La tierra de los enojados
“Detrás de las montañas se esconden las tierras de los enojados”, pienso mientras el motor del Mazda 89 ruge reclamando el cambio de caja a más de 100 km/hora carretera El Villar. “Los enojados” me digo en tercera persona, jugueteando con la ambigüedad que supone este adjetivo tan arraigado en mi existencia. Los enojados, los resentidos, los que sangran su pasado, una serie de expresiones demasiado delicadas para ser pensadas en voz alta y más aún para ser dichas delante de sujetos cuyos adjetivos no pueden ser separados de sus sustantivos.
El horizonte frente a mí se incendia; hileras de espuma diluida se extienden sobre las sombras de los árboles. “Este no es un típico cielo sucrense”, observo. Hace algún tiempo descubrí que cada ciudad tiene su propio cielo, sus propias nubes con diferentes colores y formas, basta con mirar para darse cuenta. Por ejemplo, el cielo de Sucre, con sus pocas nubes diáfanas (si las hay) y su límpido color azul profundo, combina con el naranja de sus tejados o sus paredes de ladrillo, dependiendo de la zona desde donde uno la mire. Sin embargo, este es otro caso, más bien otro cielo, uno más embravecido, más sangrado, “un cielo acorde a sus pobladores”.
—De los amaneceres, el de El Villar es el más violento y más extraño, sus cielos siempre están plagados de lava encendida y a medida que pasan las horas, a pesar de no ver el incendio, empieza uno a sentirse como dentro de un infierno árido, entonces se oye a las piedras rasguñar la tierra, como queriendo esconderse del sol, que no les tiene piedad y las desgaja hasta convertirla en polvo menudito, menudito. Ese clima árido no deja crecer ni las plantas, apenas unos cuantos algarrobos se encuentran cerca de los desfiladeros aferrándose a las orillas. Imagino que no más por eso, el ají Villarejo se ha ganado la fama de ser tan picoso y ardiente como si la tierra de donde viene te mordiera la boca y la lengua cada vez que lo comes. Ya lo verán —El hombre se quedó callado un rato, mirando hacia afuera, como queriendo recordarnos con sus palabras que no éramos bienvenidos en aquel lugar.
Un viaje así, por conciencia propia y para fines “genealógicos” solo es posible a personas que como yo deciden buscar en el pasado. A la gente de edad temprana les sorprendería: viajar solo para ver, viajar a causa de contemplar, de teorizar, y no con fines filosóficos o antropológicos, viajar para estarse, para ser. En Bolivia uno todavía puede permitirse hacer este tipo de viajes. Los pueblecitos, o pagos, reciben a aquellos hijos de padres aun ligados a esas tierras; algunos comprenden el regreso como obligación y entonces todo pierde su encanto, sin algo más de perspectiva, el ciudadano del mundo gana un protagonismo casi pornográfico. En otro momento, quizá yo misma hubiese pensado en esta situación como una obligación, sin embargo ahora, las “obligaciones” me entusiasman. Siempre es más fecunda una ilusión del deber que el deber en sí mismo, igual que escribir. ¿O acaso visitar estas tierras y despedirme de ellas con una pena antinatural se trata de un capricho? Quizá la relación que tengo con esas tierras sea parte de mis sentimientos de afecto, porque de ahí vienen mis abuelos, mi padre. Puede ser algo que yo interpreté de Arguedas y la zona andina, o me entusiasme la mirada Rulfiana de páramos inexplorados: la ternura que se pierde en el contacto urbano, la nostalgia a lo desconocido.
Llegar al pueblo supone ingresar por un par de calles empedradas en línea recta, muy propia de una estructura de asentamientos cercanos a una vía troncal, las casas se encuentran enfiladas y casi adormecidas a esa hora del día. Habían transcurrido un par de horas, y yo continuaba inmersa en mis pensamientos y en las texturas que el paisaje me ofrecía. Despertar de ese letargo es encontrarse con la mirada de casas con atisbo de fotografía antigua, con la imagen de un pueblo de antaño. Aquí las gentes tienen una complexión extraña, un poco áspera para ser más precisos. Un tropel de gente se movía en dirección al mercado, conversando, riendo energéticamente, cada cual en sus distintas maneras, casi hablando con las manos, haciendo énfasis en su idea con cada paso. El tono tajante con la que las grietas de sus talones responden solo puede ser correspondido por las duras facciones huesudas de sus rostros. La fauna de complexiones físicas que observaba se traducía en la comparación de Papa y sus hermanas, que a paso cansado descendían del coche.
