De qué hablamos cuando hablamos de extrañar

En una crónica sobre migración, la autora Laura Valentina Saavedra explora las complejidades de vivir en el extranjero como un millennial boliviano. A través de varias historias, se abordan los sentimientos de nostalgia, desconexión y pérdida que acompañan la experiencia de emigrar por razones académicas o laborales, así como los desafíos y alegrías de adaptarse a una nueva cultura.
Editado por : Juan Pablo Gutiérrez

La generación millennial le tiene miedo a las llamadas telefónicas. Salvo algunas excepciones, esta es una regla que ha prevalecido al momento de comunicarnos, siendo los mensajes de texto, las notas de voz (en casos especiales), los emojis o las imágenes sin contexto nuestro mejor conducto para saber de las personas que nos interesan y a quienes queremos.

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Una generación para la que es difícil admitir abiertamente la soledad y la nostalgia. / Fotografía: Kevin Leconte (PxHere).

Esta es la razón por la que, cuando recibimos un mensaje que dice “¿Te puedo llamar?”, se gatilla una especie de ansiedad reservada solo para nosotros. No pensamos, inicialmente, en que alguien quiera llamar solo para escuchar nuestra voz o saber cómo estamos. La tendencia es ir hacia la opción más dramática: ¿Habrá pasado algo? ¿Serán malas noticias? ¿Qué puede ser tan importante que no se pueda escribir?
Esta crónica inicia con esa pregunta.

Nicole lleva casi un año fuera de Bolivia, en España, y como muchos viajeros contemporáneos su motivo inicial para partir fue totalmente académico. Ella comenta que ha vivido muchas cosas desde su llegada, experiencias que son más típicas de unas vacaciones que de una residencia en el extranjero: conciertos, viajes, visitas a museos y sitios históricos. Generalmente son las primeras semanas o los primeros meses que se vive la emigración como una aventura llena de adrenalina y emoción. Esta es la parte ‘bonita’ que nos cuentan los amigos en las llamadas inesperadas. Lo que no es tan bonito se habla justo después del silencio que antecede al “Te extraño” o “los extraño” o “extraño mi casa”.

A veces no se extraña nada. Carlos Miguel está a un par de años de cumplir diez viviendo en Alemania. Durante esos años estuvo inmerso en el trabajo y el estudio, cumpliendo con horarios y fechas límite de presentación de informes y artículos que, además, deberían estar redactados en otro idioma que no es su lengua nativa. Quizá por esto es que no me sorprendió que me respondiera, al menos inicialmente y con un toque de humor, que no tiene tiempo para extrañar nada.

Emigrar por razones académicas es, tal vez, el modo más sencillo de no sufrir con la nostalgia del hogar o el amartelo de nuestra familia o nuestros amigos. Los cursos, diplomados, posgrados se convierten en una suerte de anestesia que nos permite desconectar momentáneamente de esa raíz latente que nos llama a pensar en el lugar del que vinimos. Tenemos nuevas responsabilidades y, en muchos casos, la presión de adaptarnos a un entorno que se mueve más rápido, más eficiente y más frío que el que solíamos tener en casa.

Rhayza tuvo la oportunidad de asistir temporalmente a un curso intensivo en el Perú. Sin embargo, sus motivos no fueron simplemente académicos, pues hasta antes de partir, ella había sentido que en su entorno laboral y estudiantil estaba siendo subestimada y que, sin importar sus esfuerzos, el objetivo de ser una buena profesional era cada vez más lejano. Ella no se daba cuenta en ese entonces que, de cierto modo, estaba huyendo.

Emigrar porque no nos sentimos útiles en nuestra tierra es, sin duda, el modo más doloroso de extrañar nuestro hogar. Isabel se marchó hace tres años a Estados Unidos, al no conseguir un trabajo adecuado para sus capacidades y tras toparse durante mucho tiempo con obstáculos burocráticos y de idiosincrasia que le impidieron emprender como hubiera querido. Antes de irse ella comentó haberse sentido muy mayor para comenzar de nuevo en su propio país.

Llegó sola, con la ventaja de poder comunicarse bien en el idioma local, pasó un par de meses probando y buscando encontrar un lugar donde pueda sentirse bienvenida. Halló ese lugar junto a otros migrantes, pese a esa compañía, relata que estos últimos tres años han sido los más difíciles, lejos de su esposo y su hija.

