Sobre los profesores

Carlos Gutiérrez realiza un flashback hacia el pasado para recordar a sus profesores, a los que amo y despreció en su etapa escolar. Precisamente es el tiempo el que reposó los recuerdos como un buen vino, ya que este mismo fue el encargado de darle tintes románticos de amor hacia los docentes quienes lo formaron y hoy son los que alumbran la vida de quien escribe este relato.
Editado por : Humberto Pinto

Hoy quiero recordar a los profesores que han dejado una huella en mí. De los que tuve en el colegio recuerdo a una maestra de Venezuela, pero de manera remota. Sin embargo, sí recuerdo a mi profesor de Química de la época en la que cursaba segundo o tercero de secundaria. Por ese tiempo me consideraba el bromista del salón, siempre dispuesto a inventar alguna ocurrencia para divertir a mis compañeros de clases. Al igual que el docente, quien les comentaba a los varones, delante de las chicas: “Por qué a los hombres les gusta tanto mirar el trasero de ellas, si por ahí salen las heces”. Fue un tiempo maravilloso y aunque es cierto que a mí no me gustaba Química, jamás odié esa materia gracias a mis compañeros y el carisma del profesor. 

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Fotografía: archivo

Cuando llegué a Bolivia el sistema educativo quería que entre a tercero de secundaria porque argumentaban que no sabía la historia del país. Lo cierto es que no la conocía, pero llegamos al acuerdo de dar exámenes de Historia con un profesor certificado del colegio Junín. Ahí conocí al profesor Peter, un hombre de estatura baja y de ojos nipones. Después de un tiempo se convirtió en mi amigo para toda la vida y su hijo, quien era catedrático en la universidad, llegó a ser mi docente en Metodología de la Investigación. 

Como iba diciendo, el Dr. Villaflor dictaba esa materia en la carrera de Derecho. En el primer parcial me di cuenta que varios compañeros estaban copiándose entre ellos. Yo también tuve aquel impulso, pues no sabía qué contestar. Entonces mi ética Kantiana (por aquellos días no conocía ese término) me frenó de hacerlo y entonces me levanté, me acerqué al Dr. Villaflor y le entregué mi examen en blanco. Le dije, como una sentencia, que el próximo examen le entregaría una prueba debidamente llena, porque ahora no sabía nada. Estudié como un demonio. Al próximo examen llené la hoja de forma impecable en alrededor de diez minutos, mientras mis compañeros seguían en las mismas estirando los ojos hasta el pupitre del compañero vecino. Tuve misericordia de una compañera y le dicté una que otra pregunta, pero luego me acerqué al docente y con aire de autosuficiencia entregué la evaluación y le comenté algunas palabras que todavía gravitan en mi memoria: “Lo prometido es deuda”. El docente quedó estupefacto.

El único colegio privado que me aceptó para entrar al último año fue “Jesús Maestro”. De este recinto recuerdo con cariño a mi profesora de Literatura que poseía un aire de severidad y suficiencia; llevaba el saber en la punta de la lengua, pues cada clase era un axioma que revoloteaba en nuestros oídos. Se llamaba Ana, la profesora Ana, sin embargo, no puedo recordar su apellido con exactitud. Con ella leí Cien años de Soledad y La Ciudad y los Perros. Por aquella época acabábamos de volver de Venezuela y el dinero escaseaba. Mi mamá estaba tratando de reincorporarse al magisterio y estaba reconstruyendo la casa. Es por esto que uno de los exámenes de Literatura lo reprobé. De inmediato la profesora me preguntó: “¿por qué no lo diste bien si se nota que te gusta la literatura?”. Fui sincero y le comenté que no pude comprar el libro. “Era que me digas”, pronunció a la vez que sacó su libro La Ciudad y los Perros y me lo prestó. No quería causarle más gastos a mi mamá, pues mi padre seguía en Venezuela y la dificultad de conseguir dinero aumentaba. El primer trimestre salí mal, pero el último saqué setenta, la nota máxima. En Artes Plásticas fui eximido, ya que gané un concurso de caricatura a nivel de todos los colegios. Fue un orgullo para la unidad educativa. Sin embargo, pese a lo dicho hasta ahora, no puedo decir que ellos ejercieron un influjo determinante e inspirador en mí. De los demás profesores solo puedo decir que pasaron desapercibidos. La de Matemáticas era torpe y su materia siempre la odié. La de Biología, el de Música, Sociales y Educación Física fueron intrascendentales y claro, cómo me iba a olvidar de la profesora de Filosofía, la luz de la sabiduría y el destello de epifanía, mi madre, que fue contratada ahí mismo.

Debo terminar estas anécdotas escolares confesando que nunca les falté el respeto a mis profesores por más jóvenes, inseguros de carácter, ogros o lo que fuera que sean. En cambio, mis compañeros siempre les jugaban alguna broma de mal gusto. No me arrepiento porque, con el transcurrir del tiempo, los volví a encontrar. La profesora de Biología fue mi compañera en una licenciatura y la hija del profesor de Educación Física fue mi alumna. Es por eso que hoy descanso con mi consciencia tranquila.

