Aterrizando en el Infierno
La noche del cuatro de noviembre de 2019, Daniela, nombre ficticio de la persona, retorna a la ciudad de La Paz después de un par de semanas en Cochabamba. Viaja acompañada de su joven hija con discapacidad intelectual, ambas están agotadas y con ganas de llegar a su hogar, sin sospechar que al arribar al aeropuerto las espera la antesala del mismísimo infierno, conformado por una gran muralla humana de hombres y mujeres armados con palos y resentimiento, oliendo a alcohol y a demonios.

El aire está lleno de gritos de provocación y odio incomprensible que brota de la cobarde muchedumbre escudada en el anonimato que proporciona la oscuridad de la noche. Exigen que su acompañante, refiriéndose a su hija discapacitada, salga del vehículo y camine hasta llegar al ingreso del aeropuerto, próximo al cobro de peaje, desde la primera esquina que enfila la salida de los parqueos. Daniela ni siquiera alcanza a imaginar a Tatiana caminando sola, menos aún en medio de una turba visiblemente violenta y ebria.
Días antes, Daniela había concluido, tras un poco más de dos semanas de intenso trabajo, una consultoría en Cochabamba. Era una tarde soleada, tranquila y tibia, como suelen ser las tardes cochabambinas, pero intuía que ya se acercaba el momento de volver a su hogar en la ciudad de la Paz. Su último día en Cochabamba quiso aprovecharlo plenamente junto a su madre de noventa años, así que luego de revisar el refrigerador y despensa, salió al supermercado para realizar las últimas compras, sin olvidar los chocolates y mermeladas cero por ciento azúcares que tanto disfruta su madre. Por lo mismo, no le quedó tiempo para escuchar noticias, porque sus últimas horas en la ciudad estarían dedicadas a su madre, a escuchar esas repetidas historias de abuela que encantan a Tatiana y que Daniela conoce de memoria. Las palabras de la abuela salen de sus pequeños, ajados y aún rosados labios, como cuentos armados con los pedazos de recuerdos de su vida, sus frases caen como las hojas de otoño, saca a tropezones sus recuerdos para liberarlos sin pensar mucho, para aquellos atentos ojos que la escuchan.
Antes de irse, Daniela da una vuelta por el departamento, asegurándose de dejar todo limpio y en orden, sin poder acomodar la soledad y tristeza de su madre. Resignada recoge sus maletas y a su hija Tatiana para dirigirse al Aeropuerto Internacional Jorge Wilstermann.
Afuera de la casa materna, el país convulsionaba pidiendo la renuncia de Evo Morales, un mandatario nacido en Isallavi, cantón de Orinoca del departamento de Oruro, que, en la década de los ochenta fue a colonizar junto a sus padres la zona cocalera del Chapare. Daniela recuerda que conoció a Evo durante el proceso de implementación de los distritos municipales, con la Ley de Participación Popular. Es más, conversó con Evo en el Chapare, a mediados de los años noventa. Ahí le había preguntado si su comunidad demandaría un distrito municipal indígena. “¿Indígena?”, respondió Evo, “¿qué es un indígena? No, yo soy un campesino, trabajo en el campo y vivo de la tierra, aquí no hay distrito indígena porque no hay indígenas, mis compañeros son campesinos como yo, somos agricultores cocaleros”.
Para sorpresa de Daniela, en 2003 ese mismo campesino asumió una pose de indígena para un escenario internacional casi ingenuo, que cayó ante la identidad del nuevo líder que llegaba al poder.
Al recorrer la ciudad de Cochabamba pudo ver aquello que también sucedía en otras ciudades del país: varias familias bloqueaban las esquinas, amarrando pititas de un poste a otro, con la presencia masiva de jóvenes que, para sorpresa de Daniela, salen a las calles con banderas amarradas a sus espaldas, defendiendo la democracia en los distintos barrios del país. Estos grupos de ciudadanos habían logrado paralizar el país y, en el proceso, fueron bautizados como “los pititas”.