—¡Oye, Cristina! ¿tienes todavía almuerzo? —dijo el hombre. Después, dirigiéndose a nosotros, añadió:
—Otra cosa de este lugar es que todo está muerto, ya no queda gente aquí, solo viven los viejos, y de esos quedan pocos; estarán también los que todavía no han nacido, pero esos de nantitos, luego luego se van, la mayoría a vaquear a Santa Cruz. Por eso no hay ni alojamientos o restaurantes aquí. Solo queda el mercado con la Cristina y la Justa que cocinan en turnos para los que están de paso, como ustedes. Esto en el pueblo, pueblo, ahí verán ustedes en las comunidades, el olvido de Dios se siente en el estómago. Pero coman su sopita, se les va a enfriar, o tal vez esperaban el ají que muerde, ya sé que les había dicho que lo probarían; aquí como ven, pocas cosas hay para elegir, el ají se lo llevan en camiones a Zudáñez y a la ciudad, pero en el monte, ni esta sopa van a encontrar, ya no se ve un alma en alguna de esas casas. Mejor cómanse su sopita. Yo sé lo que les digo. ¿No ve, Panchito? —y se dirigió a mi padre.
Atravesamos por una calle que se dirigía hacia la cumbre de la montaña, retomando la carretera. La loma que sale del pueblo estaba coronada por un promontorio de piedras calcinas y frente a ella un alto, para la iza de la bandera.
—Es la tumba de Ascencio Padilla —dice mi padre desde el asiento trasero, satisfaciendo mi notoria curiosidad.
Lo cierto es que los restos del caudillo se encuentran junto a los de Juana, en un cofre de una de las salas museográficas de la Casa de la Libertad. “Una vez más la historia es cubierta por otras pátinas que toman tonalidades distintas al color original”, pensé. No era necesario aclarar los hechos, no era importante para los que estábamos en el coche, no era importante para el momento.
“… los días de finales de julio son de vientos fríos y sol ardiente, casi, casi se puede escuchar a las piedras chillar y rasguñar la tierra queriendo esconderse del sol, pero él, sin pena las calcina hasta convertirlas en polvo” había dicho el hombre.
Tras recorrer varios kilómetros zigzagueando el camino, sus palabras comienzan a tener sentido, en la carrocería del coche se va acumulando una superficie nefasta de polvo, en algún momento y en un determinado lugar, las montañas se transforman, comienzan a adquirir la aspereza huesuda de sus pobladores en su personalidad, sus terrenos áridos dan lugar a vegetaciones reacias e indómitas, comprendiendo por fin que es aquí donde florecen los enojados y casi como metáfora de esas tierras ardientes llegamos a sus cielos, y en ausencia de amparo de nubes, el radiante ojo naranja castiga al recién llegado, al mismo tiempo el que ha vuelto camina como Juan en su casa.
Habíamos llegado. Las pocas casas desparramadas en las faldas de las montañas insistían en ser, tomando de los ríos agua, que se entregaba a sorbitos a sus sembradíos. Ya no había más carretera ni camino, teníamos que continuar a pie.
—Una vez también quise irme de estas tierras, quizá si hubiera tenido hijos por ley de ellos me hubiera marchado, pero cuando mi mujer y yo nos cansamos de intentar entendimos que solo seríamos nosotros y nuestros muertos. Ellos viven aquí, ¿saben?, y si nos vamos, ¿quién cuidará de ellos? —dijo el hombre como para sus adentros, y luego como si de pronto nos recordara, añadió—: pero ustedes, Panchito, no tengan cuidado, yo estaré para sus muertos, también para ustedes, y cuando quieran venir a visitarlos, estas tierras embravecidas seguirán siendo como si fueran suyas, como antes. Esa es la ley de Dios, uno nunca debe olvidar a sus muertos, aunque el cementerio diga otra cosa.
“…y allá arriba siguen, esperando”
—Había tres paradas para hacer descansar el muerto, antes de llegar al cementerio —dice una de las tías— aunque los que quedaban muertos eran los que cargaban en sus hombros el cajón. Tardaron un par de décadas en darse cuenta de lo poco práctico de la ubicación y, una vez sucedido, el cementerio quedó abandonado.
Para ascender al cementerio a travesamos dos montañas y un risco a pie.
—Allá se encuentra la puerta del sapo —dice mi padre, señalando el risco.
Se abre entonces una boca cavernaria en medio de las rocas extendidas como una constelación en el cielo donde se vislumbran (en sus orillas) las rocas puntiagudas que apuntan al otro lado, casi saludando al valle, y los tajibos con sus flores encuentran una metáfora en el aire. En un día abierto como ese, con el sol resplandeciente, el paso se hizo más cansado y la reverberación de los ríos saludaba desde abajo como si con ello todo estaría dispuesto a disiparse. Con el cuerpo a cuestas llegamos jadeantes a un claro en la montaña, veíanse casi desparramados promontorios de piedra más familiarizados con la vegetación que con la mano que alguna vez las puso en ese sitio.
