El día que ganamos un chancho
La comunidad de Huaricana está situada a 44 kilómetros del estadio olímpico Hernando Siles, donde la Verde fue subcampeona de la Copa América de 1998 y en 1993 rompió el invicto de Brasil, que llevaba 39 años sin perder en las eliminatorias sudamericanas. Las cosechas del sector abastecen de verdura al mercado Rodríguez de la ciudad de La Paz el año redondo; no obstante, es fácil evidenciar la desnutrición de más de uno de sus niños por su pelo descolorido y su baja estatura.
Su cancha de césped está rodeada de chacras que son abonadas con fertilizantes producidos por Monsanto Company y regadas con el agua espumosa de ríos que pasan por la sede de gobierno. Igual que su retén policial y la unidad educativa El Rosario, la cancha del pueblo se encuentra a unos 2.600 msnm, 100 más que los permitidos para disputar partidos oficiales si la FIFA hubiera aceptado el polémico veto a la altura. En 2015, Huaricana sería la sede del campeonato anual del distrito educativo de Mecapaca.
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Les advertí que no era bueno para jugar fútbol, que solo sabía meter goles. Me miraron con desconfianza, creo haber escuchado algunas risas cargadas de ironía. No tenían opción, tampoco yo: los once profesores y administrativos varones de la unidad educativa El Rosario debíamos defender el honor y el buen nombre de Huaricana. Todos legionarios, refuerzos fugaces de varias zonas de la ciudad de El Alto, de Villa Copacabana y Miraflores, en mi caso.
Había pasado los días previos al primer entrenamiento leyendo El fútbol a sol y a sombra de Eduardo Galeano y Tantas historias, tantos mundiales de Alfredo Relaño. Uno hablaba de viejas glorias y el otro de escandalosos amaños. Las sensaciones que me produjeron las lecturas fueron contradictorias y me llevaron a uno de mis primeros recuerdos de la infancia.
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Escuché algunas voces que hablaban de algo que no podía comprender. Abrí los ojos y vi algunos rostros difuminados. En realidad, solo pude abrir el ojo izquierdo, el derecho estaba cubierto por una venda. Mi educadora lloraba desconsolada, primero de tristeza y luego de alegría al verme despertar. Las paredes del lugar eran blancas y el aroma metálico y penetrante. La imagen previa a aquella escena era la de una pelota de fútbol que, en lugar de ir hacia la portería, se dirigía a mi rostro en la hora del recreo.
El saldo de aquel incidente: un balón decomisado hasta el final de la gestión escolar 1994 –no tengo pruebas, pero intuyo que era de Chumita–, una educadora regañada y un niño que nunca soñaría con defender los colores de su selección. Oliver Atton mentía: el balón no era mi amigo.
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Se dice que en Brasil, al menos, 30 millones de personas practican el fútbol, más del doble del total de la población de Bolivia que en los 90 vivía una de sus épocas doradas en aquel deporte. El sueño de ser parte de aquella exitosa generación de jugadores estaba empañado por el típico pesimismo nacional, y se comentaba que quien pudiera quebrar la maldición lo haría de alguna de dos formas: con la ayuda de un padrino o con un talento que fuera imposible de cuestionar. Chumita tenía lo segundo.
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Supe que había mentido al decir que solo sabía meter goles, también sabía frenar el avance de los delanteros. Lo recordé cuando vi volar un par de metros a uno de mis colegas al tratar de rebasarme. Aunque la vida no me había dotado de un cuerpo apto para ningún deporte de contactó, sí me había dado tibias y peronés tan resistentes como el vibranium y la experiencia forzosa de seis años como uno de los peores jugadores de los que se tenga memoria en una de las escuelas de fútbol del club The Strongest.
Marqué más de un gol aquel día, mi estrategia consistía en esperar con paciencia cerca del arco y empujar el balón. Respecto de lo demás, mi actuación en la cancha fue lamentable: perdí tantos balones como dignidad y no supe sacar un par de laterales sin cometer faltas técnicas.
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El eterno Óscar “Cabezón” Sánchez, quien fue capitán de la selección boliviana, jugador mundialista en el 94 y zaguero de Bolívar y de The Strongest, entre otros clubes, le enseñó al primo Diego a bloquear el avance de los atacantes del equipo contrario. La técnica consistía en pararse con firmeza frente al rival, con las piernas flexionadas y entreabiertas –alguien me dijo que es una postura clásica del taekwondo–, lo suficiente para resistir una embestida, pero no tanto como para provocar un caño. De él aprendí el truco una mañana de sábado, en un partido uno contra uno en la casa de nuestro abuelo después de salir de un entrenamiento.
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Desconozco si existen datos oficiales sobre cuántos neymares, cristianosronaldos y lionelesmessis nacieron en el mundo en las últimas dos décadas. De aquellos nacidos en Huaricana, es probable que ninguno logre defender los colores de la selección boliviana de fútbol. No por falta de talento, sino por falta de oportunidades.
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Los últimos entrenamientos estuvieron acompañados por la hinchada de Huaricana: el único policía de la comunidad, algunos ancianos y niños que no iban a presentar las tareas de los siguientes días. La junta de padres de familia y el equipo de la promoción nos servían como sparrings. En general, cumplía con mi misión: hacía los goles. Más de una vez vi algún celular grabando mis jugadas. Comprendí que en tierra de ciegos el tuerto es rey.
“Waso habiá sido el profe Alan”, fue el comentario generalizado en el pueblo en los días previos al campeonato.
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La leyenda de Chumita había corrido veloz y con plausibles gambetas: de la escuela al barrio y del barrio a la escuela de fútbol. Cuando lo vi frente a mí, recordé la indicación del profe Aldo: Tienen que frenarlo como sea. “Como sea”, las palabras resonaban y estaba listo para cumplir la orden. Recordé a Óscar Sánchez y al primo Diego, también recordé una conversación que habíamos tenido el día que me enseñó a bloquear el avance de los atacantes:
—¿Y si me pasa?
—Lo bajas, pues.
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Caí con fuerza después de levitar un instante. Fue un tiro perfecto, doble, como el de los hermanos Korioto en los Supercampeones, salvo que el profesor de Literatura, me dio la patada a mí y no al balón, eso impulsó mi pierna para marcarle el gol de la victoria a la selección de Mallasilla en la semifinal.
Huaricana celebró el gol y los colegas me levantaron del suelo con el cuidado que se debe tener al levantar un pedazo de papel mojado que no se quiere romper. Esa insignificante sensación de gloria me recordó la vez que había enviado a las duchas a Alejandro Chumacero. El profe Aldo no supo si reprocharme o felicitarme, optó por sacarme una tarjeta amarilla y mover la cabeza en señal de aprobación.
Ese día en Huaricana, no supimos ganar la final en la que marqué un agónico empate que nos llevó a la ronda de penales contra la selección de Jupapina. Los malos hinchas dijeron que perdimos el toro que era el primer premio del torneo, yo prefiero pensar que ganamos un chancho, en homenaje a los niños que no quieren o no podrán ser parte de su selección nacional de fútbol.