Jesús va a dejar esta casa
Desde la tranca hasta el aeropuerto de El Alto son cinco minutos en auto, pero media hora a pie. Si llueve es peor, para los que van a pie.

Aunque doña Violeta dio el primer paso, su hijo Jesús pronto se le adelantó, dejando atrás a su mamá y a su hermana menor. La niñita tiene cuatro pero le asusta el cielo nublado, así que doña Violeta la jalaba de la mano para que inicien la marcha, igual que hizo hace años con el Jesús cuando este era pequeño. Como mamá de tres, ella sabía que esa era su última chance de hacer algo. Pero los tres siguieron caminando, escuchando los truenos ronronear en todo lo ancho del helado altiplano. Aunque aprendió a no resignarse tan fácilmente, en su corazón sabía que con el Jesús no iba a ser diferente. Su miedo, su rechazo y las ganas de mandarlo todo al diablo tenían un motivo: el Ejército le iba a quitar a otro hijo.
El policía de turno apenas les dio una mirada. El hombre que cobraba el peaje ni eso. Con la mano izquierda sujetaba un bulto con los papeles del Jesús. El muchacho la llevó a rastras. “No le voy a ayudar. Ya le he dicho”, pensaba doña Violeta. El hermano mayor del Jesús la hizo sufrir igual, y el dolor le hacía sentir que había pasado por lo mismo ayer. “Está chilchando mamá”, le dice la pequeña con la mirada apuntando al cielo plomo. Las gotas son finitas y golpean suave en la frente de doña Violeta. Sabe que así, de a poquito, esa lluvia empapa los huesos, así que los apura a todos. Las nubes negras que tenía a la derecha caían tan lentamente sobre la ciudad que parecían estar quietas. "Tormenta", pensó, "eso más". En la avenida que tenían a la izquierda los autos corrían indiferentes a la madre y sus hijos. No era un lindo trajín, pero Doña Violeta deseaba que fuera más largo.
Adentro la fila era larga y no avanzaba nada. Gente con maletas, maletines y atados igual al suyo esperaban impacientes. La fila de la gente con maletas listas daba vueltas como una serpiente. Llenaban papeles sobre la marcha, apoyándose en su mano, mientras que otros abrían sus maletas y delante de todos sacaban las intimidades que no se iban a llevar. “Dónde siempre estarán yendo”.
Jesús fue así nomás, con pantalón, canguro y chamarra. Doña Violeta llevaba un paraguas, por si acaso, adentro de su bulto. Pero el bulto importante era el que doña Violeta guardó hace un rato. En su casa, mientras su hija menor jugaba con el Jesús, ella fue a su cama, se puso su camiseta, luego se colgó la bolsita cuadrada de tela en el cuello, encima otra camiseta, una chompa liviana y encima otra más gruesa. Cerró los botones de cada prenda con cuidado, cerciorándose de llegar al botón de arriba, como si eso asegurara que nunca iba a sacar la bolsa de los ahorros. Remató con una manta. La bolsa le latía quieta entre pliegues de ropa y piel, a la altura del corazón.
Todos los asientos estaban llenos. Lejos de la fila que tenían que hacer, había una banca de plástico y metal al lado de la ventana. “Ahí está. Tanto querías. Ahora andá. Vos has fila” le dice al Jesús y se lleva a su hija. "No le voy a dar su gusto. Que él se haga nomás".
Las nubes cumplieron su promesa, y la lluvia cayó violenta en el techo de metal. “¿Cómo vamos a volver? Era que no vengamos”, se dice. “Buenas noches joven”, saluda al sentarse y le dice a su hija que diga lo mismo. No hay asiento de por medio. El covi era una preocupación, pero ahora sólo la afligía el Jesús haciendo fila con las manos en el bolsillo, el cable delgadito desde su bolsillo hasta su oreja y un barbijo verde camuflado tapándole la boca. "Qué rato le habrán gustado esas cosas".
“¡No te quites tu barbijo!”, le dice a su hija, “¡y respondé cuando te saluden!”.
La fila avanzó. Jesús dio dos pasos, cada vez más cerca de la caja. Doña Violeta maduraba la idea: levantarse, agarrar al Jesús de sus mechas e irse. "Al final, soy su mamá". Pero, como tal, sabía que algo les pasaba a los chicos cuando crecían. Un día eran niños que no querían salir de su casa y luego tenían ganas de lanzarse a hacer el servicio militar.
