Confianza ni en mi camisa
Pensé en una frase de Oscar García.
¿Es la vida más parecida al lenguaje o la escritura?
Es, sin duda, “huella, grafema, marca y borradura”.
La cita era a las 11.00 de la mañana, en un café cerca de mi casa, el de siempre. Había recibido una llamada la tarde anterior: “Estoy en la ciudad y quiero conversar contigo”, me dijo al teléfono. El encuentro se dio como siempre, entre abrazos cariñosos y preguntas de todo tipo; después de una pausa en la conversación, ella manifestó que quería hablarme de un tema delicado.
Se mostró preocupada por mi estado de salud, conocía bien la cantidad de tratamientos a los que me había sometido y dijo que tenía un dato que podría ayudar, aunque reconoció que era difícil para ella contármelo, y, pensaba, me resultaría más difícil asimilarlo: “No es una historia mía, la escuché hace muchos años y pude confirmar que era cierta”, sostuvo. Me pareció extraño y hasta me dio miedo continuar, pero decidí escucharla.
Ese día empezó el calvario que, sospechaba, tardaría en terminar; pasarían muchos años antes de resolver completamente el misterio y entender el porqué de la historia. Fueron días completos de angustia y ansiedad, de preguntas sin respuesta, de rezos que nadie escucharía; de tratamientos antirecuerdos que ya conocía y que no me gustaban.
―Hace años, cuando éramos niñas, comenzó a contar ella, mi prima, escuchamos decir a la abuela que tu padre no es mi tío, sino un alemán con el que tu mamá tuvo una aventura. Mi tío decidió criarte como a una hija porque amaba a tu madre, y para él solo eso importaba. Fue a darle encuentro a Barcelona y allí se casaron. Al mes de la ceremonia, naciste tú. ¿Te acuerdas cómo llorabas por ser tan alta, tan rubia y tan blanca? Ese es el motivo, por eso no te pareces en nada a nosotros―, concluyó. Me quedé sin palabras, quieta como una estatua de sal, sin entender mucho y entendiéndolo todo a la vez y de un solo golpe.
Inmediatamente me visualicé en la boda que estaba próxima a realizarse, la de su hija, mi sobrina, en abril. Maquillada y vestida como si fuera de la familia. Me visualicé incómoda. Después de escuchar esa verdad, ya nada podría ser igual, nada quedó en el mismo lugar, toda la estantería construida en años de mentiras se fue abajo. En esa boda yo sería una invitada más, no un familiar, mucho menos cercano, así asumí que lo sentiría.
Tomé un sorbo de café y mis ojos se llenaron de lágrimas, la miré confundida, pero aliviada, y aunque estaba agradecida no podía ocultar el dolor que sentía. Ahí estaba, por fin, alguien que había mostrado piedad y valentía para contar lo que me impedía vivir, lo que en el fondo yo siempre supe.
Sentí que ella quería darme más detalles, consolarme de alguna forma, pero no los tenía y en ese momento no había consuelo posible para mí. No había manera de confirmar la historia porque todos los que podían ayudarme a aclarar el asunto, con algún dato importante, ya habían fallecido. Tampoco había un nombre o un apellido que buscar, del que habría sido mi padre biológico. En ese momento sentí que las piezas estaban juntándose y de a poco se visualizaba la imagen del rompecabezas que se había desarmado hace ya 49 años; viví la mayoría de ellos en una verdad falsa, una verdad sin norte, sin ni siquiera una fecha de cumpleaños real (no soy Aries, soy Piscis, nací mucho antes de la fecha en la que cada año soplaba mi vela), 48 años de mentiras.
Cuando era niña me sentía, la mayor parte del tiempo, poco querida; me sentía como una especie en extinción. Tan distinta, tan patéticamente distinta al resto de mi familia y del mundo en general. Mi abuela paterna me miraba con desconfianza, como se mira a un soplón, a un traidor, jamás me invitaba a dormir con ella. Mi mamá me decía que no le hiciera caso, que mis abuelos maternos me amaban: “Tu eres una Puig”, me decía, “Eres igual a la tía Teresa, y eso es bueno, muy bueno”. Soy la mayor de cuatro hermanas, tengo 10 años y no sé por qué camino por la vida con melancolía y con la certeza de que todo va a estar mal. Nadie juega conmigo, soy aburrida, un espantapájaros blanco y sin chiste.
Mi mamá siempre contaba, como anécdota, que mi abuelo Pedro le llevaba una caja de leche evaporada a la semana, para que me alimentara. No tomé leche de pecho, tampoco fórmula ni leche PIL, me criaron con leche evaporada diluida en agua, como toda una princesa. Esto se me venía a la cabeza cada vez que comparaba mi cuerpo con el de mis hermanas, soy robusta y de piel lechosa, tiene que ser el tema de la leche evaporada. La nariz de enchufe, el pelo rizado y rubio cenizo, el TDH confirmado sin diagnóstico, todo indicaba, igual que en el cuento del patito feo, que yo pertenecía a otra bandada. La mía es una historia común, más de lo que muchos imaginan, no hay mayores misterios, el hecho de sentir que no perteneces a ningún lugar no es tan grave.
“Puedo superarlo, no te preocupes”, le dije a mi prima y la dejé en el café con la cara pálida. Llamó a la media hora, pero no pude contestar, necesitaba ordenar las ideas en mi cabeza. Necesitaba respuestas, aunque ya todo había quedado claro de un solo golpe. Llamé a mis hermanas y las encaré, muchas lágrimas, muchos “igual te amamos”, la videollamada terminó rápido y con promesas de amor y de vernos pronto, como siempre.
En 2008 enterré a mi madre, tenía cáncer. Desde el diagnóstico de aquel sábado vivió tres meses. La acompañé durante muchas horas echada a su lado, conversando, preguntando, insistiendo; no salió ni una palabra de su boca. Cuando llevaba ya dos días sufriendo en extremo, mis hermanas y yo tomamos la decisión de dejarla ir. A pesar de ello, esperó; cuando mi padre pudo, al fin, llegar y abrazarla, le susurró algo al oído y, ahí sí, dio su último suspiro y partió. La miré y noté su alivio. Ahora pienso que no fue uno que se siente después de tres meses de enfermedad, sino más bien el que se siente después de sostener una mentira por más de treinta años; la mentira de su vida y de la mía por supuesto. Me quedé sola, eso tampoco lo sabía, ahora lo sé. No hay más lazos certeros en este mundo para mí desde el 4 de junio de ese año.
Hoy le devuelvo el favor al destino, cuido a mi padre que está viejo y cansado, que no recuerda nada o que no quiere hacerlo. Cuando lo visito, noto el énfasis en el tono de su voz cuando me llama “hija”, como si de verdad sintiera que tiene que afirmar las letras para que no se le caigan y revelen una verdad que nunca me confesará.
El calvario poco a poco ha terminado. Vivo cada día tratando de entender la vida como un regalo, tratando de ser agradecida. Imagino que el señor alemán es un escritor famoso o un artista de corazón que sembró sus raíces en mí, a pesar de ni siquiera saberlo. Me curo cada día y me enfermo también. Espero secretamente el día en que me vuelva a encontrar con mi madre y le diga: “cuéntame, me muero por saberlo todo”.