El noble arte de la edición
Siempre había soñado con llegar a ser un buen escritor, famoso y todo eso, como a los que les publican las reseñas de sus libros en los suplementos culturales. Recordaba con cierta nostalgia aquellos encuentros, uno o dos a la semana, que compartía con antiguos amigos de profesión: maquetistas, escritores, ilustradores, editores, traductores, fotógrafos, correctores... Nadie hubiera comparado aquellas tertulias con una de las buenas, de las de verdad, como aquellas míticas del Café Gijón o la salmantina del Café Novelty, por citar solo dos ejemplos. Para él, en cambio, cada una de aquellas veladas suponía una bocanada de aire fresco, un nuevo impulso, algo así como la confirmación de que estaba en el buen camino. Lo vivía como el preludio del futuro glorioso que, sin ninguna duda, estaba por llegar. ¿Qué escritor que se preciara no había participado en alguna de aquellas reuniones alrededor de una antigua mesa de mármol, copa tras copa, en un ambiente irrespirable por el humo?
Entretanto, continuaba con su rutina en la trinchera. Redactar una entradilla aquí, cortar o añadir tres líneas allá, escribir pies de foto y decidir, mano a mano con el maquetista, si aquella imagen mejor ponerla a dos o a tres columnas. Índices, apéndices, bibliografías, filetes y sangrías, galeradas y compaginadas, redonda, cursiva o versalita, notas a pie de página, unificar blancos, cuerpo y tipo de letra… Con el paso de los años, y casi sin darse cuenta, se le escapaba entre las líneas aquella idea romántica (si es que todavía se puede utilizar esa expresión) que le había llevado a amar su profesión.
Aún recordaba a alguno de sus profesores, en cuya mesa se amontonaban los manuales de don José Martínez de Sousa, disertar sobre el noble arte de la edición. “Este oficio, que no trabajo, o se ama –declamaba enardecido– o uno se dedica a otra cosa. ¡Estamos haciendo libros, señores!”
No importaba en absoluto si era una enciclopedia, un coleccionable o una serie de libros, se trataba de todo un proceso creativo cuyo objetivo era sencilla y evidentemente hacer bien el trabajo (ahora lo llaman excelencia). Esa era la cuestión.
Si tuviera que definirlo de manera gráfica, la imagen sería la de uno de esos documentales en los que se muestra a cámara rápida el proceso de construcción de un rascacielos o de un superpetrolero. Decenas de personas, a la manera en que los niños construyen sus fortalezas con trozos de plástico, van ensamblando piezas en apariencia inconexas, aquí y allá, hasta que poco a poco la estructura comienza a tener forma y avanza paulatinamente hacia su culminación.
Parecía que habían pasado siglos desde aquella época en que para traducir una obra del italiano, pongamos por caso, para su posterior edición, se hablaba con el catedrático de filología italiana de tal o cual universidad. En pocos años, muy pocos en realidad, se había pasado de ese nivel de exigencia y profesionalidad, de disfrutar del proceso de hacer algo exquisito, al de “no te preocupes, yo tengo un amigo que ha estado en Italia un par de veces y te lo hace rápido y barato”. De esta manera esquemática, quizá alguien pueda pensar que un tanto exagerada, se resume el deterioro y retroceso imparables que ha sufrido “el noble arte de la edición”. Ha llegado a tal extremo el asunto que en nuestros días lo habitual, a excepción claro está de las firmas reconocidas por todos, es que el autor deba poner dinero de su bolsillo para que una editorial tenga a bien publicar su trabajo.
Cuestiones laborales cotidianas, política, proyectos y recuerdos eran los temas recurrentes, además de la literatura, por supuesto, en aquellas horas en las que empezaban a brillar las luces de los coches y la ciudad atenuaba su ritmo. Entre los habituales se encontraba algún que otro neófito en eso de darle a la tecla junto a poetas y escritores de cierto prestigio. Algunos de ellos argentinos, por cierto. Tenía la teoría, poco elaborada en realidad, de que el sector editorial en España había dado un salto de gigante debido, en buena parte al menos, a la incorporación de grandes intelectuales progresistas, de formación y cultura vastísimas, que llegaron desde el exilio huyendo de las dictaduras militares latinoamericanas.
No faltaban las anécdotas con las que un día sí y otro también alguien amenizaba la velada. Una de las buenas, sin duda, era aquella en la que el editor en cuestión narraba con todo lujo de detalles cómo, producto de su incontenible creatividad, había colado en una señora enciclopedia, de las más prestigiosas del país, la apasionante trayectoria vital de un filósofo, matemático y naturalista británico, cuya azarosa vida transcurrió a caballo entre los siglos XIX y XX. Héroe de la primera guerra mundial, sus trabajos científicos destacaron hasta tal punto que pasó a formar parte de la ilustre Royal Society of London, en cuyo museo permanece su excepcional legado. O aquel otro que explicaba la sensación extraña que había padecido cuando le encargaron escribir la “Autobiografía” de una de las plumas de mayor prestigio y reconocimiento de nuestra literatura contemporánea. Me costaba mucho ponerme en su lugar, comentaba mientras propinaba interminables tragos de su copa, ¿cómo expresar, por ejemplo, lo que sentiría aquel señor ante un cuadro? Yo no tenía ni idea, por supuesto, pero llegué a tal punto de identificación con mi “personaje” que en más de un momento de, cómo decirlo, paroxismo creativo infinito sentía y vivía en mi interior lo mismo que él. Este síndrome está ya descrito, con toda seguridad, por algún investigador ruso de nombre impronunciable.
