Desplumando al pajarraco: Condorito y el añejamiento boomer

¿Vale la pena aferrarse a los productos de cultura popular que consumíamos en nuestra infancia? Mejor, ¿vale la pena situarlos en un altar, lejos de cualquier mirada crítica que pudiera “dañarlos” y estropear así nuestros mejores recuerdos infantiles? ¿No será más bien que la necesidad de mantener incólumes dichos productos no está relacionada con preservar las sensaciones que recordamos? ¿Con la seguridad, el amor filial, las certezas que poco a poco van desapareciendo, a medida que la madurez nos va alcanzando? En este texto, Adrián Nieve se permite introducir el dedo en la herida de la memoria, poniendo en conflicto una nueva lectura a un producto como Condorito, la tira cómica que varias generaciones conocieron y leyeron durante la infancia (y quizás también un poquito después).
Editado por : Lourdes Reynaga

"La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio logramos sobrellevar el pasado".
-Gabriel García Márquez

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La página Pollo Espacial ha conseguido popularizar imágenes no tan típicas de Condorito. / Fuente: Pollo Espacial

Cuando mi tía dijo esas cosas tan jodidas sobre su hijo —las que después negaría sin sangre en la cara—, no podía imaginar que lo que más extrañaría de ese lado de la familia sería su colección de Condorito.

Bueno, no era una colección como tal, digamos que eran cuatro tomos gordísimos (que contenían varias revistas de los años cincuenta a los setenta), además de otras revistas sueltas, más modernas, desperdigadas en uno de los roperos de la casa. Desde chiquito, me acostumbré a asaltarlo, ni bien llegaba de visita, pues los habitantes de Pelotillehue eran como un grupo de amigos a los que me gustaba escuchar, ahí en la casa de mis tíos, cuando todavía no sabíamos que nos íbamos a terminar odiando. 

Me acordé —de la tía, de mi infancia, de Condorito— hace algunas semanas, riéndome a carcajadas con las publicaciones de la página de Facebook Pollo Espacial y grupos de contenido parecido, donde se burlan de lo alzados que pueden llegar a ser los y las fans que “se criaron leyendo Condorito” y lo funable que es el pajarraco hoy en día.

Sí, funable, es decir, cancelable; es decir, escrachable; es decir, “ok, boomer”; es decir, “acusar a una persona en redes sociales, generalmente por cuestiones como chistes sexistas, racistas y/o políticamente incorrectos. También puede incluir acusaciones sobre delitos reales”.

Condorito y Mafalda fueron mis primeros contactos con el mundo de las historietas. Los leo desde que tengo seis, cuando no entendía casi ninguno de los chistes, pero me encariñaba con los personajes. Condorito es como una sitcom mala, no es que te haga reír, sino que quieres la compañía de los personajes que por equis o zeta motivo te cayeron bien. Es cómodo y simple, la clase de producto que puedes disfrutar cuando deseas apagar el cerebro o estás de chaqui. Algo así como una maratón de Rápido y Furioso

¿Era de verdad tan funable el pajarraco? No lo recordaba así, pero luego me daría cuenta que es cierto nomás eso de que tarde o temprano caes en la trampa de la que hablaba García Márquez en El amor en los tiempos del cólera: la memoria del corazón, ese sesgo que te hace olvidar lo malo y magnificar lo bueno. 

Y es que para mí, Condorito era llegar a la casa de mis tíos para almorzar con mi tía, una señora sonriente, bien arreglada, con una biblioteca llena de libros que no leía, pero que obviamente presumía, y también con mi tío, un señor flaco, con el ceño tan fruncido como ano de machirulo en un desfile LGBT, un ingeniero o arquitecto (no me acuerdo), muy “hombre” y de nariz prominente y algo colorada. 

Para mí, Condorito era ir a esa casa y dormirme tarde, ver televisión por cable casi sin control, era comer pan con queso fundido en microondas, pasear en auto, jugar con la compu de mi primo, era tener una sensación de familia grande, de esas que por lo general solo veía en la televisión.

Pero también era escuchar a este tío hablar, riendo con la boca llena, de cuánto odiaba al Evo y que la gran solución que él tenía para los problemas del país era “juntar a todos los indios para asesinarlos con una metralleta”. Era ver cómo mi tía podía hablar suave y hasta reilonamente, pero cuando la trabajadora del hogar cometía un error, esa misma voz se transformaba en un agudo grito energúmeno cargado de humillaciones. 

Para mí Condorito era escucharlos y no decir nada, porque tienes que amar a tu familia, porque igual los quería de verdad, porque ya mi mamá se había encargado de hacerme de la zurda más que diestro. Era creer que, pese a todo, en el fondo, de seguro eran buenos y que igual tendría toda la tarde para olvidarme de sus ideas, echado en el sillón de la soleada sala, leyendo Condorito hasta el hartazgo. Pero como ya no me acuerdo de ningún maldito chiste del pajarraco, me bajé la colección entera de internet para comprobar qué tan funable era.