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Recorte del diario de una de las presentaciones de teatro dirigida por el profesor Alberto Bohórquez. / Fotografía: autor

Réquiem por don Oca

Y ya que estoy recordando a mis profesores y personas que han hecho un viaje al paraíso, quiero hablarles del profesor Alberto Bohórquez. Él fue mi docente de Psicología, luego mi mentor de teatro y también mi docente en la Normal de Maestros. Al poco tiempo armó un elenco de teatro con algunos de mis compañeros de la carrera de Literatura y de otras más. Realizamos varias puestas en escena. Recuerdo que el teatro del profesor era costumbrista, pues el tema siempre giraba en torno a las cholas y sus quehaceres. El papel que siempre mantuve fue el de mayordomo. Me llamaban Tutulo y como era un personaje que entraba y salía conseguía hacer muchas cosas tras bambalinas. Por ejemplo, traer y llevar cosas, subir y bajar fondos, hacer de consueta, etc. Un día en el que presentamos una obra en el teatro 3 de Febrero, salí del escenario, di la vuelta por atrás y subí una escalera hasta alcanzar una cuerda que impedía que baje al escenario. En lo que caminaba hacia el otro punto escuché el rugido del profesor, un feroz grito llamándome. De un salto bajé, di la vuelta y como estaba oscuro me olvidé que frente a mí estaba la entrada al subsuelo de las tablas. Me di un porrazo que me hizo ver las estrellas. Sentí un dolor inaudito en las pantorrillas, pero entonces escuché otra vez el trueno y los relámpagos en mis oídos y salí de ahí sin sentir el dolor que me atormentaba segundos antes. Aparecí en escena presentando a unas visitas que acababan de llegar. Me paré ante el público inmutable y sereno como si acabara de recibir el beso de un rayo de sol en la mañana. Una risilla coqueta deambuló por mi rostro hasta que estuve tras bambalinas para dar rienda suelta a unos lagrimones que luchaban por salir de mis ojos.

Pero uno de aquellos días en las que fui actor nos mandamos una borrachera con mi compañero José Luis después de mediodía. Decidimos no ir a las clases de la Normal ni tampoco a los ensayos de teatro que eran en la casa del maestro. Esa tarde despertamos a las 19 horas. Nos quedamos dormidos hasta que el timbre del celular nos despertó, pues una compañera nos llamó para avisarnos: “mejor no vengan, el profe no los quiere ver ni en pintura”. Él tenía un genio de ogro así que solo nos quedó mirarnos a los ojos con cierto flujo de resignación. Después de dos días el maestro nos llamó. Llegamos al lugar con ciertas dificultades, personalmente casi me orino del miedo que sentí en ese momento. Le explicamos lo que sucedió, siempre con la verdad, y no encontró nada mejor que reírse de nosotros. Creo que entendió que era una de esas travesuras dionisiacas que los jóvenes cometen en cierta época.

Recuerdo que una de las obras se llamó: “Las cholas de Sucre, para el amor ay que excitantes”. Gracias a la obra viajamos a Potosí y presentamos la misma en el cuarto centenario. Nos divertimos mucho por aquella época.

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De izquierda a derecha: profesor Alberto Bohórquez, José Luis Dávila A. y Carlos Gutiérrez. / Fotografía: autor

Las funciones eran un éxito, pues se llenaba la taquilla. El elenco estaba integrado por Jenny Aparicio, José Luis Dávila, Zulema Dávalos, quien era de mi carrera. Hugo, Zulema Calderón, Susana, Adhemar y otros de otras facultades. A mí no me decían por mi nombre. Para mis compañeros de teatro siempre fui Tutulo.

El profesor nos contaba que él había actuado en una película, pero como nunca tuvimos la oportunidad de verla fue como hablar de ficción. También nos contaba que vio mucho teatro en Buenos Aires y que hubo épocas doradas en Sucre donde triunfó con el teatro. Todos sus amigos le llamaban don Oca, pero no recuerdo por qué.

Hace unos días busqué películas bolivianas y ahí me topé con el largometraje de Antonio Eguino, “Pueblo Chico”. Ahí estaba mi profesor tomando chicha al mejor estilo parroquiano, el tío Florencio, lutier y dicharachero. Ese rato me enorgullecí de saber que yo había sido su pupilo y que hice teatro con él. Uno de sus axiomas era “todo papel o interpretación es importante, desde el personaje principal hasta el mensajero que entra una sola vez”. Son muchas las anécdotas que viví con aquel docente y maestro de teatro, nuestro querido don Oca. Por el momento quisiera que vean la película y me digan qué les parece su interpretación, pues él fue una estrella de cine y ahora, por toda su trayectoria y los conocimientos que nos entregó, una estrella que brilla en el cielo.

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