Encuentros cercanos del Tercer Anillo

A veces la vida fluye mientras uno flota, o al menos esa es la sensación que podría dejarte este texto de Natalia Chávez, en el que la seguimos durante un día aparentemente común en Santa Cruz, en compañía de un par de amigos y sus pensamientos, su mundo interno, el flujo de quién es.
Editado por : Adrián Nieve

Estaba en el auto de Mariana con su novio Luis, ella manejaba y yo iba atrás. Íbamos camino a almorzar en el Patio Design Center, uno de los seis shoppings grandes y con aire acondicionado que abrieron en Santa Cruz en los últimos diez años. Hablábamos de cómo usar aceite de coco para el cabello. Luis tenía mucha más experiencia e información al respecto que nosotras y nos decía que él se ponía una cucharadita en las manos y las frotaba hasta hacerlo bien líquido, se lo pasaba con un masaje en el cuero cabelludo y se lo dejaba durante la noche. Por la ventana a mi derecha, veía toda la barda del zoológico de Santa Cruz. Pensé: “¿Qué estarán haciendo los monos araña?” Y también recordé que una vez el tráfico se detuvo en esa parte del Tercer Anillo porque había un oso perezoso tratando de cruzar, arrastrándose sobre el asfalto, que me dejó una imagen horrible de su panza en carne viva. 

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“El viaje post-banquete sobre el Tercer Anillo trae consigo nuevos paisajes: en todos los vehículos a nuestro alrededor, veo personas con la cara tensionada y la mirada en blanco.” / Fuente: Wikimedia

Si yo hubiera sido ese oso, no sé si hubiera abrazado o rasguñado con rabia acumulada durante generaciones a quien se había animado a levantarme y llevarme a un veterinario para curarme y llevarme de vuelta al zoológico del que había intentado escaparme. No sé.

Volví a la conversación de dentro de la cabina del auto de Mariana. Ella y Luis ya estaban hablando de otro tema, una piscina que iban a construir en su casa. Contaban de un tratamiento nuevo para el agua; en vez de utilizar cloro y químicos se usa sal, que tiene un efecto de prevención de bacterias equivalente, etcétera. Para mí era una innovación, así que hice preguntas y dije “¡oh, guau!” un par de veces y con sinceridad. Llegamos a la rotonda de la avenida Busch y los tres miramos hacia la izquierda, donde estaba un hombre acostado en la base del semáforo, su torso en la acera y sus piernas sobre la vía. Se veía desnutrido y sucio, tenía el cabello largo, tieso de grasa y tierra, traía la camisa abierta y pantalones de varias tallas más que la suya. Miraba al cielo. Ni Mariana, ni Luis, ni yo hicimos comentario alguno. Apenas el semáforo cambió a verde y Mariana aceleró, dijo: “¿De qué tienen ganas de comer?” Y yo tuve que buscar mi apetito en un lugar fuera de mí; una dimensión sin paredes, sin piso, sin cielo y sin luz en la que aparecían y desaparecían como burbujas palabras: “CARNE DE RES, PAN, MARACUYÁ, SALSA SOYA, TORTILLA DE MAÍZ, QUESO AZUL, SHITAKE” y otras así que he aprendido a gatillar a propósito como imágenes porque me detonan memorias de sabores en la boca y le dan cierta masa corpórea a mi lengua y a mi estómago. Así es que empiezo a volver a mi cuerpo. Así es que puedo, a la fuerza, tomar esa simulación de estímulo sensorial desde los extremos de sus tentáculos y tratar de trepar hacia ella con todo mi peso, para finalmente salir a la superficie del tanque de vapor en el que empezaba a diluirme. Consigo salir solamente al escuchar mi voz con una respuesta: “Lo que a ustedes se les antoje”, mientras destino la mayor parte de mi energía mental en rellenar mi cuerpo; cayendo dentro de él que se había quedado vacío en el tiempo en que yo braceaba sumergida en esa oscuridad gaseosa de unos segundos atrás. Me encajo en mis piernas, mi torso, mis brazos y mi cabeza; me sé, otra vez, sentada en la parte de atrás del auto de mi amiga que recorre las calles de Santa Cruz, al mediodía de un miércoles de diciembre. 

