Otro viaje al mismo fin de la noche
Tenía 17 años cuando empecé, entusiasmado, el servicio premilitar. Era muy joven e ingenuo, además de idiota. ¡Carajo! ¡Si creía que podía gustarme la guerra!
¡Qué ganas les puse a esos sábados! Iba al batallón de ingeniería, en Santa Cruz. Ni en los días más jodidos y humillantes pensé en desertar. Al final del año, fui el abanderado de la Compañía A en el desfile del Parque Urbano, que era lo más alto que podía llegar como premilitar. Quería seguir con el entrenamiento, hacer carrera. Le conté mi plan al teniente que se encargaba de nuestra compañía y el hombre, tal vez tratando de salvar en mí lo que no había podido salvar en él, me la cagó entera. “Si tienes otra opción, Gato, aprovecha. La del militar no es vida”.

¿Qué putas? ¿Y todo el orgullo?
En fin... Después vinieron el sueño de ser músico, las ganas de seguir haciendo actividad física como un bicho de monte y, por supuesto, el idealismo. Por el idealismo fue que escogí Relaciones Internacionales como carrera universitaria, alucinaba que el mundo era un lugar en el que regía el derecho y primaba la diplomacia. Eso era, en mi cabezota tan vacía, la humanidad de mi época: una especie animal con la consciencia para organizarse, lograr acuerdos y cumplirlos como hombrecitos. El primero de esos acuerdos: se respetarán los derechos fundamentales de todos los humanos. Mierda pura.
Cinco años y, más o menos, 20 libros me ayudaron a entender cómo se había llegado al punto en el que, mucho después de que las Naciones Unidas salieran con el cuento de la Declaración Universal, unos árabes se volvieron terroristas y les clavaron dos aviones a las Torres Gemelas. Estudié eso de la “contraofensiva” de USA en Iraq; después, lo de la carnicería en Siria, con ayuda de Rusia, y la otra carnicería en Ucrania, con USA metiéndola bien adentro; vi que los sinvergüenzas de los chinos comunistas avanzaron en su proyecto hegemónico y que, con la excusa de andar buscando un mundo multipolar, se terminaron de instalar regímenes opresivos en América Latina y el Caribe; vi que en Bolivia cualquier cosa vale más que un Derecho Humano; y, así, una fila larga de etcéteras que siempre le provocan a uno ganas de vomitar.
Cuando cumplí 37 años ya coleccionaba despechos y al mundo solo le recitaba el cierre de La Celestina: “Yo pensaba en mi más tierna edad que eras y eran tus hechos regidos por alguna orden; ahora, visto el pro y la contra de tus bienandanzas, me pareces un laberinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de cieno, región llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado lleno de serpientes”.
Ya sabía que la buena literatura dice siempre la verdad, por eso me quedé pensando si los seres humanos juegan en corro. ¡Por ley! Se agarran de las manos y juegan. ¿Pero a qué? ¿A qué juegan esos hijos malcriados de Dios?
Para descubrirlo abrí bien los ojos. Me di cuenta de que los juegos de las especies animales son una versión más o menos inofensiva de lo que pueden hacer para matar. Los perros juegan a que se muerden el cuello, saltan sobre el compañero y abren las fauces en torno a su garganta, le entierran los colmillos en el pelo, le hacen un daño mínimo en la piel, todo eso mientras mueven la cola.
¿Y los humanos, qué es lo más letal que pueden hacer? La guerra. Los humanos juegan a la guerra y mueven el culo. Guerra en el patio de la casa o en el parque, guerra en el hogar (el juego del poder entre padre e hijo, entre nuera y suegra, entre esposo y esposa, entre hermanos…), guerra en el colegio (bullying incluido), en el mundo laboral, el comercio, la comparsa, el deporte y, por supuesto, lo más parecido a la guerra: la política (que en demasiados casos es la guerra misma, la asquerosa continuación de la guerra por otros medios).