Con su primer hijo estaban en las mismas hace años: haciendo fila en un cuartel de El Alto para enlistarlo. El día de las visitas, el muchacho que la recibió era distinto al que dejó. Era un joven mastuco, que sacaba pecho y tenía un parche en la cabeza, encima de las cejas sonrientes. Doña Violeta no se dio tiempo para mimarlo, sino que comenzó el interrogatorio. “Dónde te has hecho, cómo te has hecho, qué ha pasado”. No le preguntó quién le ha hecho, porque sabía la respuesta. Todos los días desde que su hijo mayor se fue al cuartel, veía en la tele las noticias a madres como ella que visitaban el Ministerio de Defensa porque su hijo fue agredido en el servicio militar. O que peregrinaban dolientes y por la Fiscalía con un hijo fallecido bajo bandera. "Pobres familias", pensó en aquel entonces, sin darse cuenta de que su hijo mayor estaba en cuartel. "Ningún servicio vale la pena tanto como para perder un hijo".

El muchachón sonriente de 17 años le explicó que esa herida no era nada, que está muy bien, y que hay otros chicos con peores cosas, llorando en la enfermería. La alegría de su hijo ante la desgracia la desconcertó. Ni había terminado de entregarle la encomienda cuando el muchacho le comenzó a hablar de sus planes, de todo lo que iba a hacer cuando salga del cuartel. Aunque el recuerdo era borroso, doña Violeta recordó con claridad que esos planes no la incluían a ella.
El alivio de ver a su hijo mayor terminar el servicio militar le duró los diez minutos que le tomó al Jesús darle otra terrible noticia: él también iba a hacer el servicio, y no lo iba a hacer en otro lugar que no fuera Cobija, frontera de Bolivia con Brasil. En ese momento, doña Violeta volteó la mirada y no le respondió, esperando que lo olvidara. Pero con el tiempo, la certeza del Jesús ya la empezó a incomodar. Y ella le respondió con su lógica aplastante: podría hacer el servicio en El Alto, cerca de casa, a la mano, donde podrían cuidarlo y curarlo. Donde podría ir al Ministerio y hablar con cuantos milicos hiciera falta para cerciorarse de que su hijo estuviera sano. De que estuviera vivo. No era necesario cruzar ocho pueblos por un camino de tierra y selva para servir al país. Podía hacerlo en cualquier lado. Podía hacerlo cerca. O mejor aún, podía no hacerlo.
“No pues mamá. Cómo no voy a hacer”, se quejó el muchacho. “¿Y por qué tan lejos?”, rebatió ella. “Quiero conocer pues, mamá. La ciudad nomás conozco”.
Otra persona dejó el mostrador y la fila avanzó ocupando su lugar. Faltan dos personas. Doña Violeta se llevó una mano al pecho, tocó la bolsita de tela que llevaba debajo y comenzó a hacer números. El viaje por flota a Cobija es más barato. Aunque se gasten dos pasajes y las comidas de cinco días, sigue siendo más barato que el avión. No hay carretera directa a Cobija. Hay que cruzar el camino de tierra y lluvia sin fin de los Yungas de La Paz, pasar viendo de lejos Rurrenabaque en Beni, y luego la ruta oculta hasta el sur de Pando en Gonzalo Moreno. Ella misma hizo ese viaje hace nueve años, embarazada de su hija menor, rodeada de gente bañada en sudor por el calor del día y el miedo de la noche. A la una de la mañana su flota se inclinó hacia el barranco, como si la amazonía los jalara con una mano de hojas oscuras. Los otros pasajeros despertaron asustados. Abrazó su vientre abultado y rezó, no por ella sino por su hija, para que la intervención divina le gane el quita quita al monte. La flota recuperó el balance y siguió el largo camino hasta Cobija. No. Era mejor nomás pagarle el pasaje al Jesús, aunque costara. “Qué siempre es pues ir en avión”.
Otra persona se va de la caja. Jesús es el penúltimo en la fila. El penúltimo de sus hijos. Doña Violeta se da cuenta de que no es un chiquillo. Se va a ir. No está dando vueltas o distrayéndose con sus zapatos como su hija menor. Su penúltimo hijo se va a ir hasta la frontera a servir al país. Cuando pueda visitará a sus familiares en Cobija y vivirá lo último que le queda de adolescente en la frontera, conociendo dos países, gastando reales y aprendiendo portugués para manejarse sólo. Se irá en avión. Ella tendrá que ir a visitarlo a los seis meses en avión también.
“¡Mamá!”
El Jesús le hacía gestos desde la ventanilla de la caja. Todos se voltearon a verla. Podría quedarse sentada, hacerse a la que no lo conoce y salirse del aeropuerto. Luego en su casa iban a arreglar. La noche anterior su marido le dijo antes de dormir “Vos ve. Yo no quiero, pero vos ve. Sino, hay que mandarlo nomas”. Doña Violeta no es nueva en esto. Y sabe que si ella se lo prohíbe al Jesús, nada la haría cambiar de opinión. Pero el corazón le gana esta mano. Como siempre. Se levanta de golpe, toma su bulto y a su hija y va corriendo hacia la caja.
“Voy hijo”.