Cuántos prólogos o contraportadas se habrán escrito por cualquiera de nosotros, o de otros tantos como nosotros que también se desahogan en un bar de otra ciudad, para que aparecieran firmados por don fulano de tal. O trabajos de cierta envergadura, como aquella obra gastronómica, cuyo encargo partía de la agencia literaria más prestigiosa, y que pretendía hacer un recorrido por los mejores platos de toda nuestra geografía. Evidentemente el trabajo, una voluminosa y bien ilustrada enciclopedia de varios tomos, una vez concluido y perfectamente editado, iba a aparecer bajo la rúbrica de un prolífico y respetado escritor, reconocido asimismo como afamado gourmet. Como mínimo tuvo la generosidad, impagable contribución a la realización del proyecto, de prestarnos su ingente bibliografía sobre el tema. Por supuesto, nuestros nombres no aparecerían ni siquiera en la última línea de los créditos.
De manera paulatina, el ambiente laboral se había enrarecido en poco tiempo. Se podría decir, haciendo un repaso rápido, que las principales editoriales descubrieron las maravillas de la reducción de plantillas. El grueso de su producción, excepto quizá para el caso de los libros de autor, pasó a realizarse por pequeñas empresas o agencias (conocidas como packagers) que a su vez se sustentaban, prácticamente en su totalidad, por colaboradores autónomos externos o en lo que se conoce como falso autónomo. A pesar de la precariedad laboral que este modelo había impuesto, se podría decir que los distintos profesionales (excepto los correctores, mal pagados desde los tiempos de Gutenberg) disfrutaban de retribuciones compatibles con una vida digna.
Llegó un momento en que la ley de la selva se impuso sin ningún pudor. Idas y venidas a los despachos de los jefes (respetados ejecutivos editoriales), cuya única función para mantener su cargo parecía ser la de adelgazar los presupuestos hasta límites insostenibles, cuchicheos alrededor de la fotocopiadora… Todos temían el momento en que la obra que tenían entre manos se acercara a su fin. La angustia aparecía en forma de pregunta: ¿habrá un siguiente trabajo para mí? Es en esos momentos cuando la dignidad del ser humano se pone a prueba y cuando, una y otra vez, créanme que lo digo con enorme pesar, se confirma que vendemos a nuestra madre al mejor postor, por un plato de arroz, sin pestañear. Y además lo hacemos con cierta tranquilidad ya que disponemos de toda una batería de justificaciones estupendamente elaboradas: es que la cosa está muy mal; yo no soy así, pero la situación me obliga; ¿qué otra cosa se puede hacer?; lo siento mucho, pero uno tiene que pagar sus facturas; si no lo hago yo lo va a hacer otro, y así un larguísimo etcétera que me voy a ahorrar para no aburrir a nadie. Probablemente un ejemplo sirva para ilustrar a qué nos referimos. Un editor, coordinador de alguna obra, sale del despacho del editor jefe contento porque le acaban de confirmar para un proyecto que se iniciará en breve, lo cual le asegura un trabajo para el próximo año y medio. A continuación, un compañero, amigo de cafés y confidencias durante años, entra al despacho y se ofrece a realizar el mismo trabajo cobrando un diez por ciento menos.
Así es. Real y patético. El ser humano esconde lugares remotos, o inefables por mejor decir, en los que sería incapaz de reconocerse, pero donde puede llegar a precipitarse sin oponer mucha resistencia. Quizá una de las películas que mejor refleja este deterioro, en ocasiones imparable, sea Glengarry Glen Rose (James Foley, 1992), basada en una obra de teatro de David Mamet, quien construyó el magnífico guion para llevarla a la gran pantalla. Con un excepcional reparto, Al Pacino, Alec Baldwin, Jack Lemmon, Alan Arkin, Kevin Spacey, Jonathan Pryce y Ed Harris, la cinta, por resumirla brevemente, presenta una empresa inmobiliaria de la ciudad de Chicago que en tiempos de crisis lanza un agresivo reto para estimular a sus vendedores. El mejor de ellos recibirá un Cadillac como premio, el segundo un juego de cuchillos y el tercero será despedido. La reacción de cada uno de los empleados es diversa. Pero eso sí, todo tipo de estratagemas, mentiras y trampas se ponen en funcionamiento para alcanzar el anhelado objetivo o, como mínimo, para conseguir no ser despedido. Todo vale en este nuevo escenario.
Los años pasaron. Algunos de los que se sentaban alrededor de la vieja mesa en aquellas horas vespertinas consiguieron su Cadillac y engrosaron las listas de empleados de alguna editorial, con mesa, ordenador e impresora, los hubo incluso hasta con despacho propio. Otros, despegaron sus incipientes carreras literarias hasta conseguir sobrevivir de sus artículos o colaboraciones, de algún que otro libro, etc. Escritores y poetas excepcionales, amantes de la cultura en general y de la literatura en particular, continuaron su vocación con gran repercusión. Otros simplemente quedaron fuera (sin coche y sin juego de cuchillos), no supieron o no pudieron adaptarse y por lo tanto fueron expulsados sin ninguna dificultad.
Independientemente de cómo le fuera a cada uno, siempre quedarán los amigos de verdad, esos que están ahí en los momentos que vienen mal dadas y que jamás ponen objeción alguna cuando en verdad se les necesita. Dispuestos a pasar con uno la tarde entera o incluso un fin de semana si hiciera falta, nunca nos dejan solos: Quevedo, Lorca, Machado o hasta el mismísimo Cervantes; António Lobo Antunes o Fernando Pessoa; Conrad o Stevenson; Borges o Rulfo, R.M. Rilke, Novalis, Chejov, Tosltói…