Con mis 37 años encima ya solo veía guerreros por todas partes, personas que, como escribió Rafael Chirbes, “guardan en algún lugar la memoria genética de la bestia”, porque “cualquier guerra, cualquier acto de tortura pone al día, renueva el pacto de continuidad entre el hombre y la bestia”.
Ahí fue que me acordé de Freud y de eso de que la civilización produce malestar en las personas. ¡Claro! Es que los valores humanistas tratan de negar al guerrero y lo vuelven hipócrita. Lo que más se necesita para tener éxito en ese esquema es fingir.
Justo un desprendido amigo escritor me invitó a leer a Louis-Ferdinand Céline. Lo leí al viejo. Era un tipo desagradable y el puto amo de la narrativa en francés. Tenía toda una obra sobre la verdadera cara de una sociedad engañada, justamente por eso, el título de su primera novela, bastante autobiográfica, fue Viaje al fin de la noche.

El viaje de Céline fue más radical que el que les cuento en esta crónica: se anotó con ganas en la caballería, se agarró a tiros con los alemanes en la Gran Guerra, ganó una medalla militar, se asqueó, se horrorizó y, aunque se retiró a la retaguardia y a las ciudades ajenas a los bombardeos y el gas mostaza, nunca más consiguió hacerle lance al asco y el horror, lo más vil de la guerra estaba en todas partes, se lo topó a cada paso, por el resto de su vida, eso fue el rincón más oscuro de la noche, el total desencanto, el aprender que la bosta nos llega a todos hasta el cuello, que la gente solo niega su condición de serpiente en el prado. En Viaje al fin de la noche escribió: “De los hombres, y de ellos solamente, es de quienes hay que tener miedo, siempre”.
Céline me trastornó y tuve que volver a leer las ficciones de Kafka: La metamorfosis, El proceso, Ante la ley… Esas incomparables narraciones expresionistas también hablaban de que la civilización es una trampa y que la violencia sigue gobernándolo todo con engaño. ¡Obvio!, engaño, porque hay una teoría del Estado que dice cualquier cosa, menos la verdad, que las serpientes del prado tienen la mierda hasta en los ojos. Ninguna serpiente va a decir: “Se respetarán los derechos fundamentales de cada individuo”. ¡Ay, pero somos tan ridículos…! Serpientes con abarcas o botas.
Ya voy a cumplir 39 años y todavía me inquieto cuando pienso en el mundo. Como en la novela de Céline, comencé el viaje al fin de la noche esa primera vez que me puse las botas. Muy distinto de lo que pasa en el libro de Céline, nunca le disparé a nadie, ni me puse al hombro al peor de los tontos útiles, al camarada desangrado y lleno de plomo. Igual, creo que mi viaje se acabó. ¡Qué carajos! ¡Si una madre y su pareja torturan al hijo de cinco años hasta matarlo, la justicia boliviana funciona para oprimir y extorsionar a la gente! ¡Vladimir Putin puso la opción nuclear sobre la mesa! ¿Acaso hay, en toda la noche, un lugar más oscuro que los corazones dispuestos a destrozar, muy lento y a consciencia, a un infante nacido del vientre propio, a hacer mierda la justicia y a liquidar ciudades enteras con una sola explosión?
¡Bah! Ya estuvo.
Las próximas generaciones van a hacer sus propios viajes nocturnos, ¡fija!, no lo dudo, como tampoco se puede dudar de que sus lugares más oscuros van a ser versiones de los nuestros, como los nuestros son versiones de los de Céline.
También hay que decir algo sobre el día, sí, ya sé, sobre los viajes diurnos hacia el lugar más brillante. Más que nada hay que dejar decir a Céline: “La esclusa empieza a girar sobre su eje despacio hacia el final de la noche. Y después todo el paisaje se reanima y se pone a trabajar”.
Pero ese es tema para otro texto, para otro relato de no ficción, para otra historia en la que, de nuevo, voy a contar cosas que ya todos sabemos.