Quitarse la camiseta: el fútbol y la anacronía del tradicionalismo
“Es un fanático. Y los fanáticos siempre esconden una duda secreta”
-John Le Carré, Thinker, Tailor, Soldier, Spy

La seducción la comenzaron dos amigos. Era finales de julio del 2009, tenía 20 años, estaba recién llegado a la gran ciudad y todavía no me enteraba de que puedes salirte del pueblo, pero el pueblo no sale de ti.
Me llevaron a la casa de uno de ellos y me sentaron en el sillón, frente a una tele, con una Coca-Cola de dos litros y una bolsa de papas fritas, para pasar la tarde jugando Winning Eleven, también conocido como PES, Pro Evolution Soccer.
No lo sabía, pero aquel fue el primer paso que me acercó a uno de los cultos más aceptados y enormes del mundo: el de los fanáticos del fútbol, donde se habla de garra y tradición y, por lo bajo, se admira más los números y los resultados.
Antes de ese día, el fútbol para mí era eso que pasaba cada cuatro años y que alguna vez me veía obligado a jugar en el colegio. De pronto, con un mando de Playstation 2 en la mano, me vine a enterar de que hay clubes y ligas y nombres que eran elevados a la categoría de estrellas. Que yo tenía que elegir la casaca de uno de estos clubes y vestirla y respetarla, en las buenas, en las malas, en riqueza y en miseria.
En ese momento ni sabía ni me importaba el hecho de que el fútbol también es una industria, una actualmente valuada en 3200 millones de dólares pues genera dinero en cantidades estratosféricas, año tras año, en diferentes competiciones. El ejemplo más claro de poderío económico lo dan los clubes europeos, donde los mejores 20 equipos, más que nada de la liga inglesa, generaron alrededor de 9200 millones de euros en la temporada 2021/2022.
Eso no me lo dijeron mis amigos, el Juventus y el Poli, porque me guiaban no hablando del dinero sino de la historia de los clubes. El Poli me decía que no existía equipo más honorable que el Barza (apelativo para el Barcelona Futbol Club) con “su hermosa filosofía del tiki-taka”, pero que también el Arsenal era un equipo de distinguida trayectoria, y si te ibas a Alemania había que apoyar sí o sí al histórico poderío del Bayern München, mientras que en Bolivia solo contaba la raigambre del Bolívar.
Sí, le decíamos Poli porque no tenía un solo club, sino que juraba ser leal fanático de varios.
Francamente, era emocionante escucharlo pues, más que hablar, predicaba un sermón, como si fuera un enaltecido y carismático cristiano, pero con algunos elementos épicos a lo Tolkien para hacerlo más interesante. Estaba frente a un creyente de la belleza del fútbol, del heroísmo de sus astros, del romance de los noventa minutos donde todo puede pasar y el más humilde puede volverse campeón.
Igual me gustó más el enfoque del Juve, quien hablaba bien del Liverpool, de The Strongest y, obvio, de la Vecchia Signora, pero no los pintó como algo más grande que la vida. Tan solo eran equipos que a él le agradaban. Es más, casi no reaccionó cuando el Poli, con malicia, le echó en cara el caso de compra de árbitros que mandó a la Juventus a la segunda división italiana durante la temporada 2006/2007.
Yo seguía sin entenderlo, pero algo me quedaba claro: el fútbol es drama. Son personajes entrañables y otros detestables, son clubes que amas o que odias por alguna ficción propia o comunal, son partidos impredecibles y giros dramáticos, son noventa minutos en los que puedes gritar como mono la victoria o sufrir en silencio la derrota. O viceversa. O ambos a la vez.
En todo caso, ya estaba intrigado, así que me conseguí mi propia copia del PES para poder encontrar al equipo que seguiría, pero más que nada para practicar un poco y que no me golearan 6 a 0, como hicieron en ese mi primer día.