Daniela sabía que los enfrentamientos en cada una de las ciudades tenían rumbos distintos, pero la particularidad de Cochabamba era su proximidad al Chapare, pues la convertía en un territorio altamente riesgoso. Principalmente porque el 24 de octubre llegaron camiones llenos de militantes que respaldaban al presidente Morales, con el fin de participar en la concentración realizada en la plaza 14 de Septiembre. Posteriormente, las seis Federaciones de cocaleros decidieron permanecer en la ciudad haciendo vigilia, para “resguardar su sede y hacer respetar su voto indígena originario”, según el periódico Los Tiempos.
En la plaza de Cala Cala, próxima a la casa de la madre de Daniela, podía verse un numeroso grupo de jóvenes liderados por Yassir Molina, quien posteriormente sería un preso político acusado de terrorismo. Los jóvenes vigilantes del barrio realizaban permanentes recorridos en motos, resguardaban a una camioneta que llevaba a un equipo médico y medicamentos para atender a los heridos en enfrentamientos. Gran parte de la población permanecía encerrada en sus casas o departamentos sin poder salir, las farmacias y todo tipo de comercio se mantenían cerrados, los propietarios cautelosos se organizaban en vigilias para prevenir asaltos en sus negocios, el mercado de la avenida América abría durante pocas horas y varios jóvenes vigilantes, ubicados en la Plaza de Cala Cala, se encargaban de realizar las compras en el mercado para algunas familias de ancianos y mujeres, entre ellos, la madre de Daniela.
En tal difícil situación, Daniela había decidido salir al aeropuerto con anticipación de casi dos horas, aunque en tiempos normales llegaría en quince minutos. En el trayecto, el taxi dio mil y una vueltas pues, las esquinas en las calles estaban llenas de barricadas, con grupos de personas vigilando frente a fogatas y otras cubiertas de llantas, piedras. Juntas, madre e hija, recorrieron las calles de Cochabamba buscando vías libres, algunos tramos en taxi y otros a pie. Luego de todas las peripecias, lograron llegar al aeropuerto en aproximadamente dos horas. Cargaban solo una maleta de ambas y cada una llevaba su propia mochila. Con solo eso encima lograron abordar el vuelo OB 624 de Boliviana de Aviación, programado para las nueve de la noche. El vuelo salió demorado media hora, pero estaban felices de subir al avión, esperando llegar pronto a casa.
Cuando llegaron a La Paz, todo parecía normal. Así que salieron rápidamente rumbo al parqueo, donde las esperaba su vagoneta, estacionada ahí desde la partida de ambas mujeres. Una vez en el vehículo, tropezaron con una larga fila de carros avanzando lenta y tortuosamente. No entendían qué pasaba, ni lo hicieron hasta que se aproximaron a la esquina que enfila a la avenida que conduce a la salida del aeropuerto, ahí fue que de las sombras apareció un policía al que Daniela llamó para preguntar qué era lo que estaba pasando. “Usted solo hágales caso, muestre sus documentos y pasará rápido”, dijo fríamente y en voz baja a manera de respuesta, para entonces desaparecer de inmediato.
Delante había un auto con dos personas, la señora del asiento de acompañante salió del mismo y se paró frente a las luces del carro de Daniela para sacar algo de su cartera y meterlo en su zapato. La señora, antes de volver a su carro, se aproximó a la ventana de Tatiana y dijo casi entre susurros: “si es de Santa Cruz, no muestre sus documentos, escóndalos en el zapato o donde pueda”. Daniela preparó sus documentos y los de Tatiana, pensando en algo así como una batida de Tránsito y nada más.
Viendo a la gente ebria y furibunda, no puede creer que hace minutos, cuando aún estaba en el lento avance de la fila, no había miedo, solo se sentían agotadas. Pero ya entonces, Tatiana comenzó a impacientarse y todavía agarraba las envolturas de los chocolates que su madre le dio para calmarla, la música que habían puesto para distraerse también se perdía entre los gritos. A medida que se acercaban, vieron que la muchedumbre tenía palos, cañerías, cables y muchos llevaban banderas azules con negro del partido político Movimiento al Socialismo, el partido oficialista, en cuyo nombre esta muchedumbre violentaba los derechos de los pasajeros recién llegados, bajo la mirada indiferente, lejana y escurridiza de la Policía, esos que se esfuman cuando más se los necesita.
