Ser alteño es cosa seria, si no, ¿qué cosa sería?

Una verbena con Maroyu y la juventud alteña coreando los himnos tropicaleros... A partir de ahí, Oscar Coaquira reflexiona sobre la alteñidad, con la seriedad que corresponde.
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Son las 20:45 y la gente llena las avenidas, las jardineras y las aceras donde se ha instalado la verbena, frente a la nueva terminal de la ciudad. Son 37 años de vida (o eso dicen los papeles de fundación); sin embargo, El Alto lleva más de un siglo existiendo alrededor de ese cráter llamado La Paz, sin papeles que validen sus primeros años de formación. En la memoria de sus antiguos habitantes, todavía se escurren esas primigenias historias que son transmitidas a las nuevas generaciones para que nada quede en el olvido.

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"Cuando mi abuelita vivía, en mi casa solo hablaba en aymara y yo le entendía y hablaba un poco, pero cuando ella finó también se murió el idioma; ¡jodido!". / Fotografía: Pablo Montero Ríos.

La música revienta y es contagiosa, y no es para menos, los Maroyu tocan uno de sus míticos himnos, el cual es coreado por casi toda la multitud que salta y grita al compás de aquellas cumbias noventeras. La noche crece de manera incontrolable, al igual que las personas que llegan por montones a contar sus vivencias, historias que a diario enfrentan dentro la “nueva” ciudad. Y es que El Alto es una ciudad encantadora, pintoresca para muchos que nunca han pisado sus calles y se afanan, vanamente, en crear falsos sobre esta.

Los Maroyu acaban de tocar. La gente aún corea los estribillos de las canciones. La nostalgia los invade, los sacude, pues muchos recuerdan cómo sus padres compartían con sus tíos o amigos en aquellos años liminares de los 90, cuando muchos de ellos eran apenas unos niños y sus viejos festejaban en los patios de sus casas o dentro de sus habitaciones. Sí, es cierto, más del 60 % de la población es joven.

Estoy con un grupo de amigos hablando de esas benditas cumbias que nos recordaban a algunas pasadas borracheras. Entonces Juan me escucha, se acerca y me dice: “Calma, viejo. No todas las cumbias están asociadas a las farras. Yo, por ejemplo, escuchaba América Pop, Los Climax, Los Brothers en el taller de mi viejo; o sea, trabajaba y escuchaba esas canciones junto a mi viejito. Ahora trabajo por mi cuenta porque mi viejo ya está caivito pues”. Juan tiene 32 años y otrora sus padres se dedicaban a la venta de carne de cordero y son oriundos de Pacajes. “Con orgullo te puedo decir que soy alteño, más alteño que el Huayna Potosí, pero también coro coreño, cóndor jipiña de pura cepa, como dice la canción, hermanito”. Como todos, está alegre, y en este caso la nostalgia los arroja a ese pleno pasado con el cual se sienten en sintonía, en paz y muy conscientes de dónde vinieron sus padres.

Son las 21:30 y los Awatiñas están en el escenario y cantan el Mayata tunkaru, muchos se saben la letra y la entonan con el alma. Quizá sea una de las pocas canciones en aymara que se saben, pues ellos mismos lo confiesan: han olvidado el idioma: “¡Pucha!, viejo, no ha sido por nuestra culpa. Ya sabes que en aquellos años los jailas te discriminaban por todo, por eso nuestros viejitos nos han obligado a hablar en castellano nomás, ya sabes, para protegernos”. El Nico me habla medio apenado por no saber hablar aymara. Se entiende su pesar, pues muchos que nacieron en los años 80 no hablan el idioma o lo hacen a un nivel básico. “¡Puta! Hermano, la lengua es viva. Cuando mi abuelita vivía, en mi casa solo hablaba en aymara y yo le entendía y hablaba un poco, pero cuando ella finó también se murió el idioma; ¡jodido! Ahora solos mis viejos hablan entre ellos y yo nada”. Responde el Juaco que dice que estudia Historia en la UPEA.

A pesar del frío, la noche se calienta, el hálito beodo de las personas se convierte en una neblina arrobadora y delirante que asciende y se pierde en los cielos. Ya todos compartimos del mismo vaso, de la misma botella, da lo mismo, el covid parece ya un mero sueño dadaísta. Menos mal que no está lloviendo, dicen algunos, ¿por?, preguntan los demás. Porque si lloviera, todos se marcharían y ya no habría música. Nica, responden; aquí nos atornillamos, aquí nos quedamos, total, si no hay temitas, sacamos nuestros celus, por algo somos alteños, siempre de pie, nunca de rodillas. Todos están conscientes, algo alegrones, pero reflexivos. Es cierto, El Alto es una ciudad de migrantes, gente que ha venido de otras provincias para quedarse a vivir al margen. ¿Por qué quedarse a vivir en el margen?, le pregunto a la Claudia, la novia del Juaco que estudia la misma carrera. “Es como la película del Eguino, ¿viste Chuquiago, la parte donde sale el Isico?, pues nos pasó algo más o menos así. Aunque no dejamos que la hoyada nos absorba y seduzca para ser parte de ese paisaje exótico paceño, sinos ya erábamos”. Sonríe; y trato de entender sus palabras.

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La fiesta es inherente al espíritu alteño, que se apropia del espacio público para compartir alegrías y tristezas. / Fotografía: Pablo Montero Ríos.

“Mirá al sur”, me dice el Rudy, “la carretera que va hacia Viacha. Sí, por allí justamente hay zonas que están conformadas por gente que ha venido de Villarroel, Pacajes, Pando y Aroma, también hay relocalizados mineros. Bueno, en todas partes hay relocalizados. Si miras al noreste, por Río Seco y Vilaque, allí hay gente que vino del lago, Ancoraimes, Los Andes y pueblos aledaños. Y si miras hacia allá, al noroeste, donde está Senkata y Ventilla, hay      gente que ha venido de los valles de Inquisivi y Loayza. La ciudad es importante, pero lo es más el pago, el campo, el terruño para nuestros viejitos; por eso en cada censo las familias se dividen, unos van al campo y otros se quedan”.

La noche se torna mística, el Bonny ha dejado de cantar, no duró mucho, ya que solo tiene tres temitas bien movidos. Sabor Sabor sube al escenario y la nostalgia se ahonda, sus canciones son cortavenas, cuchillos en el corazón. Los chicos se despojan de sus miedos, ese pesado manto impuesto por esos otros que los convierten en objetos de estudio. “Si el camba nace donde quiera, el alteño sobrevive donde sea, porque si no hay pan, comemos p’hiri, si no hay colchón, hay sueño y si nos joden, nosotros jodemos más...”, dice el Santos. “Somos de sangre guerrera”, complementa. Miro los alrededores y me empapo de la ciudad, después de todo, soy parte de ella, soy parte de ese festejo que aúlla en las alturas.

Son las 12 de la noche y de fondo suena el himno a El Alto. Muchos no conocen la letra y tararean al unísono, disimulando que saben. Otros sacan sus celulares y desde allí buscan el himno a la ciudad. Minutos después, los fuegos artificiales se adueñan del cielo alteño, iluminando la noche y el hondo sentir de las personas, porque ser alteño es cosa seria.

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