Para nuestra siguiente sesión, ya había encontrado mi equipo. Después de una semana en la que por primera vez en mi vida puse ESPN en la tele y lo dejaba como ruido de fondo mientras hacia mis trabajos de la universidad, fui enterándome de la actualidad de los clubes y una noticia muy hablada me ayudó a decidir.
Al parecer este tipo, un tal Carlitos Tévez, no solo había dejado uno de los mejores clubes del mundo, sino que para colmo se había ido al clásico rival de ese equipo, un “club sin historia que ahora tiene petrodólares”, como me diría días más tarde el Poli.
Era el Manchester City que en julio del 2009 invirtió 118 millones de euros en seis jugadores, entre ellos Tévez, Gareth Barry, Emmanuel Adebayor y Roque Santa Cruz, una compra promovida por el flamante entrenador Roberto Mancini, durante la segunda temporada desde que el club fuera adquirido por el Grupo Abu Dhabi por más de 200 millones de euros.
Ese día igual me golearon en el PES, pero había algo de jugar con Tévez que me cautivó. Además de lo dramático de su traspaso, también estaba el hecho de que fuera un protagonista tan interesante. No solo era feo, sino que era de esos jugadores problemáticos, pero efectivos. Digamos que era algo así como un antihéroe. Y como yo soy un contreras, se sentía bien saber que podía apoyar a un equipo que tenía a todos los históricos y honorables en su contra y a su favor solo tenía miles de millones de euros.
Porque, además de con el Poli y el Juve, comencé a jugar PES y FIFA en pequeños boliches cerca de mi universidad con diferentes amigos y así noté que en lo único que la mayoría de los fanáticos del fútbol estaban de acuerdo era que, a los equipos millonarios, como el City y el Real Madrid, o los amabas y defendías a muerte, o los odiabas y condenabas por ricachones.
“Para mí que el Pellegrini juega PES y se ha comprado a los jugadores con mejor puntaje para ganar todo”, me acuerdo que dijo con desprecio el Poli ese 2009, refiriéndose a la millonaria compra de Cristiano Ronaldo, Kaká y Karim Benzema por 195 millones de euros. Problablemente asustado de que el gran rival del Barcelona tuviese más chances de ganar el clásico, porque “es un fanático. Y los fanáticos siempre esconden una duda secreta”.
Pero, sinceramente, a medida que pasaban los años, no hallaba muchas diferencias de club a club, al menos en las ligas europeas. Cada fin de temporada comenzaban las especulaciones y, año tras año, los mismos clubes anunciaban fichajes carísimos. El Chelsea, el Real Madrid, el Manchester United, todos dependían de sus extremas riquezas para poder reclutar a los mejores jugadores del mundo, los cuales suben de precio cada año.
“A lo mejor”, me dijo hace poco el Gunner, otro amigo con el que jugamos FIFA todo el tiempo, “no se trata tanto de que unos tengan más historia que otros, sino que lo que se desprecia es la idea de que se rompa la anacronía del tradicionalismo”.
Me lo explicó un día que se me ocurrió jugar con el RB Leipzig en FIFA y, de repente, estaba goleando a su amado Arsenal. El Leipzig es un club realmente joven, de hecho, fue fundado un mes antes de que yo descubriera el mundo del fútbol de clubes, el 19 de mayo del 2009, por la empresa austriaca Red Bull. Sí, la que “te da alas”, esa misma.
De la noche a la mañana, Red Bull compró la plaza del club Spiel Und Sportverein Markranstädt de la quinta división alemana por 350 mil euros, fundó al RasenBallsport Leipzig en una zona de Alemania donde no había un club prominente al que seguir, para que su nuevo emprendimiento representara a esas tierras y, a la vez, pudieran aprovechar un estadio construido para el mundial en esa misma zona que, hoy por hoy, se conoce como el Red Bull Arena.
En apenas seis años, con una filosofía de gastos muy medidos, construyeron un equipo talentoso, joven y que ascendió sin parar de la quinta a la primera división para, al fin, en mayo del 2022, conseguir su primer trofeo: la copa DFB-Pokal.