Hubo un tiempo, “cuando todo esto era monte”, en que para leer la historieta que René “Pepo” Ríos creó en agosto de 1949, nada más tenías que ir a una peluquería o a un puesto de periódicos en cualquier rincón de Latinoamérica. Esto porque, desde los años cincuenta hasta mediados de los noventa, Condorito se hizo, junto a Mafalda, la historieta latinoamericana más famosa del mundo. 

Ahora hay puras barberías hipster y estilistas carísimos donde la gente espera mirando su celular. Y, aunque algunos de los pocos puestos de periódico que quedan venden las más recientes entregas de Condorito, ya las portadas —pseudo homenajes a franquicias famosas del momento— anuncian que desde hace años Condorito no tiene nada bueno o nuevo que ofrecer. Exceptuando al Pollo Espacial y todas sus otras reinvenciones modernas en redes sociales, en las que, usando el spanglish, leemos a un Condorito depravado y grotesco. O sea, una caricatura de lo que los boomers conservadores son para las nuevas generaciones.

Cuenta la historia oficial que a Pepo se le ocurrió la idea de un pájaro antropomorfo chileno después de ver una película de Disney en la que a Chile la representaba un avioncito antropomorfo que ni cruzar la cordillera de los Andes podía. En un arranque de patriotismo diseñó a Condorito y lo llamó “una representación del chileno promedio”.

Y, de hecho, en sus primeras tiras, Condorito era un roto, es decir, un citadino pobre pero astuto, un huaso chileno que nació cuando la migración campo-ciudad en ese país era un tema muy fuerte. En términos bolivianos podría decirse que Condorito era un cholo, ese migrante del campo al que la ciudad transforma, uno de alta viveza criolla que en su primera versión vestía manta de huaso y ojotas, siempre fumando un cigarrillo, sobreviviendo a la ciudad a punta de ingenio. 

Poco a poco se fue desplumando el pajarraco. Perdió la manta, el plumaje del cuello, se hizo más alto, su pico se acortó y su rostro se redondeó, hasta que quedó tal como lo conocemos ahora, todo complementado por un universo que construyó Pepo a lo largo de los años, con personajes como Yayita, don Chuma, Coné, entre otros más que habitan Pelotillehue, una ciudad semi rural, ubicada entre Cumpeo y Buenas Peras, en cuyas paredes se suele leer un ocasional “muera el roto Quezada”, donde la gente dice “reflauta” y se mantienen informados leyendo El Hocicón —“diario pobre, pero honrado”, fundado el 15 de noviembre de 1943—, o se chupan en el bar El Tufo, etcétera.

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Las onomatopeyas que el cómic ha provisto a la cultura pop, enriquecen la expresividad comunicativa del lenguaje. / Imagen: Pepo

Y, mientras tanto, en el mundo real, Condorito se convirtió en un emblema chileno, un personaje tan leído que terminó siendo adoptado por las conservadoras autoridades chilenas, incluyendo las de la dictadura de ese país, cuya propuesta cultural era mostrarse como los restauradores de la cultura nacional exaltando la “chilenidad”. Se mostraba el mundo rural, alejándolo de lo político, y limitándolo al folklore. Algo como lo que la ministra de culturas Sabina Orellana hace en Bolivia hoy en día. 

La gente de Pinochet vio el humor blanco de Condorito —es decir, el tipo de humor que supuestamente no tiene connotaciones negativas de ningún tipo— como el vehículo perfecto para distraer a la gente. Por eso se aseguraron de utilizar al pajarraco en sus campañas, vistiéndolo de carabinero o de ciudadano colaborador. Condorito era parte de ese grupo de hombres, la mayoría milicos derechistas y conservadores, que tenían el poder absoluto y decidían qué era sano para la sociedad chilena.

Sí, era poderoso el pajarraco, lo cual no evitó que, en 2019, 70 años después de su primera aparición, la editorial Televisa en Chile decidiera cancelar su publicación, poniendo fin a un negocio en el que, en algún punto, se vendían más de 1369 millones de unidades por año. Pero, tal como dijo Gonzalo Oyanedel, uno de los escritores de Condorito, la cancelación de la revista era “una crónica de una muerte anunciada”, no solo porque los chistes boomers no envejecieron bien, sino porque la aparición de los medios digitales redujo el consumo del papel, cercenando los ingresos de lo que antes era una suerte de institución rentable. Pregúntenle por sus crisis económicas a los periódicos, algo parecido les pasó.

