Qué Gordo GP
Una noche, en una balsa y rodeado de comunarios benianos, se lanzó al fondo del río para rescatar un whisky. Dicen de él que era capaz de secar una botella desde el pico más rápido que alguien vaciándola al suelo y seguir sobrio como una monja. Su capacidad para el alcohol aún es mítica en el rubro de los drinks y bohemios, así como entre periodistas y comunicadores.
Su fisonomía se acercaba a la del ladrón de juguetes de Toy Story 2, pero con barba completa y más cabezón, con una sonrisa de Jack Nicholson que ni Jack Nicholson podría imitar jamás. Cincuentón, de metro ochenta, gordo, manos grandes y temblorosas. Pero de cintura para abajo mantenía seis piernas que juntas no sumaban el grosor de una botella de soda: dos de ellas enclenques y biológicas de nacimiento y las otras cuatro metálicas y adoptadas, ideales para mantener el equilibro en superficies uniformes.

El Gordo GP tenía una bodega, como Felipe Delgado. No era un antro, sino una compañera llamada diabetes que lo asediaba desde sus 17 años con filosofías contradictorias. Mientras el Gordo GP ciniqueaba: “De algo hay que morir, cuate”, la diabetes mellitus rezaba: “De a poco hay que morir, joven”. Y le mangueaba plata y piezas. Un día, un porcentaje de vista. Otro, más insulina. Otro, un par de dedos del pie. Otro, un riñón. Otro, otros dedos del pie.
Una tarde en algún semáforo cruceño, un tullido se acercó a la ventana a limosnear. El hermano del Gordo GP, al volante, dijo: “Démosle aunque sea cinco pesos a este pobre”, y el Gordo GP, copiloto, dijo: “¿También me vas a dar cinco cuando me falte una pierna?”. La madre del Gordo GP le soltó un saque en la nuca que despertó a más de uno de la siesta.
Solo pude conocerlo de verdad el par de años que vivimos juntos. Le daba el brazo para llegar hasta el baño. Limpiaba sus lentes de botella. Le subía su tazón de leche chocolatada. O lo ayudaba a subir las gradas cuando se recogía de madrugada. No llegó a enseñarme nada de periodismo ni de escritura, nada. Solo me enseñó con el ejemplo a sufrir y me dejó sus libros.
Y sobre la muerte, sobre la muerte también me enseñó.
El Gordo GP me jodió la fiesta de promo cuando decidió morir la noche antes. A las 3 de la mañana me despertó un: “Hijito, tu tío necesita ayuda”. Y yo: “Qué gordo GP. Qué quiere ahora”. Quería llegar al hospital. Agitado, muy agitado trataba de vestirse mientras llegaba el taxi —¿por qué no una ambulancia?—. Con el pantalón a medias se desvaneció sobre la cama. El cuerpo que vi luego en el piso ya no era mi tío. Era otra cosa. Ya no existía, sino los restos de un cuerpo incompleto y oxidado que en otro momento fue alguien.
Obviamente fui a la fiesta y al entierro de semichaqui, como él hubiese instruido. Lo enterraron con la bandera del Tigre sobre el ataúd y su casaca puesta, siendo la portada del diario del día siguiente, y con un amigo cantando My Way en español, sin que nadie le pidiera.
De existir el cielo, téngase por seguro que, al llegar, el Gordo GP le dijo a Dios: “Che, cuate, llévame a mi cuarto”.