Estas disociaciones son cada vez más frecuentes. No sé si es que me he vuelto más sensible a la densidad de experiencias asimétricas y deformes de vidas que me rodea. Esa propulsión de la mente hacia afuera de mi cuerpo parece ser un recurso automático de sofocar la estridencia interna. “No sé”, digo, pero lo sé muy bien. Y sé que es culpa mía por dar oído a ciertos discursos. La retórica del bienestar individualista a toda costa se ha propagado como una peste más. La propaganda zen del autocuidado me ha dado infinidad de recursos para desentenderme del mundo.

Llegamos al shopping y escogemos Brasargent, un restaurante especializado en carne a la parrilla que fue, no hace mucho, el foco de una polémica sobre discriminación racial: en marzo de 2022, el músico Matamba estaba sentado para comer en el lugar. Un empleado lo invitó a retirarse porque no estaba vestido, le hicieron saber, “apropiadamente”, que en matemática social simple equivalía a no traer mangas de camisa que cubrieran sus brazos oscuros. Ese otro día con Mariana y Luis, nadie nos pidió que nos retiráramos, incluso cuando ya había llegado la hora de cerrar del restaurante y no nos habíamos dado cuenta de ello por estar hablando de próximos viajes y de series de Netflix. No habíamos notado que los meseros estaban levantando sillas y doblando manteles mientras nos miraban de reojo y, si soy extra honesta, con algo de impotencia. O quizá solo estoy proyectando. Quizá solo me estoy poniendo en el lugar de personas que ganan en un día lo que el comensal paga por un solo plato en ese restaurante. Dejamos buena propina, a modo de disculpa. La transubstantación de la culpa.

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“Me encajo en mis piernas, mi torso, mis brazos y mi cabeza; me sé, otra vez, sentada en la parte de atrás del auto de mi amiga que recorre las calles de Santa Cruz, al mediodía de un miércoles de diciembre”- / Fuente: Wikimedia

Mientras caminábamos por el shopping para ir hacia el estacionamiento de vuelta a nuestra cómoda nave, Luis aminoró la marcha de sus pasos. Se abstrajo en la pantalla de su celular y dejó de participar en la charla. Nos dijo: “Acaban de arrestar a Camacho”. Y nos mostró los videos que le enviaron de la aprehensión -con fuerza, con show- del gobernador electo del departamento cruceño. A partir de ese momento, los celulares de Mariana y Luis se llenan de notificaciones de chats grupales. El miedo comienza a arremolinarse sobre nuestras cabezas. Trato de dimensionar las consecuencias de esto y no puedo; tengo demasiada información de demasiadas categorías inconexas en la cabeza. Relativizo todo hasta suavizar sus bordes. Se me resbalan los hechos de las manos. Caen y explotan como globos llenos de aceite a mis pies y no me muevo ni un solo centímetro. Luis dice que lo mejor es irnos a nuestras casas a resguardarnos por lo que pueda pasar.

El viaje post-banquete sobre el Tercer Anillo trae consigo nuevos paisajes: en todos los vehículos a nuestro alrededor, veo personas con la cara tensionada y la mirada en blanco. Trabajadores en camiones de carga, taxistas, empresarios en vagonetas, empleados en micros, madres y padres, gente que quiere saber, más o menos, qué hacer ahora para estar bien en un mes, un año, en el futuro. Son las mismas personas que hacía menos de dos meses vivieron un paro de actividades y circulación de vehículos y transporte de la ciudad que, por indicación de autoridades cívicas autoproclamadas -no electas- del municipio, duró más de treinta días. En 2020, las mismas personas de los autos con caras tensionadas sobrevivieron tres meses de cuarentena rígida por la pandemia del coronavirus. Y se trata del mismo reparto que en 2019 vivió otro paro de actividades laborales y de circulación por casi un mes, también como medida de presión hacia el gobierno. Los rostros rígidos anticipan otra interrupción de la vida; una zanja.

Si entrecierro mis ojos, veo a todas esas personas como objetos: todas un busto de cemento agarrado a un volante en la dirección que dicta la vía que transitamos, a la velocidad que permite la marea de autos. Contenidas. Atrapadas en la intemperie. Mientras hago este ejercicio de distorsión gratuito para no pensar ni sentir, escucho a Luis lamentarse en el asiento del copiloto: “Tan bonito que estaba todo en Santa Cruz”.

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