Ahora tener en físico lo que podrías tener en digital es una suerte de fetiche para ricachones. Aparte de que en el celular te pueden llegar tantas cosas diferentes, que no tienes que quedarte solo con Condorito. Diablos, ni siquiera tienes que leer.

¡Plop!

Y aunque hay gente que apunta al retorno del pajarraco, esa misma gente odiaría verlo reinventado y actualizado para esta época. De hecho, eso ya pasó y no funcionó. Nada más hay que ver ese bodrio de película que salió en 2019. Un filme que no tiene nada que brindar, que es tan genérico que puedes contar la misma historia con otros personajes. Claro que, si lo hubieran hecho más leal al original, los cancelaban sin mucho trámite. 

Ahora, nunca vi a mi tío leer nada, mucho menos un Condorito. Sin embargo, los tenía, así que supongo que alguna vez leyó por lo menos uno. Tampoco recuerdo bien sus charlas, más allá de sus letanías contra “los indios ignorantes”, pero sí recuerdo que se reía burlonamente de casi todo lo que encontraba diferente. Las veces que se me escapaba cuestionar su derechismo, la respuesta era funarme con un chiste y una risa burlona. Y si insistía con mi indignación, entonces me recordaba que él era la autoridad arguyendo que seguro mi mamá no me educaba y por eso yo era un malcriado. Ahí realmente me enojaba y me quedaba triste, terminaba de comer en silencio, esperando a que mi tío se levantara porque sabía que, en la sobremesa, mis primas me consolarían y mi tía aprovecharía de llamar “loco” a su marido, vengándose un poco de tener que depender económicamente de un hombre tan cortante que también le era infiel. 

Típico estereotipo de matrimonio boomer.

Si es que siguen vivos, mis tíos deben tener más o menos la edad de Condorito. No es descabellado pensar que se criaron como él, en un mundo donde los locos tienen ojitos en espiral, los borrachos hipan cómicamente, la gente de otros países son estereotipos racistas, como el famoso Titikako, en el que la mujer es más una fotocopiadora que una persona y todo lo relacionado a lo rural es ignorante.

Ellos vivieron esos tiempos en que Condorito rescataba la “viveza criolla” y la volvía su mayor virtud para que las diferentes clases sociales chilenas sonrían con este huaso, este cholo, este sobreviviente urbano que en la vida cotidiana las clases altas habrían rechazado. Todo para que años después, no solo fuera funable por las nuevas generaciones, sino que gente como mi tío, esos que dicen “a este país le hace falta una dictadura” y desde Bolivia admiran a Pinochet, defiendan al pajarraco cuando lo cierto es que, si hubieran conocido a Condorito en la vida real, se lo habrían imaginado lleno de agujeros de metralleta.

Es más, releyendo Condorito, hago parecer a mis tíos a una suerte de emparejamiento entre Pepe Cortisona y la mujer de Garganta de Lata. Un par de pijes conservadores que se olvidaban que todos los bolivianos descendemos del mismo árbol originario, que se impusieron el deber de ser la familia modelo en una dinastía de hermanos criados para callar lo que piensan y sienten. Sí, mis tíos estaban empecinados en posar como los líderes de una familia rota que, cuando murió mi abuelita —esa última hebra que nos mantenía unidos—, recién nos juntamos para por fin romper el silencio y que los hermanos pudieran decirse todo lo que les dolía y molestaba los unos de los otros. 

(Suena Infra Red de Placebo en algún lugar)

Claro que ahí fue cuando mi tía, olvidándose de la prudencia y del qué dirán, por un instante liberada del condoro de su esposo, por fin dejó de ser una señora boomer y conectó con su familia. Alivió tensiones, expresó frustraciones y, en el momento más crítico, cuando menos máscaras había, sucedió lo “imperdonable”: confesó algo así como que a ella y a mi tío les daba rabia que su yerno fuera un entusiasta lenguacafé mientras que su hijo, su propio primogénito, estuviera tan ensimismado en su flamante esposa —“¡una divorciada!” que para colmo venía con wawa del matrimonio previo— que ya no tenía tiempo de besar el suelo que ellos pisaban. 

Palabras más, palabras menos.

Todo esto fue dicho en un momento crudo, bastante real, y con una vulnerabilidad que abrió las puertas a que, después de tantos años, comenzase una nueva forma de unión familiar. Claro que ella echaría todo al caño al día siguiente, azuzada por el saco de plomo de su esposo, alegando que seguro nosotros la habíamos engañado para decir esas cosas tan terribles sobre su hijo y que, si decíamos lo que sea, lo iba a negar.

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La vinculación de Condorito con un determinado sector del poder en turno en Chile es un aspecto sobre el que vale la pena detenerse. / Ph: Condorito 25 años

¡Exijo una maldita explicación!