Un común acuerdo silencioso entre todos los migrantes bolivianos es el alivio que sienten estando lejos de los conflictos sociales que, dicho sea, no son exclusivos de nuestro país, sino de Latinoamérica en general. La seguridad de no perder horas de trabajo, transporte o clases suele ser más acogedora afuera que la incertidumbre política que parece agazaparse sobre el sur.

–Me siento tranquila por esa parte, pero a la vez me preocupo porque mis papás y mi hermano siguen allí, y son ellos quienes viven allá –comenta Nicole tras hablar acerca de lo que no extraña de Bolivia. También cuenta que, a pesar de conocer personas nuevas, la amistad es muy distinta a la que se vive acá, donde a pesar de las responsabilidades, nuestras agendas siempre guardan un espacio extra para un café o un paseo espontáneo donde podamos hablar con nuestros amigos acerca de las últimas novedades, chismes o simplemente desahogos. Extraña a sus amigos y la libertad de poder salir y pasar el tiempo acompañada, sin trabajo o estudios de por medio.

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La emigración: un viaje de aventura y emociones encontradas. / Fotografía: Emphoka (Flickr).

Carlos Miguel manifiesta en sus palabras que hacer amigos siendo adulto es muy diferente a hacer amigos en la niñez, la adolescencia o incluso la juventud temprana (los primeros años universitarios). Él observa que, en su nuevo entorno, los grupos de amigos tienen esa conexión y que, aunque ese es su nuevo hogar, jamás va a vivir lo mismo con ellos, pues no creció allí.
–Podría decir que eso es lo que más extraño –dice, convirtiéndose en la excepción a su primera respuesta.

Félix tuvo la oportunidad de emigrar a Ucrania cuando era adolescente. También contó con la oportunidad de viajar por largos periodos de tiempo y regresar a su hogar, de modo que pudo asimilar mejor las despedidas y el anhelo de la familia. De hecho, él conoció a quien sería su esposa durante uno de esos viajes, por lo que no vivió la experiencia de alejarse de un hogar formado, sino que lo construyó en el camino.

Visita Bolivia en ocasiones especiales y con un espacio de tres a cinco años. Su familia (que es tradicionalmente más extensa) reside en Cochabamba, y ellos lo esperan siempre con los brazos abiertos, mucha comida y un itinerario de actividades que ocupan casi todo el tiempo que él y su familia pasan allá.

Al preguntarle si acaso durante esos viajes se siente más como un extranjero en su propia tierra, responde que esa inquietud nunca se le había presentado.

–Ellos (su familia) me hacen sentir como si el tiempo no pasara –cuenta, afirmando que a pesar de las diferencias culturales evidentes entre Bolivia y el país donde ahora vive son notorias, la calidez que se siente al regresar proviene de las personas y no así del lugar como un espacio inanimado.

–Aprendí mucho durante el curso que tomé afuera. Me di cuenta de que, para ser una buena profesional y científica, primero debemos ser buenas personas, y que hace falta inspirar a muchas personas del mismo modo, hacerles entender que nuestro trabajo va más allá que las paredes de un aula –es el aprendizaje que nos comparte Rhayza, recordando con cariño aquella experiencia y cumpliendo actualmente con sus palabras, pues regresó a Bolivia con renovada energía.

Regresar suele ser la incógnita más grande para todos aquellos que eligieron quedarse afuera. Nicole expresa que aún le faltan objetivos por cumplir allá y está motivada a conseguirlos. Carlos Miguel ha establecido un nuevo hogar para sí mismo y su trabajo. Félix ni siquiera debe enfrentarse a la posibilidad de un retorno cuando su familia se ha convertido en sus nuevas raíces. Isabel espera que su familia se una a su aventura, estén en donde estén.

Cuando la añoranza nos hace preguntar “¿Te puedo llamar?”, no hay ningún motivo para creer que estamos más cerca de nuestros seres queridos a través de mensajes de texto, emojis o notas de voz. Hace falta escucharnos, reír, llorar, incluso vernos a través de la pantalla tal como somos para que la distancia que existe entre nosotros se mida únicamente en kilómetros, y no en silencios.

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