Hoy en día, la importancia que le damos al dinero es innegable. No solo medimos el éxito de la cultura a partir de si los productos son best-sellers, sino que toda la estructura social depende de que tengamos dinero para salir adelante. Nada más hay que escuchar casi cualquier reggaetón, el mensaje es claro: si tienes dinero, lo tienes todo.
Justo por eso es que un grueso de la gente admira a millonarios como Elon Musk, o a empresarios “exitosos” como Donald Trump, Marcelo Claure o Samuel Doria Medina, porque ellos representan al empresario que supuestamente surgió haciendo negocios “desde cero” en una sociedad donde incluso es difícil conseguir trabajo.
El fútbol no es la excepción, pero la cosa ahí es rara, particularmente en Alemania. En ese país se repudia la idea de que el fútbol tenga como principal interés el negocio y, si una empresa quiere comprar un equipo, tienen que al menos pasar dos décadas invirtiendo en la ciudad y en el club, además de que deben justificar con una linda e inspiradora historia su entrada al mismo. Igual no pueden ser dueños de una gran mayoría de las acciones, pues el 51% de estas les pertenecen a los aficionados.
Y esa es una idea hermosa y muy romántica, pero completamente anacrónica. No está mal creer, pero nos guste o no, el mundo de hoy se mide en otros términos. No por nada en Europa hay todo un lío de las diferentes ligas odiando a la Premier League, una de las pocas en abrir sus puertas a que cualquier inversionista de cualquier país pueda comprar uno de sus equipos, inflamando los ingresos, pero también los precios de sus jugadores. Si escuchan por ahí que la liga inglesa es la más difícil del mundo es porque hasta el club más pinche tiene que tener un buen capital para conseguir jugadores y poder batirse en un deporte que, cada vez más, se vuelve como una competencia de millonarios que se lanzan fajos de billetes los unos a los otros.
Y aunque el modelo de negocio del RB Leipzig es genial, especialmente dentro de las groserías de gastos que se dan en equipos como el Chelsea y el Paris Saint Germain, igual en Alemania los fans más conservadores los acusan de estar arruinando el deporte.

Me los imagino como un ejército de Polis predicando furiosos en las calles, todos vestidos con poleras del Bayern München, condenando el hecho de que se rompan las tradiciones y que un club use el dinero para aspirar al título que año tras año capitaliza el Bayern.
Pero si el fútbol de verdad funcionara así, los Polis de este mundo tendrían que odiar a los supuestos clubes con historia como el Liverpool, el Arsenal, el Barcelona, el Manchester United. “Con diferentes aproximaciones, esos equipos igual están ahí por el dinero, por los negocios”, según el Gunner.
Nada más hay que pensar en el Chelsea, en el mercado de fichajes del 2023, que gastaron más de 611 millones de euros en varios jugadores, actuales superestrellas del deporte, e igual no han podido cosechar más que derrotas.
“Bien tirado”, dice el Gunner, mientras esquivamos elegir a ese equipo en el FIFA pues representa la hipocresía que trae el anacronismo de lo tradicional, la que busca hacer ojos ciegos y oídos sordos a las incoherencias. Ese Chelsea que compró al ucraniano Mykhailo Mudryk, por 76 millones de euros, y lo presentaron haciéndolo entrar a su estadio, el Stamford Bridge, envuelto en una bandera ucraniana, cuando no hace mucho que el Chelsea sirvió como herramienta de la oligarquía rusa para mejorar el perfil internacional de ese país, mediante Roman Abramovic quien compró e invirtió miles de millones en el club, sin mucha ganancia económica, más allá de los réditos políticos y culturales.
O el caso del Manchester United, que pasó de ser un club sin deudas a deber más de 540 millones de euros cuando el club fue adquirido por el empresario norteamericano Malcolm Glazer por 800 millones de euros. Glazer quiso usar al club como un negocio para pagar esta deuda, pero hasta ahora eso no se ha logrado. Actualmente sus herederos están buscando vender al Manchester United por petrodólares, pues, después de todos los malabarismos económicos, el club está valuado en 3500 millones de dólares.
