¡Fusil, metralla: la caries no se calla!

Alan Santos recuerda un día en el colegio, hace ya 20 años, que iniciaba con una divertida normalidad y que repentinamente da pie a imágenes de horror. Ese miércoles, entre chacota y chacota, experimentó un terrible dolor de muelas y uno de los más oscuros momentos de la historia de Bolivia.
Editado por : Juan Pablo Gutiérrez

Mi abuelo decía que un remedio efectivo para calmar un dolor de muelas era tocar a un muerto, habría más de uno el 12 de febrero de 2003. Ese miércoles por la mañana, comprobé que la adrenalina que el miedo libera al torrente sanguíneo atenúa el dolor por un corto periodo de tiempo. Suficiente para huir. 

Pasan de las ocho y no me importa. Me quedan varias cuadras para llegar al colegio. El regente de turno cierra la puerta y me deja afuera. ¿Quién ganaría una pelea entre digimones y pokemones? Todavía tengo tiempo para pensar. Después del segundo periodo, el mismo regente me recibe a mí y a otros chicos problema con gritos y unos buenos palazos.

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El dolor de muelas es un infierno para el que lo experimenta. / Fotografía: Ucci Ucci (Tumblr).

—¡Vayan a sus cursos!

Protesto y maldigo, siempre dentro de mi boca que hoy está algo inflamada. Llego y están listos para salir. La profesora de Matemáticas, que es la asesora del curso, me mira con decepción, casi frustración. No me grita, parece haberse rendido y ambos sabemos que mi aplazo está firmado desde hace dos gestiones educativas. Nos hacemos los desentendidos.

—Andá a la fila.

Desconozco nuestros justos reclamos, para mí es un día más de chacota. El colegio, cuyo nombre prefiero no recordar, está formado y listo para avanzar. Hay regentes, profesores y padres de familia alrededor. Parece que vamos a exigir más pupitres a la Alcaldía; los que están en el colegio no alcanzan y tienen la superficie cubierta de dibujos obscenos tallados con puntas, yo mismo contribuí con algunos. 

Corremos sin orden y nos ponemos zancadillas. Tratamos de escapar cuando nadie nos ve y fracasamos. Esta mañana el control es estricto, lo más que se puede hacer para pasar el rato es corear incoherencias que se mimetizan con estribillos en favor de una educación digna. ¡Tigre, tigre, tigre! ¡Ponga huevo, ponga huevo! ¡Llegó carta! ¡Presupuesto para la U! ¡Por culpa del Gobierno, estamos en las calles! ¡Fusil, metralla, segundo no se calla! ¡Dónde está mi hamburguesa, dónde está mi hamburguesa! 

La molestia en mi boca va transformándose en algo intenso. Pongo mi mano en la mejilla y coreo con cólera. Estamos cerca de la Alcaldía y es casi media mañana. Mala suerte, la calle ya está cerrada por otra marcha que llegó antes que la nuestra. Parece que es alguna junta vecinal.

Vuelvo a poner la mano en la mejilla, la cosa intensa ahora es dolor. Como un dios blanco en franca decadencia, esa cosa negruzca que es más agujero que muela ya no me deja pensar. Me acerco a la profesora y le digo que no puedo soportar el dolor, le pido que me deje ir a mi casa. Unas cuadras arriba, otro colegio ha tomado la Plaza Murillo y sus estudiantes lanzan piedras a las ventanas del palacio de gobierno. 

La policía está amotinada desde el día anterior en protesta por un impuesto a los salarios –un impuestazo–. En unos minutos más, las Fuerzas Armadas llenarán ese vacío. La profesora me dice que me vaya, todos se dispersan. Hay ruido y gente que corre. Una nube de gas lacrimógeno llega hasta nosotros, me raspa la laringe con la fuerza de un taladro de dentista que perfora un nervio vivo sin anestesia. Me saca unas lágrimas.

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La violencia del 12 de febrero de 2003 quedará marcada en la mente de todos los bolivianos. / Fotografía: Archivo Opinión.

Hay gritos y confusión, algo no es normal. Llego a casa, el dolor en la muela no está o ya no pienso en él. Hay un muerto. Repiten la escena una y otra vez. Un hombre se desvanece, tiene el casco perforado y cubierto de sangre, como si alguien le hubiera lanzado un globo lleno de tinta con mucha puntería. 

La ciudad está convulsionada, mañana no habrá clases, ni los siguientes días. Froto mi mejilla contra la pared fría. Alguien se apiada y decide llevarme a un consultorio dental en el centro. Avanzamos con miedo. Hay gente que corre y grita, llevan sillas, cuadros, materiales de oficina, cajas de zapatos, juguetes y otras cosas, tantas como son capaces de cargar. Un saqueo más para los anales de nuestra beligerante historia.

—¡No se lo roben, maleantes!

Nadie parece escuchar los reclamos de esas voces trémulas. Hay ediciones de emergencia de los diarios locales. La casa de campaña de uno de los partidos de coalición se convierte en ceniza, igual que más de un negocio de las calles por donde pasó la marcha de mi colegio por la mañana. El dolor ha vuelto, está ahí, apunto de convertirse en trauma. 

Un amigo de la familia me atiende; parece sentir mi miedo, yo siento el suyo.  La anestesia calma el dolor, no grito. Extrae lo que queda de muela. La veo, es negra y tiene puntas agudas. Aún estoy adormecido. Siento que algo ha muerto, que alguien me ha robado ese algo. Volvemos a casa, hay fuego en las esquinas, hay más muertos en las noticias. 

El dolor está afuera. En mi boca queda un vacío que puedo sentir en todas partes, como si se tratase de un fantasma asesino que acecha a un ser que ya no sabe si es niño, adolescente, o un pequeño adulto con ganas de gritar.

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