Demecio Serrano Méndez
28-VI-1994
Q.E.P.D.
Permanecimos suspendidos en el aire, frente a la tumba del abuelo, con las manos apretadas junto al cuerpo intentaba disimular mi incomodidad hacia el llanto pesado de las tías. El abuelo para mí era un misterio bastante familiar, tenía dos años cuando él murió y mi memoria no pudo alcanzarlo, sin embargo, el drama de su vida me fue vertido en una fuente con agua clara.
El tiempo transcurre. Durante diez o quince minutos permanecimos verticales frente a su tumba, ¿tuvo alguien jamás la idea de estar siendo tragado por las piedras? ¿Y acaso es posible sentirse así colectivamente? igual que cuando una persona ha sido transportada a un lugar con presión atmosférica muy distinta al del cotidiano y tiene que ajustar sus funciones vitales a una nueva realidad.
El silencio era cortado por los sollozos, el canto de los pájaros y el viento moviendo las hojas de los árboles. El calor se hacía más intenso, como si estuviéramos encerrados en una especie de horno donde el sol era el protagonista. La vida seguía su curso, mientras que nosotros nos sentíamos en un limbo.
La niñez de papá, y la de sus hermanas, estuvo marcada por circunstancias desgraciadas, lo fortuito y lo imprevisible; por el llanto desgarrador de esos niños que añoraban a su madre muerta, ahora huérfanos impregnados de sangre, ahora hambrientos alimentados por los vapores, las lluvias que se mezclaban con las lágrimas, esos episodios pequeños que marcaron cicatrices grandes, en esas tierras ásperas que los había hecho florecer enojados. Y habría que volver a mirar esa escena ahora ya adultos pero sangrantes. En medio de ese estallido de emociones, intento encontrar alguna lógica que pudiera responder a esa realidad. Pero es quizá más importante mirarse uno mismo, las cargas que llevamos de nuestro pasado que no nos deja avanzar.
—He llevado conmigo este dolor por cuarenta años, sin poder ser feliz. Quiero dejarlo todo aquí, papá, quiero dejar este enojo contigo y con el mundo en estas tierras, hemos sufrido demasiado y tú has sufrido demasiado, pero ya no quiero hacerlo más. Quiero estar en paz.
Pronunciadas estas palabras por una de las tías, como un esbozo de aliento, sin atinar a otra cosa, y siempre ensombrecida por una quietud que no se alcanzaba a explicar, volvimos sobre nuestros pasos con la intención de mirar por última vez aquellas tierras que determinaban al hombre nacido en ellas. La manera de pensar y de sentir ¿funcionaban de modo sincrónico a la configuración del terreno, la temperatura y los vientos?
Una vez accedida mi petición de parar frente al promontorio de piedras, comencé a reconocer la actitud de esas tierras, las batallas libradas por esos sendos de cada uno de sus habitantes, quizá no fuera casualidad el episodio sangriento de los esposos Padilla luchando en la batalla de la laguna, el cuerpo decapitado de Manuel Ascencio en el lugar del promontorio y una plaqueta que reza.
¡Honor y Gloria al coronel de la Patria!
Las conexiones inconscientes con los destinos de nuestros antepasado, la conexión con nuestro destino como el de nuestros antepasados: la energía con memoria que influye y nos conecta en el presente con personas, lugares y animales del pasado provoca cicatrices o, en mi caso, cuando se empiezan a comprender los trances del alma y entiendes que la mente no puede contar más, las venas acostumbran a escuchar y mirar, y la sangre recuerda muchas cosas, los huesos adivinan formas y presencias y las manos palpan el destino.
Miro mis manos, tan iguales a las de mi padre; huesudas, igual que esas tierras a las que acabamos de invocar con palabras.
Irse y volver no son ya términos que signifiquen un verbo o temporalidad. Es en este sentido donde todo parece formar una circunferencia en ambas direcciones, donde la nostalgia se proyecta al futuro, los recuerdos se hacen palpables en la destilada transparencia de las lágrimas derramadas, el mar de árboles y arbustos espinosos inagotables se convierten en trazados cuyo límite se proyectan en los fulgores que se hunden en nuestros ojos; el cielo arde, arde otra vez describiendo el mismo paisaje, la misma carretera, el mismo coche, ni uno más, sin embargo, uno menos, el que ha vuelto, y el que acaba de llegar; el que se fue, el que nunca se irá. Quizá este sea la imagen más fuerte, el mismo cielo, pero diferente, uno que te incita a escribir otra historia, un cielo que resplandece, uno que arde a lo lejos, una luz se enciende en el pueblo, y luego otra y otra.
“El viento de carne y hueso te abraza, fuego al atardecer en la tierra de los enojados”