Daniela mira hacia adelante, de pronto, como sombras salidas del infierno, un grupo de gente rodea el auto de en frente, abren las puertas y vacían unas maletas grandes. “¿Qué buscan?”, se pregunta Daniela asustada. En medio de gritos y jalones nota cómo hacen bajar a la señora cruceña y a un niño que seguramente estaba recostado en el asiento trasero. Los ve caminar hacia adelante y perderse entre la muchedumbre. Los gritos siguen hasta que finalmente, queda solo el conductor quien avanza lentamente en su vehículo, abriéndose paso entre esa oscura muralla de gente.
Toca la revisión al vehículo de Daniela, que se apresura en salir del carro asegurando las puertas para evitar que saquen a Tatiana. Les indica, conciliadora, que abrirá la puerta de atrás. No pregunta quiénes son o qué quieren, solo sabe que son un grupo evidentemente violento y exasperado, con el semblante agresivo, urgidos por encontrar algo o alguien en la única maleta que encuentran en el carro. Pero no encuentran lo que buscan y cierran la puerta del carro, que Daniela se apresura en cerrar con llave.
En ese instante, otro grupo de gente forcejea con la puerta delantera, quieren sacar a Tatiana. Daniela quiere quejarse, pero otro grupo más le pide sus documentos, así que ella los muestra sosteniéndolos con fuerza para evitar que se los quiten. Explica en voz alta, casi gritando, que su acompañante no puede salir del carro, que es su hija que tiene parálisis cerebral, lo dice mientras intenta mostrar su carnet de discapacidad. Una mujer le pregunta si puede caminar, Daniela responde que sí. El jeep comienza a balancearse, mientras jalonean la puerta.
Sale uno de los hombres y al hablarle su aliento hiede a alcohol y pareciera carcajearse al hablar.
“Si camina tiene que salir del auto y que te espere afuera”, le dice.

“No va a poder caminar hasta afuera”, responde Daniela, intentando mantener la calma, “es muy largo el camino se puede perder y, además, hay mucha gente. Ella ya está asustada, no va a poder, por favor”.
Daniela se abre paso entre jalones y gritos hasta llegar a la puerta de Tatiana, vuelve a mostrar su carnet de discapacidad a las personas que se encuentran en ese lugar. Les pide, les suplica, que la dejen dentro del carro. Busca a los policías con la mirada para pedir socorro, pero no aparece ninguno. La masa de gente que rodea el carro la empuja contra este y una de las mujeres le dice: “vos le debes estar ocultando, ahí abajo debe estar. Abrí tus puertas nomás. Esa chica tiene cara de normalita, que salga y deja de mentir, tenemos que revisar adentro y vos tienes que pasar sola”.
A la voz de la mujer, le sigue el grito anónimo de esa masa de gente que las rodeaba: “¡La jailona no quiere bajar, enfermita dice que es!”, “no quiere abrir la puerta”, “¡ahí adentro debe estar!”. Daniela nota que más gente se agolpa a su alrededor, siente que le falta el aire, le tiemblan las piernas. No quiere que toquen a su hija, ni que la saquen del carro. Una de las sombras la golpea por la espalda, la gente golpea el carro, ella busca la cara de su hija, la ve con la boca abierta y la cara mojada por el llanto, parecía entender lo que sucede. Daniela sube las manos con el dedo pulgar arriba la mira y le dice que todo está bien, pero no puede sonreír.
Casi inmediatamente siente otro golpe en la cabeza y unas manos salidas de la oscuridad se ensañan con sus cabellos. Se da la vuela con ganas de defenderse y gritar, pero, al ver esas miradas sedientas de violencia le invade un frío miedo. Podría terminar apaleada frente al carro, frente a su hija. Mira sus pies y comienza a rezar llena de miedo, la muchedumbre sigue jaloneando la puerta de Tatiana, ya no siente nada, comienza a escabullirse hasta llegar a la puerta de su hija. Ya ahí se queda quieta mirando el piso. No le importan los jalones ni empujones, ya está en la puerta de su hija. Una furiosa mujer tira de la chamarra de Daniela gritando: “¡Abrí la puerta! ¿Por qué no quieres abrir? ¡Ahí debe estar!”
“Solo está mi hija, no hay nadie más”, grita Daniela. No puede pensar en nada, peor en a quién buscan. Le tiembla la barbilla, trata de respirar hondo para calmarse. “¡Saca a esa jailona a ver! Abrí la puerta, queremos mirar que hay en ese bulto del piso y que ésta te vaya a esperar a la salida”.