Todo esto los fanáticos rayados como el Poli, y los más sensatos como el Juve, lo sabemos y lo vivimos, pero no nos detenemos demasiado a pensarlo. Sí, reaccionamos a ello y lo condenamos en su momento, pero lo olvidamos todo cuando llega el día del partido. Porque vivir esos noventa minutos, con todas las ficciones que ello trae, es más importante que ver el gran cuadro. Lo dice la misma palabra, nadie es fanático para dedicarse a pensar y cuestionar las cosas.
Y creo que ese es uno de los muchos factores que terminaron alejándome del Poli. Porque todavía apoyo al City, todavía juego FIFA y veo sagradamente el fútbol cada que hay partido. Pero ahora intento hacerlo quitándome la camiseta del fanático tradicionalista, rayado y anacrónico.
Porque obvio que también fui un fanático rayado. Sea en política, religión o fútbol, la sobre idealización de algo sirve para justificar el descontrol. Y yo empecé a ser fan del fútbol cuando comenzaba la era Guardiola versus Mourinho, esa época dramatiquísima y emocionante de partidos intensos y llenos de fanáticos insultándose los unos a los otros. Yo mismo insultaba y me enojaba desmedidamente, porque es divertido vivir en la piel la catarsis de odiar al Otro con libertad y sin consecuencias.
Y ahí está el problema. En nombre del honor y la lealtad a un club, los fanáticos de fútbol incurrimos irracionalmente en el odio al Otro y lo volvemos costumbre que expandimos a cualquier faceta de nuestra vida diaria, encontrando excusas para odiar al que ose pensar diferente, al que sea que tenga una posición que nosotros no aprobamos o entendemos.
Obvio, no necesitas ser fanático de fútbol para hacer eso, todo el mundo lo hace. Y, es más, pienso que una solución o alivio a este rechazo del Otro está en ser un fanático loco de un club, pero controladamente.
Pues, en verdad, todavía soy uno. Todavía reniego cuando le va mal al City, nada más que ahora intento “descontrolarme” de forma más controlada y medida. Por noventa minutos soy un fan irracional de mi equipo, el resto del tiempo intento darme cuenta que el fútbol ahora es un negocio y esa gloria romántica, esa que los Polis quieren creer que se está arruinando porque todo está cambiando, es un lindo momento, no un credo todopoderoso.
Lo cierto es que no hay nada que arruinar. El juego, desde su concepción actual en 1863, ha cambiado en todas sus dimensiones. Ya en la década de 1870, el fútbol dejó de jugarse con cinco delanteros y ad honorem, poco a poco imponiéndose la “moda” de jugar con más enfoque en el mediocampo y pagando traspasos y sueldos a jugadores profesionales. Ha cambiado desde la década de 1980, cuando el fútbol era menos estratégico y más dependiente de individualidades, o de la década de 1990, cuando era un deporte más físico y brutal.
No sé si “evoluciona” es la palabra, porque el fútbol no está volviéndose mejor o peor. Incluso en estos tiempos donde parece que equipos como el PSG y el Manchester City van a ganar sus títulos a billetazos, igual aparecen normas como el fairplay financiero, es decir, formas para intentar regular esta fuente de poder que ahora tienen los clubes y que el equilibrio no se pierda del todo en el fútbol.
Ok. Esto me va a doler.
La prueba de que todavía se aspira al equilibrio es la posible sanción de la Premier League al Manchester City. Básicamente los acusan de haber roto más de cien reglas en nueve años, al recibir ingresos ocultos e inflamados de patrocinios, o pagar sumas secretas a sus jugadores y entrenadores, es decir, dañando al fairplay financiero. Y si el City no puede probar su inocencia, el castigo será terrible, la clase de castigo que te arranca el corazón como fanático.