En fin. Lo admito, me dolió perder a mis tíos, pero más me jodió el hecho de que el que se le haya soltado la lengua a mi tía haya sido suficiente razón para que, a su manera, me funen. Eso se sintió como una traición, como si todo ese cariño de la infancia fuera una mentira tan frágil como ego de machirulo. 

Pero entonces, desplumando al pajarraco, entendí que ellos actuaron según los parámetros de sus certezas. Que todos los boomers, fanáticos o no de Condorito, lo hacen. Que un día lo haremos los millenials, y al otro los centennials, y que es muy humano esto de funar la realidad que no queremos aceptar. 

Pregúntenle a los que, hace poco, censuraron a Roald Dahl. Ese algo que interfiere con la seguridad de nuestras certezas arde y, para volver a la calma de una vida sin cuestionamientos ni dudas, hay gente capaz de negar palabras, o encerrar a sus hijos, o matar a sus padres, o defender el mal añejamiento de Condorito en redes sociales.

Releer todo Condorito, bueno, casi todo Condorito, no solo me ayudó a entender que esa “memoria del corazón” de la que hablaba el Gabo se aplicaba a esta mi familia quebrada, sino también a los personajes que conocimos en nuestra infancia. Que no porque algo haya sido genial en ese entonces, ahora nosotros no podamos mirarlo con otros ojos.

Porque incluso este pajarraco cambió. En algún punto dejó de ser chileno, luego sudamericano, para convertirse en un ciudadano del mundo que trata de hacer reír con los mismos chistes que le trajeron éxito hace setenta años. Y, como sucede con los viejitos más tradicionalistas, el humor de la revista se quedó tan estático que después tuvo que enfrentar la realidad de que cambia, todo cambia. Y así se hizo evidente que su humor no es pícaro, sino sexista, escrito por y para hombres “bien hombrecitos”, donde las mujeres malas son feas y gordas y las mujeres buenas son tontas e imposiblemente hermosas, con la geometría porno que no estaba tan presente en los inicios del pajarraco, pero que se fue volviendo más y más central a medida que pasaban los años.

No solo eso. También podríamos hablar del racismo y la estereotipificación que los boomers encuentran inofensiva y que ofende tanto a los centenialls y algunos millenials. Podríamos hablar del clasismo en la mirada de los escritores de Condorito, de qué significa que este campeón del derechismo ahora aparezca tratando de enarbolar causas progres y modernas. No sé, escojan de qué quieren ofenderse.

Pero la idea no es ofenderse. Eso no nos hace mejores que los boomers que se justifican diciendo que vienen de otra época o de los progres locos que son bullies con la gente que juega un videojuego de Harry Potter. Funar al pajarraco es tan útil como soplar al cielo para que no llueva.

Mejor está lo que hacen Pollo Espacial y Condorito Plopposting en redes sociales: reinventar este humor que no envejeció bien y reírnos de su incorrectitud en lugar de censurarlos. Porque al final es nomás como decía el comediante George Carlin —el mejor boomer de la historia, el que no importa cuánto tiempo pase sigue siendo gracioso y certero como nadie—: buena o mala, la comedia está ahí para definir dónde está la línea entre lo correcto e incorrecto y cruzarla deliberadamente. 

Funar, en cambio, es censurar cuando es tan extremo como hacen los progres más fachos de ahora como María Clemente García. Y sí, hay gente como Kanye West o Luis Fernando Camacho que dicen mucha basura peligrosa y que no merece que les demos atención, pero que igual la obtienen de gente dispuesta a formar una moderna Santa Inquisición. 

Tal vez funar a cretinos como el pajarraco o a mi tío es darles tanto poder como el que les dan sus seguidores. Quizás funar no ayuda a que pensemos en formas de superar a esta gente idiota. A lo mejor funar también hace que nos perdamos de gente como George Carlin, un tipo que habría sido muy funado en estos tiempos que corren.  

¿Para qué perder el tiempo tratando de censurar a todos los boomers y generación x e incluso millenials que no quieren que nada cambie y siguen rumiando nostalgias? El tiempo ya los matará por inercia. ¿Por qué perdonarle lo imperdonable a gente que comparte sangre contigo? La memoria del corazón no tiene por qué hacerte creer que vale la pena poner la otra mejilla. ¿Qué de malo tiene maratonear Rápidos y Furiosos o releer Condorito? Nada, salvo que te lo tomes de ejemplo, o lo hagas para no ver otras cosas que por alguna brecha generacional no entiendes del todo.

Los del Pollo Espacial lo intuyen, George Carlin directamente lo entendió: lo peor de Dios es su club de fans, no tanto Dios en sí mismo.

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