Un momento de iluminación
Asistíamos religiosamente al taller de dirección los viernes. Llegar hasta la zona sur desde el otro lado de la ciudad era todo un periplo que me ayudaba a repasar los detalles de la obra: crescendos, acentos, el carácter. La altura del teleférico permitía ver el horizonte en pleno, el nuevo mundo que vio Dvořák al arribar a Nueva York se encontraba frente a mí, ardiente con la puesta de sol a las seis de la tarde. Todo para llegar y sentirse niño y ridículo, tratando de darle sentido a los movimientos que hacía frente a todos, rojo de vergüenza mientras me veía la fagotista más simpática.
Imaginarse la orquesta frente a uno era todo un ejercicio de creatividad y parte fundamental del taller, donde la música debía emerger de nuestro lenguaje corporal mientras nada sonaba delante nuestro. Tal vez mi codo confundiría a los violinistas, o mi respiración fuera de tiempo podría atorar al oboísta; una hipersensibilidad momentánea nos permitía prepararnos para la arena, solo faltaba darse cuenta de si los leones serían los músicos o uno mismo; por si las dudas era mejor ser víctima y victimario.
La obra tenía un toque sentimental para mí, era la favorita de mi viejo y estaba muy ligada a mi adolescencia. La disciplina férrea, lo sagrado en la música y la severa imagen paterna que me dominó desde mis catorce años estaban plasmadas desde las primeras notas, gentiles pero imponentes, del primer movimiento. Plasmarlo todo con la batuta y sin sentimentalismos que nublaran la vista no era tarea fácil, se necesitaba disciplina y ética de psicoanalista, mucha decisión y hasta un porte de torero. ¿Torero? “Nosotros pasamos y las obras maestras quedan”. Así cerró el taller del viernes, magnánimo y contundente.
Recuerdo perfectamente que era un sábado, agosto del 2002. Doce años, tímido como soy, solía ponerme nervioso por cualquier acontecimiento, más aún entrando al Teatro Municipal, donde pude ver toda la circunstancia que rodeaba al evento. La ópera no había sido cualquier cosa. Aún siento en mis manos la madera del anfiteatro, repasar el programa con fotos pintudas y biografías imponentes, ¡la trama tenía toreros y terminaba con un asesinato! ¡Qué jodido!
Chicos con sus delicadas chompas tejidas pinteaban en los balcones y muchachas simpáticas se acomodaban en los palcos, mientras algunos señores buscaban lentamente su butaca en platea. Aumentaba el murmullo con un extraño acompañamiento musical que venía del subsuelo; a los músicos no parecía importarles el público. Después de unas palabras salidas de los altavoces, una oscuridad ritual inundó la sala, al tiempo que un espacio brillaba delante del telón. Fueron segundos de tensión en los que no tenía idea de qué iba a suceder, hasta que emergió una persona que, con mirada amenazante, extrema confianza y sutil sonrisa, respondió al furioso aplauso con un ligero movimiento de cabeza, se dio vuelta hacia los músicos y, con porte de matador, dio inicio a todo.
Las palabras no alcanzan para explicar qué sucedió. Sentí los primeros compases de la obertura como una vorágine violenta de emociones, mientras veía cómo la música parecía emerger mágicamente del cuerpo del director, como un campo magnético que hacía confluir todos los sonidos a través de su cuerpo, llenando la oscuridad de colores, transformando el aire, el espacio, a mí. Fue en ese incómodo asiento de anfiteatro donde mi vida cambió para siempre: saber qué se necesitaba para transformar así el aire se convirtió en una necesidad vital, un requisito de vida, tal vez una iluminación.
“Fuerza”, “decisión”, “arco subiendo”, “un poco cursi”, “sábado gigante” llenaba mi partitura con indicaciones que solo tenían sentido para mí. Si servían para que la orquesta sonara mejor, ¡bienvenidas! El largo proceso de preparar la obra tenía su carga de hermosura y tedio. Estudiar la música, juntar a los músicos, coordinar ensayos, asistir al coro, fijar tempos y carácter, debatir conceptos… Una marea de tareas que desembocaba en una sola. De tantas vueltas y repasos, las hojas de la partitura comenzaron a desgastarse y adquirir una sombra negra, como si nuestra alma pasara por un proceso de purificación a través de la música. ¿Cuántas veces habré hojeado la partitura tratando de encontrar sentido al lamento de Canio? ¿Cuántos directores habrán sufrido, como yo, con el accelerando del final, cuando la risa, el llanto y la muerte se amalgaman en una sola melodía que pone fin al sufrimiento del payaso, la muerte como purificación?
Los ejercicios mudos, los movimientos ridículos y toda la creatividad entrenada se pusieron a prueba en el ensayo general. Era necesario que el director evalúe la acústica, así que tuve que, literalmente, saltar sobre el podio en medio ensayo. Segundos de tensión antes de levantar la batuta percibí un movimiento en anfiteatro, mismo lugar y oscuridad ritual. “¡Obertura!” resonó desde lo alto, como si tuviera un eco de 17 años. Miré a los músicos y, en un momento de afinidad total, me sentí en casa.