Daniela tiene una mano en el jalador de la puerta y la otra dentro del bolsillo tratando de romperlo para tirar la llave dentro del forro de la chamarra, si acaso quisieran quitársela. Ya sabe que es inútil razonar con esa gente acalorada hediendo a odio, a resentimiento, a violencia y alcohol. Son un conjunto de sombras infernales con ojos vidriosos y Daniela no quiere llorar delante de ellos. Cierra los ojos para no ver sus propios miedos. Felizmente Tati no sabe quitar el seguro para abrir la puerta.
“Mejor has caso”, le dice una mujer de poncho gris que acerca su rostro a centímetros del suyo, “¿qué siempre es pues que esta chica camine hasta el final nomas? Vos no puedes salir si no revisamos todo, tampoco puedes salir con acompañante”, le explica.
“Señora, la jovencita que está adentro es como una niña de cuatro años, una niña en cuerpo de mujer. Si sale del auto, ella no llegará al final. Está asustada y hasta la pueden robar en el camino, por favor, entienda”.
“En el piso del auto atrás hay bultos, tenemos que ver quien está ahí, ¿por qué no quieres abrir?”
“Son nuestras mochilas y la chamarra de mi hija”, Daniela rompe a llorar con la mujer, “por favor, te suplico, ¿acaso no eres mamá? Mira mis documentos, es mi hija. Mira su carnet de discapacidad, mira su carita, por favor, no permitas que la saquen, ayúdame, por favor”.
Los gritos continúan, lo mismo los golpes al carro. La mujer del poncho gris suelta la chamarra de la asustada madre y le dice “déjame mirar adentro”, Daniela le pide que sea por la puerta del otro lado. “Va a abrir la puerta para revisar, pero de este lado, ¡a ver!, ¡déjennos pasar!” grita la mujer del poncho gris a la muchedumbre. De pronto cesan los golpes y la multitud se abre. Llegan a la puerta del conductor y Daniela la abre. Un hombre entra y mueve los asientos, tira las mochilas y la chamarra sobre los asientos, sin encontrar lo que buscaba. Tatiana mira al hombre y le sonríe batiendo su mano en saludo y en medio de sus lágrimas y le dice “quiero ir a mi casa”. El hombre la ignora. Luego de revisar el carro dice, “¡nada!, que pasen nomas”.
Daniela entra a su carro y enciende el motor para avanzar lentamente en medio de esa turba enardecida. Tiene las manos crispadas en el volante, su carnet tiembla en la punta de sus dedos, las luces juegan con las sombras acariciando sus miedos, mientras canta para tranquilizar a su hija, ignorando los latidos de su corazón que le hacen pensar que la muchedumbre continúa golpeando su carro.
Mientras se aleja, siente que salen lentamente del infierno. Con las luces encima, las caras de esos personajes de la noche, se deforman de manera grotesca y eso es todo lo que puede ver su memoria. El camino se hace demasiado largo y demasiado lento. Siente latir su corazón en la punta de sus dedos, en sus sienes y en sus pies, toda ella es un solo latido alborotado y su voz tiembla al cantar. Tatiana llora y pide ir a casa.
Daniela tiene urgencia por salir de El Alto. Al avanzar, se da cuenta que el Aeropuerto Internacional está cercado, la muchedumbre atrincherada a su alrededor. Pero, las calles y avenidas alteñas están libres de bloqueos. Se encaminan hacia la avenida Max Fernández para salir a la zona sur. Llegan a Obrajes, directo a la clínica del Seguro Petrolero para que revisen los golpes que ha sufrido, principalmente el golpe en la cabeza. A Daniela le inyectan Doloneurobión y curan su frente, además de recetarle el infaltable Paracetamol. A Tatiana le dan Zolampax, le indican a Daniela que, con ese medicamento, su hija dormirá bien.
Continúan camino hasta llegar a casa, dan gracias a Dios por salir ilesas del mismísimo infierno. Al llegar, Tatiana cae rendida a descansar. Daniela, en cambio, primero se ducha para sacudir todos sus miedos. Aún le duele la cabeza, la espalda. Toda ella está dolida, todo le pesa, todo, incluso su propio país.