En el mejor de los casos, pierden puntos, tal como le pasó a la Juventus, también esta temporada, por denuncias de corrupción similares. En el más horrible de los escenarios, los expulsan de la Champions League, los degradan a las ligas inferiores de Inglaterra, les anulan sus títulos, les cancelan el registro de sus jugadores estrella y, de seguro, nos escupen un par de veces en la cara. Al club y a todos sus seguidores.
Y, bueno, no voy a mentir, quizás haya justicia en ello. No dudo que hay chances de que mi club tenga algo corrupto, como tampoco dudo que la misma Premier que los acusa, o la UEFA, o la FIFA, definitivamente la Federación Boliviana de Fútbol, son más corruptas todavía. Y es ahí donde, hay nomás que darles un poco de crédito a sujetos como el Poli: existen instancias que, más allá de ser románticas, son necesarias para el equilibrio y que el dinero está matando.
Lo más probable es que, el 2020, cuando la UEFA quiso hacerle una acusación parecida al City y, después de todas las amenazas y gritos, terminaron solo cobrando una multa de 10 millones de euros, sea porque o el City tiene geniales abogados, o pagaron coimas para librarse del problema. A lo mejor uno no excluye al otro.
O, si no, piensen en la Superliga, esa competición que quiere juntar a ochenta equipos europeos para que jueguen una liga especial, además de sus otras ligas y copas nacionales e internacionales, con la intención de mejorar la competitividad. Pero no la competitividad deportiva, sino la económica. Porque la Superliga es una forma de que los equipos millonarios puedan enfrentarse a otros equipos millonarios, más en su nivel, y que los equipos no tan millonarios puedan adquirir recursos para ser más platudos también. Eso sin mencionar los beneficios económicos que más partidos de alto calibre traen: más venta de entradas, más fanáticos viajando por toda Europa siguiendo a sus clubes, más dinero por donde sea que lo veas.
No es gratuito que la Premier League esté en contra de esta Superliga, pues acabaría con su dominio económico del mercado y ya no serían la liga más interesante, más vista, más fuerte y con mayores ingresos. Y, por lo mismo, se resisten, porque son los Polis del mundo aferrándose al lado romántico de la anacronía de la tradición.
Y si eso continúa, eventualmente llegará el día en que ningún equipo humilde pueda salir campeón y se acabará el romance y la desilusión será inevitable. La duda secreta del fanático estallará en toda su magnitud, pero no en forma de furia y revolución, sino en una ola de conformismo, en la que dejaremos de apoyar a equipos pequeños y terminaremos siendo fanáticos de ligas donde solo gana un equipo, como ya pasa con el Bayern München, o apoyando a equipos que invertirán más de 600 millones en superestrellas y ni así podrán ganar.
Ok, sí, golpe bajo, lo siento, son pequeños placeres que los fanáticos nos podemos dar.
Al final, lo único claro es que los sistemas están enfermos y, si bien me dolería que castiguen al City, igual los apoyaría porque de verdad que es lindo poder ser intensamente fanático de algo, pero solo por noventa minutos.
Así que mañana seguiré ahí. Porque nadie me quita ese 13 de mayo del 2012, cuando Sergio Agüero metió un gol al Queens Park Rangers en el minuto noventa y tres con veinte segundos, y yo estaba en pijama, viendo el partido en ESPN y grité el primer título de liga del City en cuarenta y cuatro años. Incluso salí a la calle, así en pijamas, a gritar y sonreír, adueñándome de un triunfo por el que yo no había movido un dedo, más que para usar el control de la TV, pero que igual sentía como si fuera mío.
Quiero creer que eso es lo que quieren proteger los Polis del mundo, para poder respetarlos en algo. Pero ellos tienen entender que va del otro lado también, que aferrarse a la anacronía no es la manera de que las cosas no cambien, de que el fútbol se vuelva menos negocio. Eso es, pienso, inevitable, pero si como fans dejamos de irnos a los extremos y tratamos de mantener el equilibrio, más o menos como parece que está logrando el Leipzig, puede que el futuro traiga partidos interesantes.