entonces creo que no es un chiste el que ahora todos quienes me conocen me llamen Highlander, el inmortal”.

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