El vendedor de Periféricas
Sin duda, hablar del gran Adolfo Cárdenas como elemento fundamental en la formación de voces jóvenes en la literatura boliviana se constituye en una especie de lugar común. Su rol como docente titular de la cátedra de Escritura Creativa II de la Carrera de Literatura de la UMSA es bastante conocido y ha sido muy comentado estos días de duelo: sentidos homenajes de quienes fueron estudiantes, pero se consideraron siempre discípulos.
Y, aunque en la elaboración de mi propio relato de construcción en la literatura es inevitable tener en Adolfo uno de sus grandes hitos, no tuve la dicha de ser su estudiante. Para cuando yo llegué a la Carrera, después de casi casi terminar otra profesión en un campo en absoluto diferente, Adolfo ya no dictaba la cátedra.
Había renunciado. Sin pleitos y por una causa que respondía únicamente a una ética privada e inquebrantable.
Esto no implica, en lo absoluto, una queja; finalmente pude aprender de Adolfo otros rudimentos del oficio en otros espacios distintos al académico. Por otro lado, tuve también la dicha de cursar la materia de Creativa II bajo la guía de Mauricio Murillo, gran escritor y ahora amigo entrañable; quien fuera también estudiante de Adolfo en su momento.
Pero antes de llegar a la Carrera yo era un estudiante de medicina que había crecido queriendo ser escritor y que no había tenido la valentía de apostarle a un oficio de estabilidad dudosa en el mercado laboral. Igual, aunque yo me consideraba lector, estaba consciente de que mis conocimientos eran por demás vagos y que la formación escolar que había recibido en la materia fue por demás precaria.
Fue cuando conocí el mARTadero, en Cochabamba donde vivía, y sus talleres de formación artística, que comencé a decidirme por la literatura. Yo era un aprendiz de médico que pasaba sus clases de semiología y farmacología leyendo ficciones en un intento de ampliar mi horizonte literario. Era el prospecto de un psiquiatra frustrado que escribiría libros esperpénticos que no serían ni buena literatura ni ciencia médica.
Y fui rescatado por los talleres de escritura que se daban en el centro cultural que otrora había estado destinado al sacrificio.
Fue así que conocí a Mille, a quien admiro mucho, a Roberto o a Paty, por nombrar a algunos de los jóvenes de entonces que hoy por hoy le seguimos apostando a este baile. Fue así también que conocí a Gabriel Llanos y Aldo Medinaceli, los primeros gurús, estudiantes de la Carrera que llegaban desde La Paz para compartir sus conocimientos. Aquellas veces ambos llevaban adelante el proyecto editorial de Yerba Mala Cartonera, y en su proceso de expansión habían concretado una relación de intercambio con el encargado del área de literatura del mARTadero, el poeta/profeta chileno Juan Malebrán.
Aldo y Gabriel, que también alumnos de Adolfo, me presentaron al maestro. No físicamente, pero sí como un pilar importante de eso que debía conocer si quería ser escritor: la literatura boliviana. Emocionado por los conocimientos que iba adquiriendo, en la feria del libro de Cochabamba del año 2009 compré, del stand de la extinta editorial Gente Común, uno de los últimos ejemplares de la segunda edición de Periférica Blvd., años antes de convertirme en un experto vendedor de periféricas.
Quedé fascinado. No tenía idea de que se podía hacer algo así: usar el lenguaje cual plastilina, dibujos que son parte de la narración y no un paratexto, jugar con el orden de las posibilidades policiales, personajes y escenarios cerrados herméticamente en lo local, y el retrato grotesco del margen y de la noche paceña.
Tras la lectura, y con la misma sensación que te deja el final de las grandes historias, intenté engañar a la necesidad que sentía de nutrirme de esa literatura leyendo cada letra en la portada, lomo, contratapa, soplas y carátulas. Quería diseccionar todo en el libro.
En la solapa de la portada, de acuerdo a las normas de estilo de Gente Común, una pequeña biografía que en el caso de Adolfo concluía anunciando la profecía de una obra inconclusa: Tiene en preparación la novela Domi de nadies, a publicarse en esta misma casa editorial. Novela que seguiremos esperando. En la parte inferior de la solapa una fotografía del autor con mucho contraste y una saturación de colores que marcan su rubicundez natural y el gris amostazado de su brava y bigote, mezcla del tono natural, del tono de las canas y de la huella de nicotina. Debajo la foto, en letras aún más menudas, el crédito correspondiente: Marcel Ramírez.
Algunos años más adelante, después de haber decidido dejarlo todo para reiniciar una vida en la literatura, viviendo en La Paz, estando ya en la Carrera y siendo un universitario en edad de hombre que debería ser autosuficiente, conseguí un pequeño trabajo eventual vendiendo libros en el stand de una editorial durante la FIL.
La Feria Internacional del Libro de La Paz del año 2012, desarrollada en el Círculo de Oficiales del Ejército sería, oficialmente, el último año de existencia de la editorial Gente Común, lugar al que había llegado como la pareja de la conocida de alguien. Marcel Ramírez, uno de los socios de la empresa, me dijo que querían gente —común, ja ja— que disfrute la lectura, le entusiasme la literatura boliviana y transmita interés y emoción. Mi descripción de trabajo ideal. Siempre había detestado trabajar en ventas, pero con libros la cosa era diferente. Me salía como la charla con un amigo, como la recomendación a un compañero… Como si me tratara de un sommelier recomendando maridajes.
Marcel me preguntó si había leído Periférica Blvd, libro que estaba por terminar su tercera edición, y pude explayarme proponiendo lecturas con mis limitadas herramientas de interpretación. Tuve la enorme fortuna de conocer a Marcel Ramírez esa feria del libro y hacerme su amigo. Congeniamos bien. Es fácil hacerlo con Marcel, es amable, divertido y de buena conversación: al final de cuentas, es cochabambino.
Trabajé los años siguientes junto a Marcel, primero en ferias de libro, mientras iba consolidando la Editorial 3600 y luego fui parte oficial de las planillas de esta empresa por unos años. Un tiempo altamente nutritivo para crecer en conocimientos y contactos y por ello estoy infinitamente agradecido con Marcel, el mejor jefe que se puede tener — “compañero de trabajo”, corregiría él—. Fruto de este afecto recíproco, hace algunos años, en un ataque cobarde y anónimo me señalaron como el ahijado de Marcel, cosa que, siendo sincero, me resultó grata y me hizo sonreír.
A Marcel también le debo haber conocido a Adolfo aquella FIL 2012, cuando por primera vez viví aquello que sería una constante varios años durante los vendavales feriales: la llegada de Adolfo, acompañado de Sonia, su esposa, en el momento de más estrés a hacerlo todo más llevadero, a bajarlo todo a su ritmo parsimonioso y su tono de voz que parece susurrar a pesar de ser fuerte. Adolfo arrostraba la cola de lectores, domados como una serpiente ante un faquir rubio y bajito, y uno a uno estrechaba la mano, saludaba amablemente y firmaba los libros, señalando que estos se iban con el afecto de Adolfo Cárdenas.
Mientras, Sonia siempre enamorada, siempre divertida con el afán ferial nos entretenía con anécdotas o traía para nosotros algún refrigerio. Y eso constituyó una amistad que me permitió aprender del maestro fuera de la Carrera, y me permitió conocer a personas maravillosas por las que siento mucha gratitud.
Cada año que trabajé en 3600, la presencia de Adolfo saturaba de gente nuestro pequeño stand, ya sea presentando nuevos libros o reediciones. Y siempre me sentí el mejor vendedor de Periféricas del mundo.