Concepción
Por algún motivo, lo primero en lo que pienso cuando escucho la palabra “familia” es en mis padres. Probablemente porque a ambos los tengo a una distancia que en ocasiones lastima. A mi padre siento que lo perdí para siempre, pero no hay motivo para hablar de eso en estos momentos, sino lo poco que sé de ambos, al punto que ni siquiera tengo idea de cómo se conocieron. Aquel evento es capital en la casualidad de mi existir. Es recurrente visualizar una historia de amor perdida entre noches inciertas junto a las notas de cumbia que confirmaba el amor entre ellos. Un par de miradas en medio de la frágil oscuridad de un bar con el interior humeante por los cigarros que acostumbraba a fumar la gente.

Pienso en la imagen de mi Concepción. Nada poético, patéticamente real, carnal y lejos del cuento de hadas que imaginé la mayor parte de mi infancia. Mis padres tampoco hablaron mucho de aquello, no poseían la razón necesaria para hacerlo porque luego de aquellos años perdidos en la alfombra del tiempo se separaron. ¿Cuál era el sentido de darle una representación a un evento que probablemente ambos habrían deseado no vivir?
Hay un par de fotografías gracias a las cuales no todo se trata de un ejercicio mental en las que debo imaginar qué pasó. Las descubrí hace un par de años. Es, creo, el año 1996. Ambos están sentados en una mesa de madera. Es de noche, o se supone que lo es porque todo está iluminado por la potencia del flash que disparó el fotógrafo en el momento en que, es probable, les dirigió una mirada y les señaló que sonrieran —cosa que ambos cumplieron porque así se ve en la fotografía—. La de ellos es una sonrisa estancada en el pasado y que, me temo, está perdida para siempre en él. He vivido con ambos a lo largo de mi vida y en ningún caso corresponden con las que vi en la convivencia diaria. Es una risa diferente que tiene tanto de optimismo como de sorna, una sonrisa amparada en los años de juventud en los que parece que se puede conquistar y soportarlo todo sin importar que se viva en uno de los tantos agujeros olvidados del mundo; cosa más bien improbable, tal y como se demostró en los años posteriores y cuya estela llegó incluso a mis días. No quiere decir que sienta necesidad alguna de convencerme de la culpa pegajosa y lanzarla a mis progenitores. Cada quien que se haga cargo de lo suyo.
Sobre cómo se produce el acercamiento, no tengo idea. Es difícil imaginar a mi padre tomando la iniciativa en medio de una noche cuyo objeto era, imagino, la diversión. ¿Estaría solo o acompañado? Y de ser así, ¿quienes eran aquellos amigos cuyos rostros jamás conoceré y por qué se presentaban de escuderos aquella noche?
Papá entonces rondaba la mitad de los treinta. Para ese entonces era el hombre que estaba destinado a ser y fue gran parte de su vida, pero que terminó recluido y deformado por cómo se desarrollaron las cosas. Poseía (o cuanto menos lo que a mí me parece) un tamaño interesante, esbelto y medianamente alto para una Bolivia en la que todavía predominaban las calles de tierra; unos lentes al estilo Rayban y detrás de él la experiencia cosmopolita de unos años en la Unión Soviética, cosa que lo convertía, me gusta creer, en alguien a quien se puede voltear la mirada. Mi madre, por otro lado, es una flor en su primera primavera; se la ve rebozando energía con su encanto que, por supuesto, la dejaba ver hermosa y radiante. Apenas daba el primer uso a sus alas tras la infancia, una que fue empañada por una crianza en los márgenes de un sitio olvidado por dios y la prematura aparición de mi hermana a eso de los dieciséis años, lo que precipitó su salida de Riberalta y su término en La Paz en casa de una cantante medianamente famosa. Estaba apenas en sus primeros años de juventud que es lo espeluznante.

No tengo nada con los amores en los que la edad sea una diferencia marcada. Yo mismo me he enamorado alguna vez de mujeres infinitamente mayores que yo, y ahora, en el mismo momento en que escribo estas líneas, me encuentro en la misma diatriba (y me pregunto si acaso no estamos todos condenados a repetir en cierta medida la vida de nuestros padres). Lo que encuentro incomprensible es la diferencia que los separa en otra dirección. Es muy probable que mi padre fuese mucho más maduro que mi madre, sobre todo por los relatos inconexos y fragmentados de aquel tiempo, lo que me lleva a preguntar: ¿qué encontraría en ella que lo llevó a enamorarse de manera profunda como lo hizo a partir de aquella noche?
El amor es ciego, pero no estúpido. ¿Mentiría mi madre acerca de su edad al ser abordada por mi padre, o papá simplemente quedó embelesado por la belleza de mi madre?, y al igual que yo, ¿estaba dispuesto a hacerlo todo por amor? En todo caso, el amor no fue suficiente y la prueba soy yo que a esta hora me encuentro escribiendo e intentando responder preguntas que probablemente jamás tendrán respuesta.